Como envejecer sin dinero puede ser una humillación incesante o un tormento cruel, Peter Barclays tuvo que vender su apartamento y mudarse a la casa de una de sus hijas. Era un hombre bueno, generoso, pero no había nacido con el gen de la codicia
Barclays tiene dos tíos a los que no ve hace muchos años, tantos como trece: Peter Barclays y William Barclays. Los vio por última vez en el sepelio de su padre, hermano mayor de Peter y William, quien detestaba a ambos por igual: a Peter lo llamaba “Tontín” y a William, “Chiquitín”. Curiosamente, aunque estaban en los funerales de su hermano mayor, tanto Peter como William sonreían a sus anchas, como si estuvieran en una fiesta o un carnaval. Era diciembre, ya hacía calor, y ambos parecían todo menos apenados. A juzgar por sus sonrisas y su mirada risueña, estaban contentos de que su hermano mayor, el atrabiliario y pistolero James Barclays, hubiera pasado a mejor vida. Barclays saludó a sus tíos sin demasiada efusión de afectos y se dijo a sí mismo:
-Estos cabrones han venido a festejar la muerte de mi padre, mejor no hubieran venido.
Peter estaba solo, su mujer había muerto de cáncer, pocos años atrás. William se encontraba acompañado de uno de sus hijos. Ambos estaban en sus cincuentas, Peter era apenas dos años mayor que William. No trabajaba, nunca había trabajado, ni siquiera había estudiado en la universidad. Desde muy joven, Peter había sido el consentido y, por eso mismo, el mantenido de sus padres, quienes habían comprado un terreno adyacente a su casa y le habían construido una casa estupenda, en la que Peter se daba la gran vida. Sus grandes aficiones eran los aviones, pilotear aviones, y las flores, sembrar plantas, verlas florecer, hablarles a las flores, regarlas, cuidarlas como si fueran sus hijas. Era padre de tres hijas hermosas y felices, un padre dedicado, tranquilo, amoroso. Era una buena persona, pero su hermano mayor James y su hermano menor William decían en tono burlón que Peter era un gran vago, un haragán de campeonato. Quien no tenía fama de perezoso era el menor de los hermanos, William. Había estudiado finanzas en Nueva York, se había graduado con honores y, gracias a su inteligencia descollante y su ética de trabajo, había ocupado altos cargos ejecutivos en bancos de Nueva York, Ciudad de México y Caracas, ciudades en las que había amasado una vasta fortuna como negociador de importantes privatizaciones, para luego ser fichado por uno de los bancos más poderosos de Lima, que dirigía con gran eficacia. Con los años, William se había vuelto muy rico y Peter medio pobretón. Peter había heredado un dinero a la muerte de sus padres, además de numerosas obras de arte, pero con el paso del tiempo había diezmado sus ahorros y rematado las obras de arte, y ahora se encontraba en una precaria situación económica, al punto que cada tanto le pedía dinero a su hermano William, quien se negaba a mantenerlo. ¿Debía William, con todos sus millones, mantener a su hermano, pagar sus cuentas? Peter pensaba que sí, que era su mínima obligación moral, pero William pensaba que no, que Peter debía dejarse de melindres y remilgos y ponerse a trabajar.
Como la madre de Barclays, Dorita, cuñada de Peter y William, era muy rica, heredera de una fortuna, y además muy bondadosa, a Peter Barclays se le aparecía la virgen todos los meses, cuando visitaba a su casi octogenaria cuñada, rezaba con ella, recibía un sobre lleno de dinero y le vendía a Dorita, su virgencita particular, las últimas obras de arte, principalmente figuras religiosas, que aún no había rematado. Es decir que Dorita hacía por su cuñado Peter lo que el hermano de Peter, el ricachón William, se abstenía de hacer: echarle un salvavidas financiero mes a mes.
Como envejecer sin dinero puede ser una humillación incesante o un tormento cruel, Peter Barclays tuvo que vender su apartamento y mudarse a la casa de una de sus hijas. Era un hombre bueno, generoso, pero no había nacido con el gen de la codicia, no era un tiburón para olfatear el dinero, no era como su hermano William, que a menudo recordaba una máxima que había aprendido en Nueva York:
-No se puede ser demasiado flaco ni demasiado rico.
Porque William Barclays quería ser más rico, siempre quería más dinero. Ya tenía una casa en la ciudad, una en el campo de veinte mil metros cuadrados, una en la playa, y un apartamento en Nueva York, pero en cosas de dinero era insaciable, una orca asesina, un escualo depredador, y siempre quería más. Por añadidura, era un padre supremamente generoso y les compraba a sus hijos casas y apartamentos donde ellos quisieran, y por eso se sentía un ganador en toda la línea: era adorado por su esposa y sus hijos, respetado en el banco y querido por sus amigos en todo el mundo, principalmente en Nueva York, donde se movía como pez en el agua, y en Ciudad de México, donde, si quería (y quererlo dependía del número de tequilas que bebiese) se convertía en un mexicano más.
Hasta que William Barclays se metió en política.
En efecto, el dueño del banco peruano, su jefe, íntimo amigo suyo, decidió, diez años atrás, apoyar discretamente, casi clandestinamente, la candidatura presidencial de una señora de derechas conservadoras, la hija de un exdictador en prisión. La señora postulaba una agenda más o menos capitalista, o más o menos mercantilista, una agenda amigable para el dueño del banco. No era liberal, era conservadora, pero sus ideas económicas eran cercanas al capitalismo y al libre mercado. La señora competía con un militar nacionalista de izquierdas, cuya agenda era hostil al capitalismo y al libre mercado y favorable al estatismo. Además, ese militar nacionalista era muy cercano, y se diría que deudor, de las dictaduras de Caracas y La Habana. Por eso, el dueño del banco le pidió a su gerente, William Barclays, que consiguiera unos millones de dólares de cuentas en el exterior, los reuniera en efectivo, los deslizara en maletines deportivos y los entregara a la señora candidata de derechas, en una operación que debía ser secreta, absolutamente reservada. William Barclays cumplió el encargo con la eficacia y discreción esperadas de él. La señora de derechas se reunió varias veces con el dueño del banco y el gerente William Barclays, recibió los millones de dólares y se comprometió ante ellos a no revelar ni declarar que había recibido ese dinero. ¿Por qué el dueño del banco y su gerente Barclays querían mantener en secreto su apoyo a la señora de derechas? Porque temían que el militar nacionalista de izquierdas ganara, como en efecto ganó, y tomara represalias contra ellos.
Al mismo tiempo que proveían de millones a la señora de derechas, asegurándose su amistad y lealtad, no digamos ya su infinita gratitud, el dueño del banco y su gerente William Barclays decidieron, por las dudas, como quien compraba una póliza de seguros, echarle un piropo, o hasta dos, al candidato militar nacionalista de izquierdas. A sugerencia de su jefe, o siguiendo sus instrucciones, William Barclays declaró a la prensa que el banco veía con gran confianza y simpatía al militar nacionalista de izquierdas, que estaba seguro de que si llegaba al poder dicho espadón respetaría el modelo económico que había traído progreso a los peruanos, y que no se oponían en modo alguno a la candidatura del militar. Es decir, el militar de izquierdas no debía saber que el banco daba millones a su rival, la señora de derechas, y debía entender que, si necesitaba un dinerito, el banco estaba a su disposición. Pero el militar no necesitaba un dinerito del banco, porque recibía millones de dólares en efectivo de una empresa constructora brasileña, por instrucciones expresas del presidente de Brasil, aliado de las dictaduras de La Habana y Caracas.
Cuando William Barclays y su jefe, el dueño del banco, se reunieron sigilosamente con la candidata de derechas y la colmaron de millones de dólares, no imaginaron que, diez años después, la justicia, avanzando con un celo admirable, denunciaría dicha operación, metería en la cárcel a la señora de derechas por recibir unos dineros que debió declarar y ocultó, y filtraría a la prensa las pruebas del apoyo encubierto del banco a la señora, desatando un escándalo que mellaría la imagen del banco y su prestigio institucional. En rigor, ellos no habían cometido un delito, pero habían actuado como capos mafiosos, comprando por lo bajo a una jefa política con maletines de dinero en efectivo, lo que evocaba las peores corruptelas del país, el tráfico promiscuo de millones que compraban conciencias, honores y lealtades.
Mientras todo aquello ocurría, al mismo tiempo que William Barclays contaba en su oficina los millones de dólares que llevaría a la candidata presidencial de derechas, su sobrino, el inefable Barclays, escritor de talla menor y periodista de televisión, recibía ofertas de dos y hasta tres partidos políticos para postularse a la presidencia, deshojaba la margarita desde su programa de televisión y anunciaba una agencia liberal y libertaria, si se lanzaba como candidato. Pero Barclays cultivaba minuciosamente la duda y un día quería ser candidato y al día siguiente desistía y se echaba atrás. Era un escritor solitario, ermitaño, y si se convertía en político profesional, dejaría de ser un escritor, y ese le parecía un precio demasiado oneroso, una condena a la desdicha. Además, no tenía dinero para la campaña. Su madre Dorita tenía dinero, pero no estaba dispuesta a solventar aquella aventura, porque la agenda libertaria de su hijo estaba reñida con la suya, o en la orilla opuesta a la suya, que era la agenda conservadora religiosa. Barclays pensó en llamar a su tío William, visitarlo en el banco, pedirle una donación. Pero hacía años que no lo veía y le parecía una desvergüenza ir a pedirle dinero.
Así las cosas, William Barclays fue invitado a pronunciar una conferencia en la universidad donde había estudiado, antes de irse a Nueva York. En esa conferencia, ovacionado por los alumnos y profesores, convertido en héroe ocasional, William Barclays no contó que apoyaba secretamente a la señora de derechas con maletines de dinero, ni volvió a piropear al militar de izquierdas, pero juzgó apropiado aludir a la incierta candidatura presidencial de su sobrino, el inefable Barclays, a quien las encuestas, no habiéndose aún lanzado, otorgaban números prometedores:
-Si mi sobrino James Barclays gana las elecciones, será una catástrofe para el país -dijo William Barclays, y el auditorio estalló en risas cómplices y aplausos rendidos-. Les pido que voten por cualquiera, menos por él.
Aquella declaración de guerra familiar apareció al día siguiente en todos los periódicos y telediarios: el poderoso banquero William Barclays decía que su sobrino James, el periodista de televisión, sería “una catástrofe” si llegaba al poder, y por eso pedía votar por los demás candidatos, menos por él. Es decir que William Barclays confiaba más en el militar nacionalista de izquierdas, acusado de asesinar extrajudicialmente a personas sospechosas cuando era capitán del ejército, tributario y deudor de las dictaduras comunistas de la región, que en su sobrino liberal, capitalista, libertario.
Barclays, el inefable Barclays, se sintió traicionado y humillado por tamaña declaración de hostilidades de su tío William. Días después, presionado por el dueño del banco, William Barclays le escribió un escueto correo electrónico a su sobrino James, pidiéndole disculpas y diciéndole que había sido solo una broma que la prensa había exagerado o malinterpretado. Al final, Barclays decidió ser un escritor y un periodista y no un político profesional, y por eso abortó su candidatura, lo que lo exoneró de deber favores y dineros. Unos meses después, ya en la contienda electoral, Barclays apoyó públicamente a la señora de derechas, desde su columna de prensa y su programa, pero no le dio dinero. En cambio, William Barclays hizo algo bastante más taimado o sibilino: piropeó públicamente al militar de izquierdas, que acabó ganando la presidencia, y compró con millones la lealtad de la señora de derechas. El tío y el sobrino Barclays apoyaron entonces a la misma candidata de derechas, pero uno lo hizo en las sombras, con dinero, escondiéndose, y el otro abiertamente, a pecho descubierto, dando la cara.
Barclays no ha vuelto a ver, desde el sepelio de su padre, hace poco más de trece años, a sus tíos Peter y William. Peter, el pobretón, nunca hizo nada contra él, y hace muchos años hasta le pidió una foto y un autógrafo, cuando ya Barclays era famoso (Barclays amó a su tío Peter, la sabia humildad de su tío Peter, mientras le firmaba ese autógrafo). William, el ricachón, le declaró la guerra y anunció una catástrofe. Dicha catástrofe, de momento, no ha ocurrido. Pero, si ocurre, piensa Barclays, vendrá en forma de libro: él es un escritor tremebundo, kamikaze, catastrófico, y sus novelas suelen dejar en ruinas o escombros todo lo que él pisó.