La semana pasada el economista y psicólogo liberal Michael Shermer preguntó a Bill Gates, junto con Warren Buffett el hombre más rico del mundo, por qué el mercado monetario no podía autorregularse sin necesidad de contar con un banco central.
Según cuenta Shermer, Gates respondió: «Eso no funcionaría, necesitamos a la Reserva Federal para evitar movimientos extremos en la inflación y la deflación». Curiosa manera de justificar la existencia de ese banco central, que desde su creación ha hecho perder al dólar más del 95% de su valor.
Ya ha pasado casi un siglo desde que el nacimiento de la Fed, y hace mucho más que otras naciones occidentales, como Inglaterra, cuentan con sus propias entidades emisoras. Nos hemos acostumbrado a pensar que el dinero es un monopolio natural del Estado, y no concebimos cómo sería un mundo en el que la acuñación de moneda fuera libre y no existieran las leyes de curso forzoso. Pero lo cierto es que EEUU ha vivido la mayor parte de su historia sin banco central, y quien dice EEUU dice Canadá, que sólo lo tiene desde hace 80 años.
Las razones que suelen aducirse a favor de que el dinero siga siendo un monopolio público no están demasiado claras –basta ver las que utiliza Gates–, sobre todo si tenemos en cuenta que vivimos en un mundo en el que hay –en muchos lugares– libertad de capitales y en el que no existe un banco central global (tampoco una ley de curso forzoso universal). Cualquier ciudadano español puede abrirse hoy cuentas corrientes en dólares, formalizar un contrato de compraventa internacional pagadero en libras y contratar una hipoteca en yenes.
No parece, pues, que argumentos tan simplistas y frecuentes como el de que la pluralidad de medios de pago incrementa los costes de gestión y transacción de la unidad monetaria tengan especial relevancia en la actualidad.
Otro motivo que suele aducirse a favor de los bancos centrales –un motivo que parece más sensato– es la necesidad de que haya un prestamista de última instancia al que puedan acudir los bancos para descontar sus activos y proveerse de liquidez. En este sentido, la experiencia estadounidense suele ser descrita como paradigmática: hasta que se estableció la Fed, los pánicos bancarios estaban a la orden del día.
No voy a ser yo quien me oponga a la idea de fondo que contiene ese razonamiento. Sin embargo, la defensa que suele hacerse del mismo peca de simplista y errónea. Primero, porque tampoco queda muy claro que la Fed haya conseguido estabilizar el sistema bancario estadounidense, como bien ilustran la Gran Depresión y la crisis actual. Segundo, porque tampoco está claro que en el s. XIX, cuando los bancos centrales eran menos habituales, hubiese más pánicos bancarios que en el XX. El economista e historiador Charles Calomiris sostiene más bien lo contrario, esto es, que el número y la intensidad de las crisis bancarias es mayor en la actualidad que hace 100 años; lo cual, si bien no demuestra per se la superioridad de los sistemas que no se dotan de un banco central, sí pone bastante en duda la supuesta capacidad estabilizadora de nuestros bancos centrales. Tercero, las crisis bancarias estadounidenses del s. XIX estaban más relacionadas con las draconianas regulaciones bancarias que con la ausencia de un banco central; así, los bancos no podían abrir sucursales en más de un estado (y muchas veces ni siquiera dentro del mismo estado), y sólo tenían permitido emitir dinero contra deuda pública: lo primero provocaba una concentración de los riesgos y lo segundo una profunda incapacidad para gestionar los medios de pago que necesitaban los agentes económicos. Y cuarto: Canadá no padeció una sola crisis bancaria… hasta que se dotó de un banco central.
Cada vez tengo más claro que hay que desmitificar, para bien y para mal, la naturaleza de los bancos centrales. Un banco central no es más que el banco de los bancos (y en muchas ocasiones también el banco del Estado); su papel es muy necesario (como cámara de compensación interbancaria, como depósito centralizado de las reservas del país y como prestamista de última instancia), pero no tiene por qué desempeñarlo el Estado, ni siquiera es necesario que lo desempeñe un banco privado en régimen de monopolio. Si se desnacionalizara el dinero, como proponía Hayek, muy probablemente tendríamos diversos bancos de bancos compitiendo entre sí, incluso en un mismo territorio.
Es más: en cierta medida, en todo sistema bancario se desarrollan las funciones que en nuestras economías concentra el banco central. Siempre ha habido bancos que actúan como depositarios de otros bancos, a los que éstos acuden para obtener liquidez en momentos puntuales (incluso hoy tenemos un intensísimo mercado interbancario); dentro de éstos, la nota distintiva de los centrales era que se encontraban en el centro del sistema financiero, en aquellas urbes donde se realizaba la mayor parte de los pagos, es decir, donde tenía más sentido disponer de reservas de dinero.
Personalmente, no le veo ventajas a un banco central monopolístico frente a un sistema de bancos centrales privados en competencia, y sí, en cambio, muchos inconvenientes. Los bancos privados tienen fuentes incentivos para emplear sus reservas en descontar los activos líquidos de los bancos comerciales en caso de necesidad, de modo que no tendrían por qué producirse restricciones artificiales del crédito; de hecho, con varios bancos de bancos en competencia, ante un pánico bancario algunos podrían optar por restringir el crédito, mientras que los otros podrían elegir incrementar sus descuentos. Una variedad de opciones que no existe en los regímenes de monopolio, donde la política sólo es una y nada impide que, contrariamente a lo que recomendaba Bagehot, sea una política de restricción del crédito al buen papel comercial.
Por consiguiente, ¿qué nos queda para defender la existencia de un banco central monopolístico? La verdad es que no mucho. Se me ocurren dos argumentos… que en realidad son el mismo: por un lado, el banco central tiene que facilitar el cumplimiento de ciertos objetivos macroeconómicos, como la reducción del desempleo y la estabilidad de precios; por otro, los bancos centrales privados podrían no estar interesados en prestar a los deudores ilíquidos o insolventes, cuando esto puede ser necesario ora para expandir la economía, ora para aplacar un pánico.
Como digo, esta última intentona pasa por defender que el banco central no se guíe únicamente por consideraciones económico-empresariales, sino por criterios políticos: a saber, que habrá ocasiones en las que sería necesario inflar artificialmente el crédito en perjuicio de la liquidez del banco central, y, como es lógico, las empresas privadas no tendrían incentivos para hacerlo.
Sin embargo, me temo que precisamente ésta sea la razón más importante para abogar por la… eliminación de los bancos centrales. Los bancos privados, en ausencia de paracaídas y colchones estatales, tienen, como digo, fuertes incentivos para preservar su liquidez. Es la aparición del banco central público y de sus préstamos indiscriminados a todo tipo de bancos, con independencia de la calidad de sus activos, lo que favorece que los segundos se sumen a la orgía de expansión del crédito sin respaldo de ahorro real, origen de los ciclos económicos en las sociedades capitalistas.
No existen beneficios económicos en el hecho de que el banco central provoque una inflación del crédito, pues la dilución del valor de las deudas perjudica a los acreedores y el estímulo artificial del empleo es sólo consecuencia de la iniciación de un ciclo económico que más adelante revertirá.
De ahí que el motivo último de que los bancos centrales continúen existiendo no sea otro que el deseo de intentar someter las leyes económicas a los caprichos políticos, la buena gestión al despilfarro y la ciencia a las supersticiones. Por eso hay que eliminarlos; no para que nadie haga lo que ellos hacen, sino para que desaparezcan las prácticas nocivas en las que ahora incurren y que en un mercado financiero verdaderamente libre nadie o casi nadie adoptaría por falta de incentivos.