En el marco de lo que prometía ofrecer algún balance del calamitoso desempeño opositor, un conocido político venezolano en el exilio explicaba en entrevista concedida a un medio español la diferencia entre lo que llamó “error de intención” y “error de implementación”. Según se desprende de aquel estrafalario mea culpa, si algo podía absolverlo de eventuales cargos fue no haber incurrido en los mentados errores de intención. “Cada decisión que he tomado, en el momento en que la he tomado, con la información que tenía disponible y en la circunstancia en la que estaba, he pensado que era la mejor decisión para salir de la dictadura”. Todo lo cual, añadía, “me ha llevado a mí, a nuestro grupo y a nuestra familia a poner nuestra libertad en riesgo”. El problema, ha subrayado, es que la decisión (en la que, por lo visto, nunca llegó a tantear ninguna grieta) “no fue implementada de manera eficaz”.
En dos platos: sugiere el entrevistado que si la intención es “buena”, la responsabilidad (¿la culpa?), si no se extingue, al menos se atenúa. El gravísimo error en el cálculo de las consecuencias quedaría allí en un segundo, borroso, prescindible plano. Esas resultas, parece decirnos además, merecen aprobación incondicional, pues son hijas de un impulso moral que busca el bien, por encima de todo. Según esto, un fin loable justificaría entonces valerse de cualquier medio, apelar a cualquier acción, no importa su índole ni si aquello califica como locura, majadería o suicidio.
¡Ah! Vaya manera de errar el tiro. Una y otra, y otra vez. Quizás la peor, tratándose de política. “Las buenas intenciones pueden hacer tanto daño como la maldad, si carecen de entendimiento”, advertía Camus. Nos internamos acá en los terrenos de la falacia de la buena intención, tan común en aquellos líderes que han optado por imponer sus utopías a toda costa, fascinados por la presunta superioridad de sus designios. De haberles preguntado, seguramente esos aspirantes a mesías que resultaron funestos para sus pueblos habrían preservado entera su conciencia tras la panoplia de un deseo predominante, intachable, la búsqueda del Santo Grial, una sociedad justa y perfecta. Y habrían exhibido, como algún vez notó Raymond Aron, mesnadas de “indulgentes para con los mayores crímenes, a condición de que se los cometa en nombre de las doctrinas correctas”.
No hay cabida allí para una contrición propia de la interpelación íntima, personalísima, entonces; tampoco para la admisión de esa responsabilidad pública que concierne al error político y su rectificación. De ese coto de ciego auto-convencimiento se ha expulsado la ética de las consecuencias para que reine, sin competidores, la ética de la convicción.
Para tragedia de quienes lo sufren, esto lleva a transitar un bosque impreciso donde el reto sería distinguir de antemano la probidad de la intención o, en última instancia, su presunta inocuidad. Tarea yerma, espinosa si no improbable, pues también remite al orden de lo subjetivo, lo abstracto, la creencia, el deseo, la actitud; todo aquello que configura cierto estado mental idealmente pulsado por la racionalidad. No en balde la filosofía o la psicología han hecho del tema un objeto de su interés. Cómo la intención motoriza un curso de acción y hasta qué punto la calidad de la acción del individuo se casa indefectiblemente o no con la intención; cómo distinguir intenciones prospectivas o «prior intentions» de las inmediatas o «intentions-in-action», estrechamente vinculadas al sentido de agencia; cómo saber cuándo la intención es racional o irracional, o si responde a motivaciones conscientes o inconscientes, son algunos de los problemas que acá se plantean.
En todo caso, separar el valor moral, implícito en la intención, del visible fracaso de una faena y dispensar por esta vía al perplejo decisor, no parece posible en cortijos de la política. Allí la eficacia no germina de la sola corazonada, lo sabemos, sino del cálculo inteligente y racional. De hecho, en la inadecuación entre medios y fines la psicología percibe una forma de irracionalidad que desestima todo compromiso. Asimismo, Consecuencialistas y Utilitaristas recelan del llamado “principio de buena intención” que marida legalidad y moralidad privada; y vuelcan sus miradas hacia la acción y sus efectos. Verdad, bondad o belleza, afirmaba Charles S. Peirce, dependerán del éxito que estas reporten en la práctica.
En las revelaciones que nos ocupan, de paso, no podemos dejar de notar la pirueta entre una suerte de pragmatismo adulterado (presto a blanquear la temeridad del “hombre en la arena”, ese que no está obligado a rendir cuentas a nadie, pues se mide de continuo con el riesgo) y la cínica ruptura entre intención (Yo) y realización (los otros; no nos-otros). Pero quizás lo que más inquieta de estos efugios retóricos es la sensación de que todo lo apuestan a una inagotable candidez del ciudadano. Craso despiste.
El potencial votante que mira, cuestiona y desconfía, ya no parece tan proclive a dar por buena cualquier explicación. Una ciudadanía indignada empieza a sospechar que debe juzgar al político profesional no por sus nobles impulsos, no por las digresiones de un “alma bella”, sino por los resultados de acciones sobre las vidas concretas de las personas. ¿Anunciará esto el triste pero ineludible fin de la inocencia? Esa inocencia que, según Ricardo Sucre, antes distinguió a Venezuela, “el país decidió perderla y hoy la añora… ya no hay regreso”. Toca hacer “que el mundo real sea mejor”. Entre tantas punzantes pérdidas, en fin, esta quizás sea una que nos interesa apresurar.
@Mibelis