Este adjetivo se convirtio prácticamente en su apellido, todos lo conocíamos como Guillermo Fantástico González. Fantástico es aquello que no es real, lo que solo existe en la imaginación, pero también lo que es magnífico, excelente. Guillermo González dedicó su vida al mundo de la fantasía propio de la televisión y lo hizo siempre con un alto nivel de excelencia. Sus programas de calidad tuvieron siempre récord de audiencia, el peso que como figura televisiva había adquirido Guillermo, hacía que se produjeran con cuidado y esmero.
Se había incorporado a la industria de la televisión en su etapa inicial, desde aquellos lejanos tiempos de “Las aventuras Robert y Akela”, junto a Rebeca González y Orlando Urdaneta y de allí en adelante todo fue éxito en su carrera, ya había conquistado el corazón de los venezolanos con su ángel particular. Guillermo González fue siempre un personaje querido por la audiencia. Comenzó como actor y terminó convertido en uno de las grandes animadores de la televisión venezolana, lo cual es mucho decir, porque los hemos tenido muy buenos, fue, además, un empresario de notable éxito en el mundo del espectáculo.
Dos programas suyos quedan en el historial de nuestra televisión que algún día tendrá que escribir la fecunda pluma de Willy Mckey: “Viva la juventud”, un espacio en el que los distintos liceos de Venezuela competían en el terreno del conocimiento y el celebérrimo “¿Cuánto vale el Show?” un programa pionero en brindar oportunidades a nuevos talentos.
El Guillermo González que podíamos conocer fuera de la pantalla televisiva tenía también una personalidad de extraordinaria simpatía y carisma, no era otra persona, era el mismo ser humano amable y cordial. Estaba siempre sonriente, con esa risa particular suya tan contagiosa.
Llevaba la vida siempre con humor, con una gran facilidad para producir hilaridad en quienes le rodeaban, con sus ocurrentes comentarios. Acuñó frases pegajosas en un tiempo en que eso se consideraba como un emblema de éxito televisivo. Tenía un aprecio extraordinario por el valor de la amistad, que honró durante toda su vida. Ayudó a muchísima gente de diversas maneras, entre otras cosas, brindando a sus compañeros oportunidades de trabajo en el famoso teatro Chacaíto, por el que alguna vez pasamos todos.
Fue uno más de esa larga lista de canarios que hicieron de Venezuela su patria, en aquellos tiempos en que nuestro país representaba un mundo de posibilidades para los inmigrantes que huían de sus respectivas pobrezas y dictaduras -como hoy nos toca hacer a nosotros- y hallaron en Venezuela la libertad, paz, esperanza y progreso que hoy tanto echamos de menos.
Su partida inesperada nos ha sorprendido a todos, como diría Borges: “¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo, nos hemos despedido?”. Creo que al final de una existencia bien vivida, como la que él tuvo, lo bonito es que te recuerden con cariño tanto tus compañeros cómo la gente de tu tierra. Buen viaje, “fiera”. Gracias por tu fantástica vida. ¡Por tu show: nuestra eterna admiración!