Un mundo globalizado también se vuelve domicilio de la guerra globalizada. Suponer que estar lejos del conflicto que desencaja a Europa librará a otras regiones de su influjo, sería iluso. Una interconexión y reemplazo de símbolos que no se detiene, una complejidad estrujada al máximo por populismos, autoritarismos y fundamentalismos, multiplica retos para una democracia a veces perpleja, desorientada. No pocas veces limitada, además, en su capacidad de posicionar un logos, valores y beneficios que antes la hicieron tan atractiva.
Para colmo, esa relación entre democracia y prosperidad que signó al s.XX también se hizo más frágil. En 2018, Yascha Mounk y Roberto Stefan Foa estimaban que la proporción del ingreso global en manos de países «no libres» como China, Rusia y Arabia Saudita, superaría al de las democracias occidentales. “En el transcurso de un cuarto de siglo, las democracias liberales han pasado de una posición de fortaleza económica sin precedentes a una de debilidad económica sin precedentes”. Gracias a eso, el “poder blando autoritario” toma ventaja a la hora de amplificar su relato, eventualmente deslizado tras la tapadera de los “alternative facts». El control que antes tuvieron las democracias en la difusión de noticias compite con grandes canales estatales como Al Jazeera de Qatar, CCTV de China o RT de Rusia. El resultado, advierten Mounk y Stefan, es “el fin del monopolio de Occidente sobre las narrativas de los medios de comunicación”; la consecuente dificultad para influir en la opinión pública o contener la proliferación de enemigos íntimos y extraños.
Con desempeños que frustran expectativas de mejora de los ciudadanos, en fin, la hegemonía cultural de la democracia, sus promesas de inclusión, tolerancia, libertad individual y autodeterminación colectiva, también han perdido fuelle.
En ese mundo apremiado por el ascenso material de regímenes híbridos y su gran potencial para medrar en la inestabilidad de los tiempos, se inserta Venezuela. Las señas de esta “democracia iliberal”, tan hábil para generar trampas ideológicas que sólo resucitan los peores atavismos, no nos son ajenas. Acá se instalaron tempranamente, ayudadas tanto por el desencanto democrático que cebó la antipolítica, como por la bonanza petrolera. Una coincidencia propicia para fomentar la ilusión de que, vía inversión social, la revolución devolvería lo que la “democracia burguesa arrebató al pueblo”. Esa renta en apariencia inagotable fue salvajemente drenada para certificar el “éxito” del Socialismo del s.XXI.
Los resultados de tal gestión empañaron la bella propaganda, sin duda; y pusieron de bulto la ineptitud del gobierno chavista para garantizar bienestar o paz a la población en el largo plazo. Sin embargo, un ethos democrático consistentemente embestido por el poder, hoy no parece lo bastante restaurado entre quienes deberían adversar los modos de la intolerancia. Lejos de crecerse en el contraste, la impresión es que ocurrió lo contrario. La relación en el espacio público, la índole de la política opositora y su zigzagueante praxis, acabaron maleadas por estos colosales desarreglos.
Pero salir del sótano político -también eso dice lo reciente- no pasa por apostar al naufragio económico, ni por despojar a la población del poco oxígeno que procura tras años de inenarrable privación. Las sanciones sectoriales, en lugar de aniquilar políticamente al gobierno, terminaron empujándolo a buscar alternativas que le permitiesen superar el brete. Como antes se ha advertido, eludir sanciones es viable y cada vez más común en un escenario geopolítico que disputa la hegemonía a occidente. Las políticas de aislamiento con fines de coercing, constraining, signaling, más que forzar rupturas o habilitar cambios políticos expeditos, tienden a promover la creación de redes de cooperación entre regímenes autoritarios. Es lo que ocurrió con Venezuela y Rusia. Gracias a eso, la suerte del país luce más atada que nunca a los trágicos vaivenes del conflicto que desborda a Europa del Este.
Sí: nuestra encrucijada, como anuncia Phil Gunson, podría ser otra víctima de la invasión rusa a Ucrania. La dependencia del gobierno venezolano ya se traduce en estrafalario apoyo a las unilaterales, brutales razones de Putin para violentar a una nación soberana, aún a contrapelo de la alarma del mundo. Las contradicciones argumentales abundan, es obvio. Pero ante la amenaza a la supervivencia, ante la reducción de las vías de escape, aquello de verse en los espejos de la épica de David contra Goliat, de condenar la injerencia imperial o el fervor expansionista, pasa a un segundo plano. Al aumentar la incertidumbre, reina el más mezquino miedo.
Abordar esta vidriosa situación aconseja prudencia, sentido común, razón práctica. No torpezas. Si de persuadir se trata, los políticos deben calcular la leña que sacan o meten al fuego. A lo mejor cabe apreciar la oportunidad que se abre y replantear los términos de una presión que, por más que se profundiza, no logra sus cometidos. Una negociación que impacte con audaces incentivos las claves de esta nueva vulnerabilidad, que ahorre viacrucis a los venezolanos, luce necesaria y posible (la reunión entre James Story y los gobernadores de Zulia, Cojedes y Barinas abona a esa perspectiva). Aun cuando EEUU anunció penalidades “tan robustas” que no dejarán ilesos a los socios de Moscú, la amenaza global podría redimensionar la rendija local; más cuando hay claras mudanzas internas impulsadas por algunos de los que están en el poder. ¿No será hora de desterrar un círculo vicioso que sólo afila los colmillos de otro «período especial»?
@Mibelis