El debate sobre unas primarias para designar candidato unitario de cara a 2024, airea la llaga de esas falencias que, amén de lo programático, siguen fustigando a la oposición. Más allá de presentir que el horror vacui despista a quienes proponen empezar una carrera por el final (buscar a quien encarne una política, antes de habilitar consensos para definirla) preocupa la mineralización de visiones, la poca sintonía con el presente que prevalece entre quienes conforman un todo tan desigual.
A santo de la forzosa coordinación estratégica, no se trata de aniquilar identidades políticas para blindar hegemonías sobrevenidas, una vía que en otro momento sólo sirvió para canibalizar la diversidad. Es lo contrario: revisar hasta qué punto un sector que espera distinguirse del autoritarismo, es capaz de acoger prácticas que contribuyan a hacer atractivo un ethos democrático, plural, y de mostrarse presto a evolucionar. He allí el fundamento de una oferta electoral que, de concretarse una recuperación auspiciada por el gobierno, tendría que medirse en terreno distinto al de los últimos años.
Si, más allá de logros puntuales, la cruenta política de ajustes hace de la rehabilitación socioeconómica una aspiración no excluyente, más que un “sálvese quien pueda”; si la desaceleración de la inflación define una tendencia que supere el sobresalto, y los datos de productividad, empleo e ingreso permiten hablar de prosperidad sostenible; si se elude el castigo de la regresividad fiscal y, entre otras cosas, se rescata la credibilidad y se consolida para poder acceder limpiamente a mercados globales, la puja por el poder anunciaría inéditos desafíos. E incluso, no pocas ventajas para quienes prevean que salir de la ruina que auspició la propia revolución, aliviaría a un nuevo gobierno comprometido con el rescate de libertades plenas, con el Estado de Derecho, con mecanismos de accountability horizontal y descentralización.
El eventual descongelamiento de la relación con EEUU, y una ruta de cooperación que no descarta la presión por aperturas políticas a santo de las presidenciales, también arriman a un paisaje que hoy confunde, sobre todo, a los profetas del colapso. Tal parece que la perspectiva de mejora desorienta a quienes han apostado todo a la ineptitud y cerrazón ideológica del gobierno para impulsar cambios con alto costo político. Ahora que eso se asoma, la ecuación determinista tambalea. La premisa de la naturaleza invariable del adversario -a pesar de que, para conservar el poder, no ha hecho sino exhibir su gran adaptabilidad- enfrenta más de una contradicción.
No sobra recordar que esa instrumentalización de la necesidad para obtener rédito político a la que el gobierno recurre ad nauseam, no significó tampoco un dilema ético para algunos sectores opositores. Bajo el influjo de Trump, la idea de que el “daño colateral” y el sacrificio virtuoso eran inevitables, se convirtió en aliviadero moralista. La libertad -decían y dicen, ahítos de dignidad- no puede canjearse por petróleo. Pero la reducción del problema a una entelequia que nunca tuvo cuerpo tangible para los más afectados, tropieza con complejidades que, además, la circunstancia geopolítica agudiza. Ese discurso que respondía a la crispación de 2017 o 2019, poco se concilia con la realidad de 2022. Aun así, pareciera que el matiz que la población reconoce a simple vista, no logra ser captado por cierta élite atascada en su zona comunicacional -y material- de confort. La desconexión, entretanto, sigue su curso, caldo propicio para la desafección.
Quizás conviene moverse hacia esa zona de la imaginación democrática que supieron identificar los chilenos de la Concertación. Aun con tarascas como la deuda externa, la deuda interna y la deuda social que, tras un rudo proceso de ajuste -el Plan de Mediano Plazo 1985/1987- la dictadura legaría al futuro gobierno, la opción no fue limitarse a una gestión que una parte del país no desaprobaba (de hecho, 44,1% votó por el “Sí”). El foco del “No” fue avivar otros apetitos, convencer respecto a las tremendas posibilidades del cambio político. Era el modelo democrático y su potencial para profundizar mejoras, ya no la sola superación de los asuntos de la supervivencia, lo que entró en juego. En ese sentido, el caso español también brinda pistas. El Plan de Estabilización de 1959 implicó el fin del modelo autárquico y el remedio para una economía que se encontraba “al borde del abismo”, como advertía uno de los padres del programa, Juan Sardá. Pero también sentó bases materiales e institucionales para que la sociedad española abrazara transformaciones que luego blindaron el salto hacia la democracia.
Para sacar esa clase de brillo a la promesa democrática, es preciso contar con actores entendidos en la necesidad de afinar métodos y reglas de juego, de garantizar estructuras y mecanismos que reduzcan costos de transacción y procuren beneficio común, máximo y perdurable en el largo plazo. Trabajar para que una reinstitucionalización se dé según criterios democráticos y no corone con cáscaras vacías, es vital. Por ello, la rehabilitación de un espacio de deliberación como el que supone una alianza, implica más que un trazo grueso (el problema, dirían Rödel, Frankenberg y Dubiel, quizás no es la falta de reconocimiento retórico de fórmulas de legitimación democrática, sino “la confusión de sus postulados”). Mucha reflexión merece el asunto, en fin. Más cuando todo afán apunta a una elección fundacional, y la tentación de desestimar oportunidades y trabas sigue aguaitando a la vuelta de la esquina.
@Mibelis