Cambio. Palabra mágica. La revisión del discurso de diversos actores políticos -en especial si hay agencia en un marco de competitividad democrática- seguramente ratificaría su popularidad. ¡Cambio! He allí el domicilio final, la oferta a la que todos se apuntan. Dulzura que mejora cualquier tímida expectativa. Desafío al determinismo y la inercia, sostén para el “coraje de ser”. Compromiso que da fe de la voluntad para desafiar las condiciones, por más atrabiliarias que parezcan.
“Cambiar”, además, comporta un rasgo existencial en la narrativa de sectores interesados en desplazar al bloque dominante. Mucho más si el contexto no facilita la clase de disputa por el poder que al procurar reglas claras, rompe el convencimiento relativo de continuidad autoritaria y despierta expectativas de cambio democrático (Schedler). Si lo que reina es la ausencia tanto de certezas institucionales como de esa incertidumbre que, según Lefort, prefigura lo democrático; si la norma es el abuso, la ineptitud, la vis caótica de toda revolución, “cambiar” elude el simple cliché para hacerse logos, significado sustancial. En tal circunstancia y lejos de diluirlo en el menú de sonoridades de un manoseado marketing político, dar sentido a ese salto resulta vital.
Pero tras años de brega sin logros sostenibles contra la pesadilla de la uniformidad, el poder ilimitado y la permanencia, la palabra cambio también se desgasta. Y se vacía y rearma, forzada por los hechos, para incorporar otros contenidos. Esa promesa que hasta hace unos años la mayoría asociaba a la limpia mudanza -evolución sin mayor complejidad que la llegada al poder de factores distintos al PSUV- se ha problematizado. El tiempo no sólo demuestra que el rival tiene más fortalezas y menos escrúpulos de lo que se esperaba, sino que no toda la oposición abraza la convicción de que el autoritarismo es la anomalía a revertir. Y que más de uno, bien sea por calculada instrumentalización o chapucera contorsión, evoca aquello que Sloterdijk endosa a la razón cínica: una marrullería obstinada y ambivalente que apela a la pureza de los fines para transferir a los medios una “irrefutable” legitimidad. Así, en nombre de abstracciones como la “lucha por la libertad”, nadie parecería estar obligado a excusarse por la estulticia en la acción, el esguince de la virtù o las incongruencias en el ideario.
Los fiascos no implican, claro, que la idea del cambio haya sido desalojada del imaginario social. O que la presión de la supervivencia reduzca los apetitos de los esperanzados a un inane “bel morir”. O que la crisis no siga restando popularidad a Maduro. La más reciente encuesta de Delphos capta el estado de la vieja aspiración: 57,4% cree “muy necesario” un cambio de gobierno, 26,7% lo ve “necesario”. El matiz reside en las visiones acerca de las vías para habilitar ese cambio. 36,9% dice que se logrará con “elecciones justas/votar”, mientras que opciones como “Intervención militar” (2,9%), “salir a la calle/protestar” (2,1%), “orar, pedir a Dios” (0,5%), que las “organizaciones internacionales saquen a Maduro” o “exigir la renuncia” (0,4%) ocupan escaños inferiores y mucho menos robustos.
“Luchar sin correr muchos riesgos” (33,8%) podría ser la expresión dramática de ese viraje. Lejos de las pulsiones que hicieron fiesta en 2019, la realidad deja su descortés pisada en la expectativa. El autoengaño ya no es lo que modela la espera. Así, a contravía del punzante deseo, 78,6% cree que lo más probable es que haya elecciones regionales y que Maduro siga en el poder. Una percepción susceptible de ser capitalizada en lo electoral, pero que no necesariamente tiene correlato en la confianza que debería inspirar el liderazgo. La asimetría entre anhelos y recursos prevalece: la mayoría apuesta a un cambio por vía pacífica, pero al mismo tiempo cunde el recelo respecto a la eficacia e idoneidad de los pilotos de esa transformación.
Un discurso sin ethos, sin fe en el emisor: el menoscabo que a nadie debería asombrar. Sin embargo, y aun cuando sectores vinculados al G4 no dicen si participarán o si habrá alianzas que blinden una eventual representación, el ánimo de pre-campaña sigue su curso. Mientras pesa el mutismo de las cúpulas, bases y candidatos azuzan la opinión, ponen a circular arengas, cuñas, consignas. Y de nuevo resurge allí la invocación al cambio democrático: una Venus liberada de su estado de coma inducido.
¿Qué garantiza que la calidad de la promesa guardará relación con la naturaleza de los medios disponibles? Ya veremos. Aun cuando cuesta creer que el 21N sorteará los costos de tanto desvío, si el modesto logro se proyecta como parte de un proceso que abone a la no-regresión, puede que haya razones para el cauto optimismo. Eso sí: dependemos también del mecanismo que hay que poner en marcha para que algo pase “de la representación al acto”, como lo describía Nietzsche. “Ante todo, son las obras. Es decir, ¡ejercicio, ejercicio, ejercicio! La “fe” que necesitamos se nos dará por añadidura”.
@Mibelis