Quizá porque la pandemia les ha recordado que la muerte sobrevuela acechante como un buitre hambriento
Barclays, su esposa y la hija de ambos llevan un año y medio sin subirse a un avión. La última vez que abordaron un vuelo, hace quince meses, viajaron para pasar las Navidades en compañía de sus familias.
Fue un viaje despreocupado y risueño, sin mascarillas, sin la paranoia de contraer una enfermedad respiratoria en los aeropuertos o el avión. Fue el último viaje irresponsablemente feliz de su existencia por otra parte irresponsable y feliz. Luego llegó la pandemia y, con ella, la poderosa sospecha de que el otro, el pasajero, el vecino, era el enemigo, el que te infectaría y mataría.
Acostumbrados a viajar todos los meses, pasar un año y medio en casa, sin asomarse a un aeropuerto, les pareció un castigo o un premio, unas vacaciones o un sabático. Quizá la felicidad no estaba en una ciudad lejana, en otro continente, sino en su casa, en su barrio, en la repetición de unos hábitos tranquilos, unas costumbres predecibles, sosegadas. En ninguna cama de ningún hotel se dormía mejor que en la propia cama. En ningún restaurante o café los consentían tanto como en los de su barrio de siempre. No había calles más lindas para caminar o correr que las de su vecindario, una isla donde los conflictos políticos, religiosos, morales y hasta deportivos parecían disolverse en nombre de un valor supremo que sus habitantes, muchos de ellos nacidos en otras tierras, perseguían con celo: la libertad de ser uno mismo sin dar explicaciones ni ofrecer disculpas, la libertad de no ser lo que sus padres y sus abuelos hubieran querido que ellos fuesen, la libertad de dudar de todo y no creer en nada, la libertad de alejarse de la tribu y emanciparse de la patria y hablar en otra lengua, la libertad en suma de ser felices, de perseguir la felicidad, la fantástica libertad de sonreír y decirse a uno mismo: en este momento soy feliz porque me alejé de todo aquello, de esas formas de locura y servidumbre, de los mandatos morales que quisieron imponerme mis mayores.
La mayor parte de las desdichas e infelicidades que emboscan a un individuo a lo largo de su existencia provienen a menudo de no saber estarse quieto. Esto es algo que Barclays vino a recordar esos quince meses que dejó de viajar. De pronto, él, tan vanidoso que decía que era un hombre de América, que vivía en América toda, que sus dominios eran el territorio comprendido entre British Columbia y la Patagonia, comprendió que, debido a la pandemia, y al pavor que tenía de contagiarse, su casa era ahora meramente su casa, su barrio, la isla en que llevaba viviendo más de veinticinco años. No más viajes a visitar a sus hijas en Nueva York; a caminar con su esposa por los senderos polvorientos de Hollywood Hills, deteniéndose a saludar a los perros y a sus dueños y paseadores; a esquiar en las montañas de Colorado, Mont Tremblant y Whistler. No más viajes a Buenos Aires y Santiago; a José Ignacio y Zapallar; a Lima a visitar a su madre y sus hermanos, aunque no a todos sus hermanos. No más viajes a Madrid y Barcelona, a Sitges y Mallorca. No más viajes, no más sobresaltos, no más trajines, no más fatigas, no más inquietudes. De pronto, entonces, la quietud, la deliciosa quietud de la vida sedentaria.
Como era de suponer, en esos quince meses Barclays ha engordado. No se arrepiente ni se flagela debido a ello. Su gordura es la huella flácida que tantos días felices han dejado en su cuerpo. Su sobrepeso es un mensaje escandaloso que le envía al mundo exterior: no necesito que me ames o me desees, porque yo me amo y me deseo suficientemente, y por eso me veo espléndido, rozagante. La libertad de comer y beber todo lo que desea, todo lo que le apetece, es una forma de felicidad empírica a la que no piensa renunciar. Por fortuna para él, su esposa lo quiere así, gordito y haragán, gordito y dormilón. Porque Barclays y su esposa duermen hasta mediodía, hasta pasado el mediodía, y no sienten que están privándose de nada: lo que ocurre entre las seis de la mañana y las doce del día es una película odiosa que prefieren no ver.
Este año y medio que llevan sin viajar, sin alejarse de la isla en la que viven, los Barclays han visto, desde lejos, pero de todos modos con estupor, cómo sus familias de origen (sus padres, sus hermanos), condenadas al estricto confinamiento debido a la pandemia, obligadas a verse las caras con desusada frecuencia, dejaron de ser lo que eran, se dividieron, se quebraron, se corrompieron, se envenenaron. Tal vez porque esas familias debían pasar más tiempo juntas, ocurrieron numerosas peleas, querellas, rupturas, desavenencias. Un hermano de Barclays se separó de su esposa y ella lo acusó ante un juez de violencia sicológica y física y ahora litigan y se despellejan en tribunales. Una hermana de Barclays se avinagró de codicia, enjuició a su madre, a su propia madre, acusándola de estar demente, tratando de sacarle dinero, empeño innoble en el que ha fracasado. La madre de los Barclays cumplió ochenta años y ninguno de sus hijos la visitó porque temían transmitirle el virus. Un hermano de Barclays vendió sus negocios y se fue a vivir al campo, harto de todo, de los chismes y las insidias familiares. En la familia de Silvana, la esposa de Barclays, una de sus hermanas se separó de su esposo porque este le era infiel con su profesora de tenis y ahora ella tiene un romance con su profesor de karate. Quizá porque la pandemia les ha recordado que la muerte sobrevuela acechante como un buitre hambriento, los parientes de los Barclays, o algunos de ellos, se han cansado de simular que eran felices o de disimular que eran infelices y han usado la presencia invisible del virus como una coartada moral para atreverse a ser lo que en el fondo querían ser, aun si eso suponía romper con su pareja, con su madre, con su familia. En esto, y en casi todo lo demás, Barclays, a diferencia de ellos, está a gusto con su vida: no quisiera vivir en otro lugar con otras personas, ama a su esposa y a sus hijas, se siente afortunado, no se atreve a pedirle nada más al universo.
Estando ya vacunados, plenamente vacunados con la doble dosis de la vacuna Pfizer, los Barclays se han inventado un viaje innecesario para celebrar la vida, para festejar que el coronavirus no los mató, sobre todo a él, que vio morirse a dos compañeros de trabajo en el canal de televisión donde presenta un programa (un médico que daba consejos para no infectarse y un gerente de ventas infatigable) y que, por su edad y su sobrepeso, no parecía en condiciones de resistir, si el virus colonizaba sus estragados pulmones. Como se ha pasado la vida viajando, se ha pasado la vida tosiendo, y por eso estaba seguro de que el coronavirus lo mataría. Pero no lo mató. Y ahora Barclays, su esposa y la hija de ambos hacen maletas, felices, ilusionados, como si la vida de antes, en todo su esplendor, en toda su plenitud, se reanudase, se abriese ante ellos. Dejan al perro con una cuidadora, dejan al gato con otra cuidadora, dejan abundante comida para las ardillas que juegan en los árboles de su casa, y salen al aeropuerto tan contentos, como si estuviesen viajando a esa antigua zona feliz de sus vidas que la pandemia atacó, infectó y corrompió. No llevan prisa. Saben, o él lo sabe a sus cincuenta y tantos años, que la felicidad depende a menudo de la velocidad a la que uno va: si se va muy deprisa, ocurrirán choques, colisiones, desgracias, accidentes. Si se va tranquilo, sin premura, sin atropellarse, sin tratar de llegar en primer lugar, sin romper ni rasguñar la quietud del espíritu, la travesía se disfrutará mucho más y los accidentes serán menos probables.
¿Adónde se dirigen, adónde vuelan ahora mismo, pasada la medianoche, la esposa y la hija durmiendo, Barclays fatigando el teclado de la computadora? A una ciudad que no conocen. ¿Por qué la han escogido? Precisamente porque no la conocen. Y porque creen que la vida de un individuo bien puede medirse por todas las personas que amó, todos los libros que leyó, todas las películas que vio y todas las ciudades que conquistó. Presienten que en esa ciudad que todavía no han hollado serán felices. En una esquina vibrante, en una calle extranjera al caos, en un parque o una plaza, acaso pensarán: yo nací para alejarme de la tribu de mi infancia y para conocer todo esto, una belleza y unos placeres reservados a los intrépidos, a los que están dispuestos a ir un poco más allá.