Recientes declaraciones de Elliot Abrams dan al traste con una temporada signada por la descomedida siembra de ficciones. Al calificar como “realismo mágico” a la propuesta de una Operación internacional de Paz y Estabilización que lanzó un sector opositor proclive a las salidas de fuerza, pone inopinado cierre a un capítulo que comenzó a escribirse hace meses. “No creo que eso sea una respuesta sensata”, dice ahora el “halcón” republicano, en implacable ejercicio de realismo político. Por si fuese poco, también descartó la extendida tesis de nuestra excepcionalidad: “muchos países alrededor del mundo han enfrentado una situación similar a la de Venezuela”. (Sí: y esa novela verídica que es la historia, como la describió Paul Veyne, es muy ilustrativa al respecto.)
Sin duda, fue propicia la intervención de ese helado escalpelo, extirpando mitos cuyo auge sólo ha desvirtuado la gesta de los demócratas y reagrupado a los déspotas. Pero también es llamativo que poco o nada se comente acerca de la sobreventa de expectativas que en su momento hicieron de la narrativa opositora un terreno fértil para la más extravagante especulación. Ah, y la más descaminada inacción, dicho sea de paso; deriva que condujo al raquitismo, a la impotencia, al atasco en el que hoy se sumen las fuerzas democráticas.
“Realismo mágico” -por fantasioso- encaja Abrams. El mismo personaje al que militares y funcionarios del régimen venezolano supuestamente implicados en los eventos del 30A, le apagaron sus teléfonos. El mismo que en 2019 predijo que en un año haríamos “la autopsia del régimen de Maduro”. El desahogo deja a muchos desorientados, tanto devotos como escépticos. Porque, precisamente, si algo define con justicia los tiempos de la “amenaza creíble” y las diligencias a favor del “quiebre”, es la tendencia a dar la espalda a la evidencia, a menospreciarla y sustituirla con esa lectura apócrifa de los hechos que nos puso a descontar horas para el desenlace hollywoodense. Lo “real” no parecía entonces potable si no incluía consecuente dosis de adivinación, de mariposas amarillas a destiempo o niños que sólo aparecen con la lluvia. Fue esa suerte de “negación poética” de la realidad –Uslar Pietri dixit– lo que nos puso a vivir entre el deseo y la fe, como si sólo eso hiciese falta para reconquistar la democracia perdida.
A merced de la embestida del miedo-esperanza, incluso la ecuanimidad de los más lúcidos puede sufrir menoscabos. Los sesgos han deconstruido la verdad fáctica, la volvieron un laberinto “invisible, incesante” como el que vislumbró J.L. Borges (“yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective”). Tras años de muchas pifias y auto-indulgencias pero poca disposición a reconocer el error, las señales precisas del entorno de pronto dejaron de ser suficientes.
“Realismo mágico”, “plan B surrealista”, endilga hoy Abrams, con mucha razón. El 23 de enero de 2019, sin embargo, y ante la pregunta “¿está considerando una intervención militar en Venezuela?”, el propio Trump faroleaba: “all options are on the table”. Algo que, remachado en nítido español y junto con el mantra de los 3 pasos, se hizo leitmotiv de una dirigencia que en Venezuela acabó prohijada por el gobierno norteamericano.
La idea de que la opción de fuerza no estuviese descartada en el caso venezolano, no obstante, nunca lució muy viable ni coherente con el discurso que siempre han esgrimido otros aliados del mundo libre. Buena parte de los países agrupados en la UE o el Grupo de Lima se mostraban más pragmáticos, proclives al “soft power” y abiertamente comprometidos con soluciones políticas. De allí las sospechas de que tal garrote en tiempos poco favorables a “guerras necias” y dispendiosas –como más tarde las calificó el jefe de Estado norteamericano- no pasara de ser un “bluff” del exuberante populista. Eso nos susurraba el sentido común, claro. Pero no el sesgo de confirmación, atajando la desilusión precoz, la angustia casi tribal, dando cuerpo a la ilusión de ser rescatados por lo que parecía un resuelto titán en campaña contra “la troika de mal”. Y aunque en 2020 la opción militar no volvió a figurar en los discursos del candidato a la reelección, acá el wishful thinking siguió haciendo atractivo el relato de una nueva Guerra Fría que todavía se cuece en las dañosas trincheras del radicalismo.
Tras jornada signada por el intermitente ultimátum, por la creencia de que el «cese de la usurpación» era un hecho y que las sanciones pondrían al gobierno contra las cuerdas, acá estamos, recogiendo astillas, sin fuerzas ni influencia hacia lo interno para empujar cambios relevantes. El globo de expectativas que ayudaron a inflar algunos aliados hoy es pinchado por ellos mismos: la realidad no es mágica, sino odiosa. Tampoco el panorama que plantean unas elecciones parlamentarias despeja la interrogante sobre el futuro inmediato, pues toca admitir que esa es una arena donde el descrédito impulsado por los adictos a la ficción ha hecho colosales desguaces. A sabiendas de que el tiempo está cobrando la equivocación, cabe preguntarse: ¿cómo recuperar la confianza y la autonomía perdidas?
Quizás lo primero es fijarse bien en la mesa y aceptar que allí ya no cunden las opciones. Que a contravía de ese “realismo mágico” que secuestra nuestra cognición, lo razonable es buscar formas de reconectar con eso que Maquiavelo llama la verdad efectiva de las cosas; una que permite identificar fortalezas y oportunidades, compensar limitaciones o moverse responsablemente frente a amenazas genuinas. No sucumbir ante la obcecación requiere desaprender para aprender otra verdad, con valentía y serenidad. Y es que está visto que a punta de desesperación acabaremos no sólo desarmados por el falaz “deus ex machina”, sino multiplicando las calles ciegas.
@Mibelis