¿Gobierno de los hombres o gobierno de las leyes? La provocativa pregunta es el título del capítulo que Norberto Bobbio incluye en su trabajo sobre El futuro de la democracia (1985). He allí un asunto que adquiere relevancia en tiempos en que la crisis de expectativas y el ascenso imparable de populistas y demagogos ponen al Estado Social y Democrático de Derecho en la cuerda floja. El personalismo político, la amenaza de dilución de conquistas de la humanidad en materia de creación de entramados institucionales que evitan que el poder sea percibido como propiedad de quien lo represente, impele a refrescar estas cuestiones.
Subraya Bobbio que el debate sobre cuál modo de gobernar es mejor ha signado la historia de la filosofía política. Distinto a la discusión sobre las formas de gobierno, sobre sus expresiones virtuosas y desviaciones (gobierno de los más o de los pocos, del demos o de la turba, de aristócratas u oligarcas, de monarcas o tiranos) este remite a otro problema: la distancia que hay entre el buen gobierno y el mal gobierno. Entonces, ¿qué es un buen gobierno? “¿Aquel en el que los gobernantes son buenos porque gobiernan respetando las leyes, o bien en el que son buenas las leyes porque los gobernantes son sabios?”, inquiere Bobbio. ¿Conviene o no restringir la libertad de decisión de una persona excepcionalmente dotada para la conducción del Estado mediante el freno normativo? ¿Debe un rey-filósofo, un gobernante sabio estar subordinado a la ley o, más bien, hay que confiar en su dotado instinto a la hora de crear de la nada el Derecho?
Cabe recordar que Platón y Aristóteles dejaron sólidas argumentaciones a favor del gobierno de las leyes. A expensas de la utopía que plantea en La República, por ejemplo, y de sus reiterados fracasos para llevar a cabo el ideal del rey-filósofo, Platón descubre tras sus viajes a Sicilia que no es fácil juntar poder y sapiencia en una misma persona. La experiencia con los tiranos de Siracusa le muestra que, mientras más poder posee el ser humano, es más propenso a la hybris, a la desmesura, a la falta de autocontrol. Una visión más práctica del oficio de la política sugiere entonces que para el político-tejedor será suficiente tener una recta opinión, lo cual está asegurado por la ley. De allí que, no sin cierto pesimismo en la naturaleza humana, afirme que los gobernantes no pueden sino ser llamados servidores de las leyes, porque “de esta cualidad depende sobre todo la salvación o la ruina de la ciudad”. Habrá destrozo allí donde la ley carece de autoridad, y acumulación de riquezas donde “la ley es señora de los gobernantes y los gobernantes son sus esclavos”
Aristóteles, por su parte, y en contra de quienes criticaban la limitación de las normas escritas para prever situaciones singulares, diversas e irrepetibles, arguye que “a los gobernantes les es necesaria la ley que da prescripciones universales, porque es mejor el elemento al que no es posible quedar sometido por las pasiones, que aquel para el que las pasiones son connaturales”. Si bien el gobierno de los hombres no destierra a la razón, no puede negarse que con esta última compiten elementos subjetivos y afectivos tendientes a viciar el juicio. “Allá donde el gobernante respeta la ley, no puede hacer valer las propias preferencias personales”, precisa Bobbio. Así, no es el rey el que hace la ley, sino la ley la que hace al rey y vuelve legítima su autoridad.
En efecto: aun cuando no se niega la dificultad que implica la inadecuación entre la regla y la vida concreta, entre la abstracción de la ley y la azarosa realidad, lo cierto es que la ley no tiene pasiones, esas que sí abundan en toda alma humana. Inmejorable razón para creer que es más ventajoso ser gobernado por las mejores leyes que por el mejor de los hombres. Razón, asimismo, para insistir en la despersonalización que requiere el ejercicio del poder público: el del Estado racional y legal, poder institucionalizado y exclusivo, como apuntó Burdeau.
Así, el buen gobierno se distinguirá por el énfasis que pone en el bien común, por su apego a leyes establecidas. Esto, a diferencia de un gobierno para el bien propio, el encabezado por “el señor que se da leyes a sí mismo”, el autócrata cuyas políticas desatienden toda regla preconstituida. No cuesta entonces deducir que la carismática figura del “hombre regio”, del soberano-padre o soberano-amo, su discrecionalidad y unilateralidad al decidir, atentan potencialmente contra las certezas que sostienen al buen gobierno y su moderna expresión, el Estado democrático de Derecho. Prestos a disolver instituciones cuando estas oponen frenos racionales a la irracionalidad que suele apoderarse de la interacción social, y desdeñando el obligante principio de subordinación del poder político al derecho, los autócratas de ayer y hoy se erigen en primeros enemigos del gobierno de las leyes.
Pero, ¿qué antipática novedad introduce la modernidad líquida en estas dinámicas? Basta revisar la situación de los deportados a El Salvador en el marco de la salvaje política anti-inmigración del gobierno estadounidense para hacerse una idea al respecto. He allí no sólo un infeliz espectáculo, una distopía proclive a la no rendición de cuentas por parte de funcionarios que abusan de su carisma y poder incurriendo en la violación flagrante de derechos humanos y convenciones internacionales, todo esto ante la impotencia de los jueces. En medio de ese vértigo anti-democrático también sorprende la diligencia de quienes justifican tales medidas, sin considerar que la deportación irregular y el “modelo de seguridad Bukele” pasa por un encarcelamiento masivo que no garantiza acceso a la justicia ni al debido proceso. Sin considerar tampoco, como escribía en El País Rodrigo Pérez de Arce, que “cuando las democracias adoptan los métodos de lo que combaten, pierden su legitimidad y razón de ser”.
Sí: en esta inopinada, mal disimulada ojeriza contra el gobierno de las leyes, una que navega a expensas de la narrativa de “guerra no convencional” y emergencia nacional que desempolva Trump gracias a la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798, se asoman peligrosas señales. Entre ellas, el retroceso a estadios previos a la consolidación del Estado Democrático y Social de Derecho; la negación de un largo, doloroso, espinoso aprendizaje. “Quien salva a su país no quebranta ninguna ley”, ha soltado Trump. Afirmación que, junto con el “chiste” sobre la posibilidad de un tercer mandato, parece excusar a priori cualquier desmán, cualquier quebrantamiento de límites en atención a la supuesta situación de excepcionalidad. Decisionismo al mejor estilo de Schmitt, en fin: hacer de la autoridad soberana del comisario-legislador con poderes extraordinarios, pero temporales, la fuente absoluta de toda decisión moral y legal en la vida política; suerte de terapia de shock para recomponer, en teoría, a una polis amenazada por la disgregación. Los espeluznantes corolarios de la República de Weimar, sin duda, advierten sobre los riesgos de abrazar estos caminos.
Lo otro es la fascinación de electores-partidarios desencantados de la política y hoy ganados por los giros cesaristas; personas dispuestas a sacrificar la lógica que sustenta los procedimientos del Estado de Derecho y de la democracia formal, para resolver problemas de seguridad y orden que juzgan más urgentes. Cortar el paso a ese autoritarismo que instrumentaliza a las instituciones liberales no parece preocupar a algunas mayorías que, rebasadas por su malestar, deciden favorecer las soluciones extremas… ¿qué le espera a una democracia cuyo demos, ignorando sus propios límites, opta por prescindir de pactos sociales e instituciones surgidos precisamente para protegerlo y garantizar la dignidad humana frente al avance del Estado total?
Habrá que ver si la tendencia al descarrío resulta a su vez una excepcionalidad, o si se mantiene y profundiza. Mientras tanto, conviene ajustar la brújula en atención a las certezas de Bobbio: el buen gobierno democrático “es el gobierno de las leyes por antonomasia. En el momento mismo en que un régimen democrático pierde de vista este, su principio inspirador, se transforma rápidamente en su contrario, en una de las muchas formas de gobierno autocrático de las que están llenas las narraciones de los historiadores y las reflexiones de los escritores políticos”.
@Mibelis