Con el fin del período de gracia de las licencias petroleras en puertas, es fundamental hacer un balance claro. Estas licencias no solo permitieron el suministro de crudo: ofrecieron a EE.UU. supervisión operativa y financiera directa sobre una porción sustancial de la producción venezolana, bajo un esquema transparente, regulado y monitoreado contra la corrupción, alineado con estándares occidentales.
Este marco no solo fue estratégico: fue eficaz. Contribuyó a estabilizar sectores clave de una economía colapsada, reactivó clústeres productivos privados, generó empleo formal y redujo los flujos migratorios primarios..
Estas mejoras, por supuesto, no resolvieron los profundos problemas estructurales del país. La pobreza, el deterioro institucional y la crisis de servicios siguen presentes. Pero la reapertura controlada de operaciones privadas impulsó la actividad económica, reactivó decisiones de inversión y generó una percepción de avance. Todo eso redujo la presión migratoria.
Ahora, ese progreso está en riesgo.
La reciente decisión de EE.UU. de suspender la capacidad de las empresas privadas para operar o pagar al gobierno no ha provocado, ni provocará un colapso productivo. Lo que provoca fue un giro acelerado hacia China.
PDVSA, tras años operando en redes informales, acrecentó su logística paralela. Los buques de Chevron se detuvieron, y fueron reemplazados por cargamentos hacia Asia a través de canales opacos. Con una novedad: ahora negocian con menores descuentos, lo que refleja mayor demanda y mejor poder de negociación en esos mercados.
Pero este giro va mucho más allá del petróleo
Venezuela ha lanzado un viraje de fondo hacia Beijing: visitas extendidas de su vicepresidenta, rehabilitación de refinerías junto a firmas chinas, presencia de altos ejecutivos chinos y reuniones entre Xi Jinping y Nicolás Maduro en Moscú.
China está ocupando el espacio estratégico que EE.UU. está dejando vacío. Y no solo en petróleo: también en minerales raros como estaño y tantalio (claves para las industrias tecnológica y de defensa), en telecomunicaciones (con CANTV y Huawei), y en sectores de infraestructura, transporte y automatización digital.
La pregunta ya no es si aplicar más presión, sino si EE.UU. está dispuesto a ceder su influencia estratégica por una política emocional que no ha producido resultados.
La doctrina de “máxima presión” ha mostrado límites evidentes. No logró transición política. Lo que sí ha hecho es cerrar canales de interlocución, empujar a los gobiernos sancionados hacia potencias rivales y debilitar la capacidad futura de Occidente para negociar avances democráticos o humanitarios.
Pero existe una alternativa
EE.UU. puede optar por una estrategia de compra inteligente de petróleo venezolano, producido por un sector privado en expansión, operando bajo estándares occidentales de transparencia y supervisión. Esto no solo aprovecharía la cercanía geográfica y los precios competitivos de Venezuela: también reforzaría la seguridad energética de EE.UU reduciría su dependencia de fuentes adversarias y generaría mejores condiciones para la estabilidad regional. Estabilizar a Vzla no es una concesión política. Es un activo geopolítico, un amortiguador migratorio, una herramienta de negociación y un mecanismo evidente para impedir que sus adversarios tomen los espacios y ventajas que están entregando. Ayuda además a preservar la capacidad opositora interna, impide que Vzla se convierta en un enclave autoritario hermético y mantiene la relevancia de EE.UU. en uno de los territorios más estratégicos del continente.
El problema no es castigar. El verdadero problema es qué estrategia produce mejores resultados. Y la respuesta no está en repetir fórmulas que ya fracasaron. Está en construir un enfoque pragmático que recupere influencia, restaure capacidad negociadora y redefina la relación EE.UU.–Venezuela desde la presencia y la inteligencia estratégica.