Jaime Bayly: Yo, orgullosa yegua argentina

La última vez que lo vi a Macri fue en el restaurante Fervor de la calle Posadas, en Recoleta. Yo estaba tan escandalosamente obesa que Juliana me preguntó:

¿estás embarazada, Jimena? Le respondí: no, es puro tejido adiposo, pura grasa. Juliana, que es una dama, se sonrojó. Yo, que no soy una dama, que nunca pude ser una dama, y que llevo mi gordura con natural desparpajo, solté una risotada de foca que Mauricio supo acompañar. Antes de irme, pasé discretamente por la caja y pagué la cuenta de Mauricio y Juliana. No me dolió. Me sentí como la señora francesa canosa del Fondo Monetario, prestándole plata a Mauricio, solo que para mi desdicha no bailamos un tango allí en Fervor: nadie quiere bailar un tango con una gorda tan masiva como yo, solo Lanata me sacaría a bailar, fumándome en la cara.

Yo a los Macri los conozco de toda la vida y por eso estuve en el casamiento de Mauricio y Juliana. En rigor no me invitaron, pero llegué con aires de gran señora de la realeza británica, con sombrero de ala ancha, embutida en un regio vestido rosado, exhibiendo mis diamantes y mis perlas, con un reloj Cartier usado que le compré a Lanata en una fiesta de Alan Faena, y me colé, me zampé, entré como paracaidista diciendo que era la hermana mayor de Lilita Carrió. Fue una fiesta maravillosa, inolvidable, de la que tengo recuerdos muy vivos, a pesar de que me alcoholicé de mala manera. El gran momento de la francachela o el sarao fue cuando Mauricio, eufórico, se puso a cantar como Freddy Mercury, todas nosotras lubricadas, aplaudiéndolo con entusiasmo pueril, hasta que de pronto Macri se tragó el bigote postizo, literalmente succionó el bigote azabache de Freddy, que de pronto se deslizó a su boca, a su lengua y enseguida se enredó en la faringe o la laringe o la tráquea, e hizo que Mauricio se pusiera lívido, colapsara, cayera tendido sobre la tarima de baile, tratando de respirar en vano. Hubo gritos, chillidos, histeria, como hubo risas y aplausos de algunos tontorrones que pensaban que Mauricio estaba haciendo una parodia extrema de Freddy Mercury, simulando su muerte por ahogo. Por suerte un doctor amigo de Mauricio, el doctor Lemus, Jorge Lemus, comprendió la gravedad de la situación, se postró de rodillas al lado del novio acontecido, le abrió la boca bien abierta y, en cosa de segundos, metió una lapicera en la faringe o la laringe de Macri y trató de extraer el bigote peludo que no lo dejaba respirar, pero no lo consiguió, y entonces el doctor Lemus, muy listo, le dio un pedazo de pan a Mauricio y le pidió que lo tragara y así Macri se comió el bigote asesino de Freddy. ¡Qué susto nos llevamos, por Dios! ¡Casi nos deja Mauricio en el día más feliz de su vida! ¡Hubiera sido una muerte tan injusta como absurda y ridícula, morir imitando a Freddy Mercury, tragándose un bigote de plástico, de utilería! Años después, el doctor que le salvó la vida fue nombrado ministro de Salud, el que puso la música fue nombrado ministro de Cultura y el que pagó la fiesta fue nombrado ministro de Hacienda. Yo, como no soy nacida en la Argentina, como me naturalicé argentina porque tuve esposo argentino, fui nombrada cónsul ad honorem en Miami, y mi trabajo consistía básicamente en conseguirle canchas de golf a Macri cuando pasaba por Miami.

A Menem lo conocí en las canchas de golf del hotel Biltmore, en Coral Gables. Era un gran seductor. Todavía era presidente y podía parecer guapo. Yo no estaba tan mórbidamente obesa como estoy ahora: estaba rellenita, rozagante, y me sentía orgullosa de mis nalgas guerrilleras y de mis pechos como melones jugosos, en su punto, y ya me había divorciado de mi primer esposo estadounidense, porque él nunca se sintió a gusto en Miami, decía que era una ciudad frívola, chata, sin cultura, para adictas a las compras y las playas: ¡precisamente por eso me gustaba y me sigue gustando tanto Miami! Menem me comió con la mirada resbalosa, me devoró entera, me sodomizó con sus ojos acuosos de vendedor de alfombras usadas, me propuso tomar un trago en la suite Al Capone del hotel Biltmore, una suite que yo conocía bien porque allí le había sido infiel a mi marido estadounidense con un pujante billonario cubano que me poseía como si estuviera invadiendo la bahía de Cochinos. Si bien Menem me fascinaba, no me erotizó, no me calentó en modo alguno, no vi la más pálida posibilidad erótica en él, y por eso me excusé diciéndole al oído, casi susurrándole: Mil disculpas, Carlos, pero estoy descargando. Se lo dije en inglés, claro, y él no entendió ni papa, pensó que yo estaba con diarrea, cuando en realidad quise decirle que estaba con la regla, en mi período, y por eso prefería inhibirme. Pero le mentí, claro que le mentí, porque yo nunca me he ido a la cama con un hombre que no me resultase viciosamente atractivo.

A Kirchner lo conocí saliendo del programa de Mariano Grondona cuando Néstor todavía no era presidente, pero ya era rico y tramposo. Mariano me había invitado a su programa para hablar de un libro que yo había escrito, contando básicamente cómo fui muy puta desde jovencita, cómo descubrí mi vocación de hetaira, de meretriz, de buscona, cosa que a Grondona al parecer le picó la curiosidad. Para mi desdicha, estaba Kirchner sentado aquella noche a la mesa de Grondona. Yo no sabía a qué ojo mirarlo a Néstor, si al ojo bueno que era el que usaba para mentir, o si al ojo avieso, torcido, que era el que usaba para robar. Decidí mirarlo al ojo malo y no me fue mal porque era el más auténtico de sus ojos, el que revelaba su condición de mafioso. Era muy alto Néstor y tenía la piel como translúcida y hablaba seseando y lanzando salivazos sin querer. Yo pensé jolines, debí traer paraguas y sobretodo para hablar con este tuerto croata que es más malo que su ojo malo. En medio de aquella lluvia de seseos salivales que lanzaba Kirchner, de pronto Mariano me sorprendió: ¿Qué le preguntarías a Néstor Kirchner, querida Jimena Barclays? No me llamó como me llamaba en privado, en su casa de Barrio Parque, cuando yo le llevaba empanadas y masitas: allí Mariano me llamaba Beba, pero en la tele me llamó Jimena. Yo me quedé tiesa, helada. Miré fijamente a Néstor en el ojo malhadado, supe que me jugaba la vida si era demasiado insolente o insidiosa y le pregunté, haciéndome la pícara: Si tuvieras que viajar y dejar a tus hijos adolescentes en casa de uno de los candidatos rivales, ¿los dejarías en casa de Menem o en casa de López Murphy? Grondona sonrió y me miró los melones con aire profesoral, como si fuesen Sócrates y Platón dialogando tras el sostén. El tuerto malo sonrió de un modo esquinado, patibulario, tragó un hilillo de baba y respondió, astuto: Los dejaría en casa de su abuela. Todos nos reímos, claro, pero después Menem me llamó y me dijo molesto que yo me había entregado como una ramera a Kirchner y que no debí festejarle tanto su respuesta. Cuando Menem se retiró del ballotage en aquella elección, lo llamé ofuscada y le dije que me parecía muy mal que sabotease la elección solo porque estaba condenado a perder. Desde entonces no hablamos más. Con López Murphy seguimos teniendo una amistad. Cada cierto tiempo yo le mandaba remeras amarillas, toallas amarillas, corbatas amarillas. Hasta que un día me llama Ricardo y me dice: Jimena, déjate de joder, ya no me visto de amarillo, me tenés podrido con tus regalos amarillos.

Yo me casé con un político republicano en Washington y fui muy desdichada porque descubrí ya tarde que mi marido era gay en el clóset y se había casado conmigo solo para trepar políticamente y para disponer de mi vasta riqueza patrimonial, una fortuna que heredé de mis padres, sobre todo de mi madre, que aún está con vida, pero que ya me donó una porción abultada de su hacienda personal. Dicho crudamente: mi marido no me amaba, pero necesitaba mi compañía y mi fortuna. Estuve casada con él largos siete años que fueron una tortura, una travesía por el desierto. Nos éramos infieles mutuamente: él con muchachos que alquilaba con mi dinero, yo con jóvenes que alquilaba con mi dinero. Es decir: los dineros de mi amada madre solventaban nuestra vida sexual clandestina. Un buen día me harté del mamarracho de mi marido, me divorcié de él (me había casado con separación de bienes, por supuesto), me mudé a Miami, a la isla de Key Biscayne, y me juré que en mi próximo matrimonio sería feliz.

Mi segundo esposo era argentino y vivía en Miami sin papeles, en situación de indocumentado, de ilegal. Era masajista en el spa del Ritz. Me hacía masajes dos veces por semana. Era alto, flaco, fibroso, musculoso. Había estudiado para entrenador físico, había sido jugador de rugby, estaba estudiando para instructor de yoga. Solo escucharlo hablar como argentino me erotizaba. Y yo quería ser argentina, quería casarme con un argentino, postular a la nacionalidad argentina y naturalizarme ciudadana argentina. Conozco a muy poca gente que, como yo, ha soñado con tener el pasaporte argentino. Por lo general es al revés: argentinos que sueñan con tener pasaporte español, pasaporte italiano, pasaporte estadounidense, pasaporte canadiense. Pero yo, que ya era británica por mi padre y estadounidense por mi primer marido, soñaba con tener pasaporte argentino. Por su parte, mi masajista argentino, como estaba de ilegal en Miami, quería regularizar su estatus migratorio y por eso estaba desesperado por casarse y sacar el pasaporte de los Estados Unidos. Nos casamos por amor, cómo no, pero también por el asunto de los pasaportes, el trueque de las nacionalidades: él me hizo argentina, orgullosa yegua argentina, y yo lo hice estadounidense, temeroso ciudadano estadounidense porque no hablaba ni papa de inglés y por eso tuve que sobornar al oficial de migraciones para que le aprobara el examen de ciudadanía.

Mi marido argentino era bueno y rendidor en la cama, pero un asno para aprender inglés y, tan pronto como se volvió ciudadano de los Estados Unidos, se me plantó como un camello sediento en el desierto, dejó de machacarme sexualmente como a mí me gustaba y se volvió mustio, inapetente, melancólico, contemplativo. Ya no me deseaba con el ardor de antes, ya no me cogía diciéndome improperios y procacidades, ya no quería trabajar como masajista del Ritz. De pronto se me volvió vago y mantenido, vago y narcisista, todo el día mirándose en el espejo, vago y llorón, todo el día diciéndome que extrañaba a su madre, que vivía en un apartamento precioso, al lado del hotel Costa Galana de Mar del Plata, que, huelga decirlo, faltaba más, yo le regalé a mi suegra, que era casi tan gorda como yo: cuando nos bañábamos ella y yo en las aguas turbias y heladas de Mar del Plata, las bañistas jóvenes, tan insolentes, nos llamaban Las Insumergibles, o Las Lilitas. Un día trágico, que recuerdo como si fuera ayer, mi marido argentino me llamó desde Mar del Plata y me dijo que no volvería más a Miami a vivir conmigo y quería el divorcio, así, a secas, sin anestesia. Después vine a enterarme de que me sacaba la vuelta con una señorita bataclana del teatro de revistas picarescas de Mar del Plata, cómo podía yo competir con ella. Nos divorciamos, fui generosa con mi marido argentino, lo dejé bien acolchado de dinero, y nunca más lo vi ni me descolgué por Mar del Plata.

Ahora, por la pandemia, llevo casi dos años sin ir a la Argentina, mi patria por adopción, y estoy desesperada por vacunarme y enseguida viajar a Buenos Aires y comer en todos los restaurantes de Recoleta y Palermo que tanto echo de menos. Iré apenas pueda. Entraré por Ezeiza con mi pasaporte argentino, claro está, y si veo a la señora Cristina, Madame Rencor, le haré un escrache estrepitoso y le preguntaré: ¿Eso que te ponés en el pelo es papilla de zanahoria o la vacuna Sputnik mezclada con Bloody Mary?

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