Sobre quién ha resultado vencedor en un país acogotado por el conflicto político, con un aparato productivo desmantelado, herido en su cuerpo social, atravesado por donde se le mire por la seña del empobrecimiento, no es fácil pronunciarse. Aun cuando “vencer” podría remitir al trance superado -mantenerse en el poder “como sea”, por ejemplo- lo cierto es que el balance de lo reciente es catastrófico para todos. Un compulsivo ejercicio de plantar banderas, en fin, mientras se apartan cadáveres. El gobierno que estira la liga del equilibrio inestable, la oposición desvaída y rota, la ciudadanía tan sufriente como exasperada: todos perdedores en una nación que se ha ido consumiendo a sí misma.
“La peor táctica es atacar a una ciudad”, avisa Sun Tzu. Lo decía sabiendo que cuando los ejércitos sitian ciudades, su fuerza se desgasta. Hoy también podríamos añadir que, a merced de esa disputa por la dominación, arrasar con el espacio de la vida civil acarrea graves pérdidas, siempre mayores que la ganancia. En coto asediado y drenado por la confrontación existencial, es obvio que “vencer”, en términos políticos -lo cual implica conquistar el interés de los más, convocar en torno a una causa- no es noción que encaje sin aprietos. Aun dando razón a Weber cuando afirma que el poder es de quien tiene “la posibilidad de imponer la propia voluntad sobre la conducta ajena”, la irreductibilidad de la autocracia en medio de una crisis de gran calado parece discutible. Sin favor popular, sin solvencia, sin capacidad de representación ni ciudad funcional que lo respalde, un liderazgo, lejos de vencer, fracasa redondamente.
Lo anterior pesa cuando las elecciones, incluso viciadas, siguen siendo fuente significativa de legitimidad y reconocimiento. Para quienes todavía esgrimen el discurso populista y polarizador del “ellos” contra el “nosotros”, contar con un “nosotros” tan enflaquecido no es precisamente fructuoso. Tampoco para una oposición democrática que trata de posicionarse como alternativa creíble, parece muy lógico prescindir de la visible acreditación de una sociedad dispuesta a acompañar sus propuestas. ¿Quién puede mentarse ganador en tales lides? ¿No es acaso un liderazgo sin audiencia, un liderazgo que sólo se habla a sí mismo, el mayor de los contrasentidos?
Esa ciudad, esa comunidad política reducida a ruinas pide reconstituirse, física y espiritualmente. Tomando en cuenta que 64,8% de la población (Datanálisis/abril 2021) no se ubica en ningún polo y que esa des-identificación política se traduce en potencial desafección cívica, la espina se vuelve más corpórea. Acá la política, concebida no sólo como monda lucha por el poder sino como elemento de integración, podría resultar sanadora. Pero para ello es necesario que los políticos comprendan la importancia de impulsar un movimiento social robusto y favorable al cambio. Que comprendan, además, que ganar influjo en estas circunstancias supone conectarse efectivamente con las demandas ciudadanas, en ambiente de paradigmas cambiantes donde evolucionar, para no extinguirse, es obligatorio.
Para colmo, vivimos tiempos en los que la democracia parece haber perdido atractivo (para muestra, el chusco botón de la elección peruana: allí, el “factor miedo” al que recurrieron ambos candidatos, desbancó el discurso de la reunificación, del reconocimiento del otro, el compromiso con lo plural). En ese contexto, los venezolanos enfrentamos un desafío todavía más arduo. Frente a la privación más básica, el despojo de la mediación virtuosa de las instituciones o la desmoralización por el “éxito” de la regresión autoritaria, un plan de democratización pacífica podría mostrarse elusivo. Habitamos un cortijo infectado por la desconfianza, sí, donde germina la idea de que lo que toca es habituarse o huir. Justo allí, no obstante, es vital sembrar la certeza de que, para ganar, hace falta luchar, con renovados modos y focos. Luchar, sobre todo, contra los intransigentes que desde todos los flancos se esmeran en patrocinar la dejadez, la queja sin destino, la anulación del sujeto político: el no-ser.
Debilitar al autoritarismo de distinto pelaje es condición que signa la transformación democrática. Para eso será bueno apartarse de “la demagogia de los ángeles”, Kundera dixit; entender que el bien “no requiere que los ángeles lleven ventajas sobre los diablos… sino que los poderes de ambos estén equilibrados”. Sabiendo que existen moderados en cada sector, por tanto, la idea es dar volumen a sus voces. La pérdida de apoyo militar, la calamidad económica o la derrota electoral a veces aceleran la salida de una autocracia, como recuerda Abraham Lowenthal; pero tales traumas sólo abonan a la mudanza cuando sectores claves del gobierno toleran o incluso apoyan los llamados de apertura que hace la oposición. Algunos indicios de eso se están haciendo evidentes, de hecho. Habrá que decir entonces que la mejor forma de vencer será convincĕre, con-vencer: esto es, “vencer con” otros, y plenamente.
@Mibelis