Para bien o para mal, las profundas alteraciones en la dinámica de intercambio social que -entre otras variables- ha introducido la revolución digital, se palpan en la creciente aspiración de horizontalización de la política. He allí un espacio tocado por lo humano, demasiado humano, expuesto sin blindajes a la crítica diversa, fatigosamente caótica, incluso, pero representativa de lo plural; donde impera la obsolescencia vertiginosa de ideas, donde nada dura demasiado y poco parece digno de archivarse o suscitar lealtades, a menos que demuestre su relevancia práctica o simbólica. No extraña entonces que la política hoy tienda a terminar acribillada por el desencanto. Sobreexigida, además, por ciudadanos cada vez más resueltos a intervenir directamente en las decisiones que los afectan, cada vez menos dispuestos a ser arreados o silenciados por conductores infalibles que, una vez en el poder, prescinden de la conveniencia de contrastar sus decisiones. De nuevo: para bien o para mal, ese importante cambio cualitativo en la construcción de un nuevo sujeto político marca los pulsos de una redefinición del liderazgo y su función representativa. Por tanto, los de una política que se complejiza, que entra en contradicción con los paradigmas de la modernidad sólida, afectando las nociones de representación, democracia y participación popular.
A pesar de una anomalía tenaz, del afán de centralidad de la dirigencia, del socavamiento de la cultura democrática o de los atavismos y rigideces que nos retrotraen a terrenos, fórmulas y modos de la prepolítica, en el caso de Venezuela esa liquidez de los tiempos también está presente. Habría que observar, igualmente, que la inestabilidad económica ha abierto las puertas a una revisión del papel y alcance del ciudadano en un marco de incertidumbre galopante, de crisis del Estado benefactor y desamparo institucional. Un proceso atado a esa clase de complejidad que, según Niklas Luhmann, signa a una sociedad carente de centro como es la sociedad moderna, favoreciendo la interdependencia pero a la vez estimulando la individualización y la autonomización.
La intervención de la economista Claudia Curiel en el foro “Descifrando el futuro político, Venezuela 2023-2024”, invita a aguzar la mirada en ese sentido. El modelo económico venezolano está en transición, advierte. Otras transformaciones están coincidiendo con este giro crucial que, a su vez, entraña una evolución en la mentalidad, un profundo reajuste cultural. Menciona el paso del Socialismo del Siglo XXI a otro tipo de modelo político, que aún no termina de definirse; la superación de la crisis humanitaria compleja; los inéditos rasgos de la Venezuela post-petrolera, las dinámicas adaptativas que impone el mundo post-Covid. Finalmente, la emergencia de la Cuarta Revolución Industrial (Klaus Schwab, 2016) en un mundo en el que los sistemas de fabricación virtuales y físicos cooperan de manera flexible a nivel global, con una velocidad, alcances e impacto sin precedentes.
Lo anterior habla de circunstancias que condicionan de forma dramática tanto la esfera de la política doméstica como la situación motivacional de los individuos. De incentivos y presiones a favor de medidas que nos encaucen hacia un modelo de desarrollo capaz de aceptar y gestionar el protagonismo del nuevo ciudadano; ese actor que opera desde el sector privado, forzado a buscar otra manera de interactuar con el poder, más relacional y cooperativa. En este punto, resuena la estremecedora expresión de Gramsci: “el viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer”… ¿Qué hacer entonces para que en el claroscuro no surjan los monstruos?
Un ajuste desordenado, incompleto y costoso; el peso de aspectos estructurales desplazando el análisis de los aspectos macroeconómicos, y una apertura drástica activando mecanismos de selección natural, -indica Curiel- con el consecuente menoscabo de sectores altamente vulnerables, configuran un cuadro de urgencias que acentúa la necesidad de pactos en aras de una gobernanza eficiente. Para el grupo en el poder, además, todas estas realidades incidiendo en un deterioro endémico en lo social, lo institucional y lo político, constituyen un desafío de cara al ciclo electoral 2024-2025. Se requieren compromisos con los hechos, en fin: no simulacros de transformación, no administración de la impotencia. A la luz de los dramáticos giros en la geopolítica, la firma del acuerdo en Barbados y la flexibilización temporal de sanciones norteamericanas, cobraría cuerpo la certeza de que la economía nacional debe entrar en una fase ágil y ordenada de ajustes, que permita su inserción estable en mercados globales. Algo que implicará atender y articularse con la irrupción de ese nuevo sujeto político en Venezuela: el autónomo, el ciudadano que percibe que la dependencia de la sociedad respecto al Estado podría estar replanteándose. Consciente, asimismo, de que su supervivencia y bienestar corren, en primera instancia, por cuenta del esfuerzo propio, siempre que disponga de un esquema de garantías institucionales-políticas y de acceso a las oportunidades que sea inclusivo y moderno, proclive al libre desarrollo de actividades productivas. Una coyuntura capaz de generar crecimiento, en fin, y en la que el infantilizador discurso populista pareciera no tener cabida.
Estar al tanto de esos fenómenos resulta vital en momentos en que también se están redefiniendo los alcances de la política interna, el perfil del liderazgo necesario para dar ese salto. Partidos políticos tradicionales que hoy trajinan con los destrozos acumulados durante años, que cobran las consecuencias de sus malas decisiones y de su resistencia al cambio con la desafección que las elecciones ponen de manifiesto, deberían sentirse especialmente interpelados. Urge tomar nota de procesos sociales actuales en los que la semántica moralista o benefactora se hace cada vez más imprecisa, y de cómo eso afecta las conductas y percepciones de un ciudadano en transición. Atender las necesidades concretas de una audiencia que hoy demanda otros abordajes, que no renuncia a la política pero que se percibe menos sometida a sus bandazos, exige, a decir de Curiel, “elevar la mirada para no caer en la trampa de las respuestas por el retrovisor”. Enfrentamos las particularidades de una era post-heroica, como la nombra Daniel Innerarity, signada por el fin del modelo del saber asegurado. Una en la que la figura del héroe solitario e inmune al cuestionamiento ya no calza, y debe ser amortizada cuanto antes para evitar que opere como traba para la transformación democrática.
@Mibelis