Cada nación tiene intereses particulares, y la primera obligación de los Estados es velar por ellos, sin duda. Ahora, que en el marco de una política impulsada por la lucha antinarcóticos con objetivos de seguridad y defensa, el gobierno norteamericano ha estado haciendo declaraciones y desplegado operaciones que llevan a dudar de su apego a ciertas reglas y procedimientos, no luce menos cierto. Ante el uso arbitrario de la fuerza y la difusión de narrativas sin sustento, sin embargo, no pocos tienden a apuntar con un cinismo que cancela a priori debates más complejos: “así actúa Trump”. Y rematan: “si decide ir más allá, lo hará, no le preguntará a nadie”. (¡!)
La tolerancia ante la obvia irregularidad es inquietante. El desafuero y la arbitrariedad, la “locura” y vocación por la transgresión como parte del estilo del líder de una de las potencias militares, políticas y económicas más importantes del mundo, parece encajar con una concepción prepolítica del poder cada vez menos censurada por estrambótica, más normalizada a pesar de su tufo personalista y retrógrado. El neopopulismo se ha afanado en urdir un camino hacia esa cada vez más laxa aceptación, apelando a la emergencia nacional y la excepcionalidad como excusas para un decisionismo que Schmitt equipara con la esencia del Estado. Recordemos que, según la mentada doctrina, es en la decisión del soberano (o sea, quien decide sobre el estado de excepción) y no en la razón o la norma legal, donde reside la fuente del derecho y la voluntad real que fundamenta y legitima el ejercicio del poder.
“Restaurar el orden”; evitar, mediante la intervención competente del soberano y no del Derecho, la “parálisis” propia de la mecanización y la racionalización liberal, serían los fines que blanquearían en este caso cualquier acción, medio y recurso. Los de la guerra, incluso. Algo bastante cuestionable si se mira bajo la luz de principios republicanos de limitación del poder que han regulado la evolución del Estado de Derecho y de las instituciones de la democracia liberal, sostén del gobierno de la leyes. No obstante, una relativización ética avalada por la “emergencia”, por la situación límite y la atmósfera apocalíptica, impele a creer que sin salvadores y jefes predestinados, sin estos reyes dotados de suficiente virtud para crear de la nada el Derecho, el mundo estaría perdido.
El caso es que ese discurso que se vio retratado en la brutalidad de las grandes guerras del siglo XX (e, incluso, en los destrozos que atestiguamos en pleno siglo XXI), hoy tiende a banalizarse. La expectativa no sólo alimentada por neo-conservadores y halcones de nuevo cuño, como Rubio y los “crazy cubans”; no sólo justificada por moralistas exasperados y sumados al furor de la propaganda falaz pero “esperanzadora”; sino cultivada por muchedumbres muy poco conscientes de los costos materiales y humanos que implica un conflicto bélico, crece sin coto en nuestros lares.
Incluso confiados en la previsión de expertos que, con razón, ponen en duda el interés del gobierno estadounidense por concretar intervenciones militares y cambios de régimen con fines supuestamente democratizadores, no podemos dejar de lado el fenómeno anímico que, a juicio del maestro Julián Marías, sentó bases para la guerra (in)civil española. “La guerra fue consecuencia de una ingente frivolidad”. La de élites que “sin el menor sentido de responsabilidad, sin imaginar las consecuencias de lo que hacían, decían u omitían”, también dieron por buenas las manifestaciones de la locura colectiva o social, la locura histórica. Casi nadie quería la guerra, afirma Marías. Aun así, muchos se dejaron arrastrar, casi sonámbulos, por la cautivadora posibilidad de construir al enemigo. Eso que, según describía un incisivo Umberto Eco en lo que calificó como un “texto de ocasión”, ha servido a lo largo de la historia de una humanidad beligerante “para procurarnos un obstáculo con respecto al cual medir nuestro sistema de valores y mostrar, al encararlo, nuestro valor”. La amenaza del enemigo define la identidad, une, cohesiona a la tribu, articula los miedos. En circunstancias aprovechadas por políticos inescrupulosos, cuando el enemigo no existe, la popularidad decae y la propaganda lo requiere, todo empuja a construirlo, a demonizarlo, a deshumanizarlo, a apartarlo con muros de lo propio.
No faltan ejemplos históricos en los que la lógica amigo-enemigo signó dramáticamente los pulsos de relacionamiento internacional, los de una política exterior enmarcada en las premisas del realismo: la creencia de que los Estados deben intervenir en un contexto que se percibe anárquico, con el fin de maximizar su poder y blindar la seguridad nacional frente a los competidores. La guerra fría y sus hitos figuran como caso emblemático. A santo de esto, podríamos traer de nuevo a colación la célebre crisis de los misiles (1962), cuyo manejo por parte de protagonistas movidos por un sentido de responsabilidad a la altura de la circunstancia impone, no obstante, un insalvable contraste con lo presente. La arbitrariedad, la vanidad y falta de frenos no eran una opción para actores presionados por la amenaza nuclear. Líderes como Kennedy y Jruschev, rodeados de asesores -no simplones adulantes- que mitigaron el ruido de los halcones locales como el de los arrebatos pendencieros de Fidel Castro, negociaron entonces para que la estupidez no se impusiera.
Con todo y sus graves, dolorosas, intratables crisis, y aunque algunos devotos del “guardián del orden mundial” abonen desde sus ideologizadas trincheras a esa percepción, para el mundo todavía no se concretan amenazas de aquella envergadura. Hay nostalgia, sin embargo, por esa ejemplar consciencia de los límites que operó en medio del ultimátum y la verdadera excepción; también necesidad de que sea la capacidad de contención, la observancia de las normas y principios civilizatorios lo que mantenga los equilibrios globales. No pareciera que ello dependerá de Trump, quien más bien alienta con sus disparates a que un nuevo eje iliberal, con China a la cabeza, se potencie y reconfigure. Pero incluso sabiendo que la tentación será saltarse las reglas y transgredir toda legalidad, todo respeto a los derechos de un otro tachado como “enemigo” -mismo síndrome que en Venezuela abrió un boquete en nuestra cotidianidad- habrá que seguir cuestionando la inconsistencia, el desvarío inaceptable, la guerra que no necesitamos.
@Mibelis