La posmodernidad es un concepto confortativo, crítico, de crisis. No necesariamente malo o bueno. Viene a cuestionar desde sus debilidades, a las definiciones que el mundo caracterizaba como “saberes” o definiciones terminadas o incuestionables desde la razón de sus métodos al construirlos, bien sea desde al ámbito científico o del modelo ético que, queriéndolo no, constituían una forma de conocer al mundo cultural –dominante o por lo menos consensuada como valores establecidos con cierto grado de validez vivencial.
La sociedad cambia, producto de todos los adelantos y dinámicas. El ser humano ante la crisis incesante del vivir, se auto-percibe desde sus limitaciones ante las cuales busca narrativas alternas a lo construido que le proporcionen una libertad que lo rescate de su sufrir. Ante esta tendencia aparece el pluralismo como valor relevante, el cual se manifiesta desde una interpretación funcional, contextual o pragmática, que usa como mecanismo de crítica la relativización de todo pensamiento dominante, para atenuar el rigor de sus efectos en la vida de quienes tratan de encontrar solución a su padecimiento existencial.
No es posible tomar de modo taxativo una posición ante la crítica posmoderna porque así como tiene rasgos negativos, también ofrece oportunidades de comprender situaciones injustas, aunque la postura que se asuma para combatir las inequidades conduzca hacia la creación de nuevos metarrelatos que redefinen o producen una ética incómoda para amplios sectores de la sociedad.
Para la religión este estado de crítica llamado posmodernidad supone grandes desafíos y oportunidades. En primer lugar, nos permite como creyentes identificar lo verdaderamente absoluto de nuestras convicciones como comunidad de fe, el profesor Alberto Roldán lo ilustra muy bien cuando dice que la posmodernidad nos invita a “no confundir el absoluto de Jesucristo con lo relativo de nuestro discurso sobre él; el absoluto del Evangelio con su policromía de vivencia en diferentes culturas”. No se trata en entonces de fijar como inamovible todo nuestro sistema de creencias, sino de saber qué es lo fundamental, lo que nos da esa gracia de salvación por medio de Jesús y qué es lo que la propia situación del creyente nos plantea desde su contexto o situación histórica determinante. La posmodernidad nos obliga a definir lo que es importante y lo que puede condicionarse desde la cultura del entorno al cual va dirigido el mensaje.
El gran desafío de la verdadera Iglesia es cómo combatir las tendencias teológicas posmodernas que causan mutaciones, mudanzas o alteraciones de lo que es bíblicamente fundamental, trayendo como consecuencias, irreparables frustraciones al creyente que padece con estas nuevas formas, en un sistema eclesial que confunde la convicción con intolerancia y, autoridad con autoritarismo.
Aquí es relevante también, entender el concepto de autoridad de las Escrituras, más allá del ámbito eclesial. Es decir, el debate no es entre la autoridad de la Biblia y las tradiciones; sino entre lo que es absoluto en la Biblia y lo que es dinámico en la historia, ¿por qué?, por cuanto es dinámico es igualmente cambiante en el devenir humano.
Por lo cual, toda iglesia posmoderna no es buena en sí misma, así como toda crítica posmoderna tampoco lo es. La Iglesia tiene lo absoluto en Jesús, en una historia de manifestaciones de Dios en el mundo y en su historia que nos conducen a Cristo. Ahora el cómo ese Cristo es predicado, sin perder lo absoluto de su mensaje y del Reino, supone una labor en la que, esclarecedoramente interviene el teólogo y la teología.
Es por ello que el diálogo con la cultura y las demás ciencias sociales es fundamental, Roldán nos deja una excelente conclusión; “sólo una teología que es fiel al Evangelio de Jesucristo puede ser la portadora del mensaje del Reino de justicia y paz, recreadora de la esperanza para un mundo en el que impera el desencanto”, porque como también nos enseña el autor; “el diálogo permanente con la realidad social, política, económica y cultural de nuestros pueblos, puede ser instrumento en las manos de Dios para el servicio del mundo”
El sufrir hace al hombre buscar respuestas, estas las halla en la crítica de los fundamentos establecidos que lo oprimen, pero Dios es amor y se revela en una opción por el oprimido desde todo punto de vista (pobreza, cautiverio, explotación). Entonces, ese Dios no puede acudir al rescate del desvalido sino desde su propia situación de opresión; bien sea económica, cultural, política o social.
Finalmente, el mensaje bíblico contiene valores inmutables y absolutos que es necesario preservar en todo mensaje, pero el receptor de este mensaje tiene entornos y condicionamientos que obligatoriamente requieren de adaptación contextual. La posmodernidad, en su rasgo positivo nos ofrece el mecanismo crítico de la relativización para redefinir los elementos de comunicación del mensaje atendiendo a la situación del receptor del mismo. Lo que es imposible, es que la adaptación contextual rebase sus límites distorsionando lo verdadero y absoluto del contenido de del mensaje comunicado: la revelación de salvación para el ser humano y su real contenido liberador de toda opresión.
(*) Abogado, mercadólogo, político y estudioso de la teología, Director de Comunicaciones Integrales Episteme