¿Por qué suponer que el conflicto político es, per se, una suerte de lastre que debe eludirse a toda costa? ¿Qué llevaría a creer que el deseo de encontrar soluciones -esa armonía a la que toda sociedad funcional aspira- exige en cierto punto la abolición de toda confrontación, todo antagonismo? Quizás he allí un miedo de carácter “disciplinador” que, por cierto, amenaza especialmente a los sistemas democráticos. A estos últimos, hoy más que nunca los vemos acorralados por la exigencia de una tolerancia normativa cuyas fronteras se desdibujan en la práctica, por ejemplo, frente a la coacción de la intolerancia, el avance ciego de los extremismos.
No resulta extraño que, en aras de esa deseable y huidiza armonía, el intenso deseo de convenir caminos comunes tienda a traducirse en evitación y acabe por esquilmar, incluso, los niveles de exigencia mínimos para lograr resultados aceptables. Nada más peligroso, si se considera que, a la larga, la endémica incorregibilidad de estas anomalías podría generar nuevos malestares; y mutar en rabia social, en violencia, incluso.
Así que si bien conviene adoptar la premisa de que alcanzar el peor de los acuerdos siempre será mejor que no tener ninguno, no debemos olvidar que la política vive y se nutre de las diferencias, de la discrepancia. Del diálogo, por ende; no del monólogo. Y que -al contrario del elitismo y el populismo- el hacer democrático depende tanto del consenso activo como de aquello que redunda en su mayor fortaleza, la gestión de la pluralidad. Huelga decir, por tanto, que una alianza será el colofón del necesario aunque espinoso choque de opiniones. Esto es: sin deliberación real, comprometida, tendiente a someter las propuestas (no consignas) a la prueba de fuego de la argumentación y la contrargumentación, en lugar de un arreglo legítimo y sostenible apenas cabría anticipar un consenso bajo sospecha (Habermas).
En tanto medio para hacer nítida esa pluralidad y transformar la pugnacidad estéril en forcejeo para la transformación, el debate -entendido como confrontación de puntos de vista, suerte de cuerpo a cuerpo dialéctico- siempre será un camino idóneo. (Cómo no recordar, por ejemplo, el primer debate televisado de la historia: el intenso contrapunteo Nixon-Kennedy en 1960, moderado por el periodista de la CBS, Howard K. Smith). La fórmula es especialmente útil en el marco de una campaña electoral: es decir, un evento eminentemente competitivo, hecho para destacar diferenciadores y brindar al votante los insumos necesarios, la información que le sirva para elegir la oferta que mejor le acomode. En el espíritu de la Disputatio de los siglos XI y XII, el debate moderno remite al vértigo de un mercado donde, idealmente, -amén de slogans, del carisma o la agilidad retórica capaz de exacerbar emociones y seducir- exponer y defender ideas es lo central. Y no sólo ideas interesantes, sino realistas, oportunas, sustanciosas; ideas tan válidas como persuasivas.
Por supuesto, entre la ocasión para destilar ojerizas, provocar o insultar puerilmente al adversario (ah, insultar también es un arte, afirmaba Schopenhauer) y la de enfrentarlo con una batería de argumentos urdida para vencerlo dialécticamente, hay una delgada línea que cuesta distinguir en estos tiempos. El miedo, la ansiedad que surge de esa impotencia, lamentablemente, degrada la arquitectura democrática y la contamina de componentes iliberales.
Nuestro país, sometido al socavamiento de referentes y hábitos democratizadores, difícilmente se ha salvado de estas mermas, que no pocas veces llevan a invocar una cohesión casi irracional frente a un «mal», y no basada en la prudente escogencia del ciudadano. Podríamos decir entonces que tras los costosos errores opositores, la larga ausencia del ruedo electoral y la pérdida de músculo y destrezas que eso ha implicado, el desafío venezolano sigue consistiendo en desarrollar un discurso inclusivo, sí, pero capaz de hacer de la diversidad de opiniones un atributo. Un discurso que esta vez no se vea tentado a suprimir la natural controversia para reemplazarla con lugares comunes y frases efectistas, con demagogia y simplificación moralista, con asfixiante homogenización.
Conscientes de cuán disfuncional, cuán proclive al autoengaño puede ser nuestro contexto, nunca está de más insistir en que la deliberación (pública y privada) en tanto mecanismo democratizador, sea la práctica que sustente y blinde las eventuales decisiones colectivas. A esa gresca no se le debería temer. Al respecto, John Stuart Mill escribía que “en todos los campos donde es posible la diferencia de opinión, la verdad depende de encontrar un equilibrio entre dos grupos de razones opuestas”. Por supuesto, esto exige tomar en cuenta las prosaicas pero ineludibles contingencias de la política, las mezquindades y resistencias, los cálculos personalistas, los sesgos cognitivos. Abrazar una lógica agonística, sin embargo, no significa descartar la futura complementaridad. No amilanarse frente al conflicto es esencial para domeñarlo y poder fijar reglas y cursos de acción; sabiendo, eso sí, que uno nuevo siempre estará esperando a la vuelta de la esquina.
Compleja en extremo, surcada de incertidumbres, esa brega electoral que hoy despliegan las primarias -una inscrita en el continente programático y ético que prefigura la ruta política- ya no puede aspirar a reducirse a un desabrido, apocado intercambio, en fin. Las diferencias de enfoques existen, están a la vista, y un escéptico ciudadano-elector tiene derecho a distinguir, cotejar, juzgar e, incluso, rechazar la oferta que no le convence. A estas alturas no queda sino trajinar con el costo de ciertas decisiones que se tomaron (o se dejaron de tomar) bajo el signo del miedo; y responder con astucia y sobre la marcha a las amenazas y oportunidades que con toda seguridad condicionarán los próximos pasos.
@Mibelis