“Que Dios dé sabiduría y discernimiento a nuestro pueblo brasileño para que no ponga a nuestra nación tan amada por Dios en manos de nuestros enemigos”, pedía en plena campaña electoral de 2022 la primera dama de Brasil, Michele Bolsonaro. Hay que recordar que, gracias al voto evangélico conservador, fue posible asegurar la victoria de Jair Mesías Bolsonaro en 2018, con 55,13% de los votos. Por su parte, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, publicaba en 2019 una foto de su gabinete junto con la leyenda «Dios guía nuestro Plan». En Argentina -país de “Santa Evita”, patrona de los descamisados- Milei asumía la investidura presidencial en 2023, no sin advertir que “la victoria en la batalla no depende de la cantidad de soldados, sino de las fuerzas que vienen del cielo”.
Hay allí apenas un atisbo del síndrome, uno íntimamente emparentado con los neopopulismos del siglo XXI. Sí: aunque a todas luces resulte peligroso, aun cuando sepamos que la irrupción del realismo político trazó en su momento una raya gruesa y necesaria entre ambos terrenos; y conociendo, además, el influjo del liberalismo en la autonomización de la esfera política respecto de la esfera moral-religiosa, la crucial laicización del Estado, es difícil ignorar la vieja-nueva afinidad que junta a la política y la religión.
Digamos también que esa afinidad política-religión se expresa como vehículo discursivo que, en lo electoral, aprovecha la esperanza para posicionar visiones mesiánicas, principios y valores, sin demasiado énfasis en lo operacional. Ambos campos se entremezclan e instrumentalizan, penetran la esfera privada, generando motivos para la entusiasta movilización social. Lo que interesa allí es estrujar la expectativa, el deseo de cambio, anunciar el milagro más que el cómo lograrlo.
En épocas en las que la política se ve arrollada por las claves de la espectacularización, la sentimentalización, el personalismo, así como por la reducción del tiempo de atención de las audiencias, se trafica con símbolos, mitos, valores, dogmas e identidades, contenidos políticos de fácil digestión, fast food. Esto, en aras de una comunicación que elude los vericuetos de la razón y apuesta a los atajos cognitivos, las infinitas “posibilidades” de la fe. Como señala Victoria Camps, estas fórmulas “son atractivas porque dan seguridad a quien se adhiere a ellas. Evitan tener que pensar”. Ante la incertidumbre que no cesa, se opta por la solución metafísica, la apelación a luchas espirituales, batallas del bien contra el mal, luz y oscuridad, “fin de los tiempos”; por demonizar al adversario, persuadir acerca de la superioridad de ciertos principios o instar a “no dudar”. Eso en lugar de dar explicaciones, desafiar ideas, detallar planes para superar problemas específicos o poner en el centro del debate datos duros como los de la crisis económica. La “nueva” política luce, en muchos sentidos, como una vuelta al primitivismo de la prepolítica.
De todos estos desvíos, preocupa especialmente la satanización de la duda. Esa capacidad reflexiva que se nutre del sano ejercicio del escepticismo, en el caso de Venezuela pareciera más bien reeditar razones para la sospecha. No importa si surge como reacción a la flagrante escasez de resultados: la duda es “desleal”. Quien interpela y pide respuestas, prácticamente un hereje, un traidor. “Confiemos en el liderazgo”, nos aconsejan; lo importante es sentir, más que comprender. Lo contrario sería “prepotencia”. Lejos de estimar el aporte de cuestionamientos que, en aras de la cooperación efectiva, toda sociedad está obligada a plantear a la dirigencia, volvemos a copiar el tipo de cacerías que desató el Socialismo del siglo XXI para cohesionar a sus huestes en contra de apóstatas, “contrarrevolucionarios” y “apátridas”.
Ante una simplificación que retrotrae la política a los terrenos de la fanatización y el tribalismo, no queda sino rescatar la virtud de dudar, siempre dudar. Como Sócrates ante el “caballo apático” de la polis, insistir en ser “un moscardón que intenta despertarlo y mantenerlo vivo”, instándolo al mismo tiempo a actuar, a no entregarse a la irresolución. Esquivar, en fin, la tentación de analizar la situación en función del sesgo ideológico o los afectos, y más bien hacerlo a partir de los datos que la propia situación ofrece, conscientes de que la realidad política la deciden las relaciones de fuerza. Pienso y dudo, luego existo. Si se opta por la democracia no sólo como sistema de gobierno sino como modo de vinculación humana, de construcción tenaz de un entre-nos, habrá que anticipar que a la luz del diálogo y el tenso contraste de opiniones son pocas las “verdades” que logran mantenerse contra viento y marea. En especial cuando la circunstancia obliga a pisar tierra, a descender desde el Topos Uranus a los hechos para intentar dar forma mundana a los vapores de la esperanza, del sentimiento, del perecedero e inasible estado de ánimo de la multitud. Para habilitar ese puente, precisamente, debería estar la política.
Lo grave es que tal ola de descalificación de la duda razonable haya llegado incluso a restar crédito a prácticas tan democráticas y eficaces para la toma de decisiones como lo es la deliberación, estación vital para el consenso. Un asunto que agudiza los dilemas opositores, a sabiendas de lo inapelable de este trámite si se espera llegar a algún arreglo práctico para la definición de alianzas en torno a las candidaturas presidenciales. A estas alturas, esa apelación a la fe y el goce místico que distingue a la retórica electoral no anulará la montaña de dificultades que ya se vislumbra, y que incluye la oportuna alineación informativa de la ciudadanía en torno a una estrategia, unas guías, unas tareas muy concretas. Se necesitará entonces, como decía Isaiah Berlin, “menos ardor mesiánico, más escepticismo culto”; aspirar incluso a ser mucho más que espectadores comprometidos.
@Mibelis