Se puede discutir sobre la calidad del humor, acerca de su buen gusto, en torno a la pertinencia o no de un chiste o, incluso, en relación con los límites que este sobrepasa, pero no cabe ninguna duda de que la persecución al humor termina por magnificar sus efectos y logra que el chiste se difunda con mucho mayor fuerza o, dicho en términos de TikTok, se viralice.
Y si se le exige rectificación, mucho peor va la cosa (o mucho mejor, según se mire), el impacto es todavía más grande, porque el espectador se ve en la obligación de recurrir al referente que la motiva y como del poder siempre se sospecha, termina creyendo que si se ha obligado a dar marcha atrás a una broma, por pesada que esta sea, algo de verdad encierra.
En las sociedades democráticas, perseguir al humorismo, produce el catastrófico efecto adicional de poner en entredicho la vigencia del Estado de derecho en uno de sus valores fundamentales: la libertad de expresión, cosa que no sucede en las dictaduras, donde quienes la padecen –entre ellos los humoristas–, saben con certeza que dicha libertad nunca será respetada. Por tal razón, en las dictaduras, el humorismo tiene que desarrollar el ingenio de manera especial para expresar con alegorías, juegos de palabras, metáforas e ironías, aquello que no se puede decir abiertamente.
El único terreno en el que un humorista puede adversar con ventaja a una dictadura es en el de la inteligencia. Así pues, contrariamente a lo que podría pensarse, las dictaduras, lejos de acabar con el humorismo, lo vuelven más afilado y punzante, porque a veces este se convierte en una de las pocas posibilidades de resistencia. Por esta razón, los chistes demasiado evidentes, con nombre y apellido del destinatario, serán perseguidos con mucha mayor contundencia, porque son estos los únicos casos en que sí los entienden. En dictadura, pues, el humorismo, cuya esencia es la espontaneidad impredecible, debe ejercerse con cuidado para sortear la represión y la censura.
La persecución de la risa tiene una larga historia, desde la antigua Grecia hasta la época actual, pasando por todo lo que está en el medio: Roma, Medioevo, monarquías absolutas y Revolución Francesa. Con la llegada de los totalitarismos del siglo XX, obviamente el humor fue perseguido y censurado. Los comunistas veían con buenos ojos al humorismo y su rol en la lucha política hasta que conquistaron el poder en Rusia, entonces llegaron a la conclusión que este no tenía ningún sentido en un régimen perfecto. De modo que los humoristas eran directamente internados en los manicomios, pues consideraban que solo un loco podía criticar algo tan maravilloso como el comunismo. Tampoco al fascismo le agradó el humor, como era de esperarse. En la Alemania nazi, a partir de 1934, se prohibió la difusión de comentarios maliciosos, lo que, obviamente, incluía al humor.
En 1943, una trabajadora fue condenada a muerte por contar el siguiente chiste: «Hitler y Göring están de pie, en lo alto de un radiotransmisor. Hitler dice que quiere dar a los berlineses un poco de alegría. Göring le replica: “¿Entonces por qué no saltamos desde la torre?”». Creo que la sentencia fue, «¡qué curioso, qué extraño y qué coincidencia!», como diría Ionesco, por incitación al odio.
Dejamos aquí estas reflexiones acerca de la persecución del humor, las cuales, valga la aclaratoria, no están motivadas por ninguna situación en particular, sino que expresan una reflexión general sobre el tema. Y me gustaría finalizar diciendo que, al mismo tiempo que las consigno, me retracto de ellas.
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