Jaime Bayly: «Todos mis novios todos»

Jaime-Bayly

Mi pasión por los hombres comenzó tarde, así comienza su artículo de opinión semanal Jaime Bayly.

En el colegio no me enamoré de un compañero ni tuve fantasías con un amigo. Me gustaban las chicas. Me hacía cien mil pajas pensando en ellas. Pero el colegio era solo para hombres. No tenía amigas ni menos novias. Me hacía pajas mirando las fotografías de mujeres desnudas que aparecían en revistas como Playboy y Penthouse, revistas que me prestaban furtivamente mis amigos del colegio. Mi madre encontró una de esas revistas escondida debajo de mi cama y ordenó al personal doméstico que la quemase entre plegarias. Hubo un alumno de apellido inglés que se ofreció a chupármela o hacerme una paja en el baño del colegio. Era gordito, tímido, afeminado. Me quedé helado. Le dije gracias, pero no gracias. Qué habrá sido de él.

Yo no sabía que podía enamorarme de un hombre. Pensaba que solo me gustaban las mujeres. Amaba a las mujeres desnudas de las revistas. Esperaba a que mi padre trajera a la casa la edición semanal de la revista Caretas, que publicaba en sus últimas páginas una foto de una mujer con los pechos descubiertos. Pero mi madre, antes de que yo tuviese la revista en mis manos, rompía la página de la mujer mostrando los pechos.

Cuando tenía diecisiete años, entré en la universidad, dispuesto a estudiar leyes y graduarme como abogado. Quería ser abogado, y luego político, y luego presidente del país. Escribía una columna política en un diario conservador muy leído. Odiaba a mi padre, no lo veía nunca, vivía con mis abuelos. Mi madre estimulaba mis sueños de grandeza y poder. Yo no había probado drogas ni había deseado el cuerpo de un hombre.

Hasta que conocí a Carlos en la universidad. Era más bien bajo, musculoso sin exagerar, guapo a sabiendas, pícaro y descarado. Tenía un gran cuerpo, forjado en largas sesiones en el gimnasio de su casa, y le gustaba mostrarlo, insinuarlo. Poseía toda la malicia erótica que yo ignoraba. Era un gran seductor. No le interesaban las clases. Llegaba a la universidad, se sentaba en la rotonda y usaba su gran sentido del humor, su insolente belleza, su picardía, para atraer a una pequeña cofradía de amigos que lo admirábamos. Lo que Carlos quería era ir a la playa, no a clases. Yo tenía un auto precioso, él no tenía carro. Le convenía, por eso, ser mi amigo. Yo me reía mucho con sus bromas y su inteligencia maléfica, corrosiva. Me convencía de no entrar a clases e irnos a la playa. Nos íbamos a la playa. Yo manejaba a gran velocidad. Carlos elegía la música. Yo era feliz a su lado. No sabía que estaba enamorándome.

Carlos me inició en la marihuana y la cocaína. Su hermano mayor era oficial de la marina y le regalaba drogas de alta calidad. Carlos me enseñó a fumar marihuana y disfrutar de ella. También me convenció para aspirar cocaína. En lugar de asistir a clases, nos íbamos a las playas del sur, fumábamos marihuana y nos sentíamos libres, escandalosamente libres, gozosamente libres.

Después de unas horas en la playa, íbamos a su casa en los suburbios. Su padre nunca estaba en la casa, trabajaba mucho, era un tipo gracioso, risueño, lleno de amigos. Su madre tenía una enfermedad que le impedía caminar, pasaba el día en la cama, leyendo vorazmente. A sugerencia de Carlos, nos duchábamos juntos. Me jabonaba la espalda, las nalgas, como si fuera algo normal. En esas duchas juntos, él tocándome como si no tuviese malicia erótica, comencé a desearlo, a necesitarlo, a enamorarme de él. Luego dormíamos la siesta en su cuarto. Su cuerpo cálido a mi lado era algo terriblemente perturbador. Carlos dormía y yo lo deseaba, necesitaba sus manos.

Hasta que una vez, duchándonos, quise besarlo y me rechazó, ofuscado. Me sentí ruin, abyecto, miserable. Me dijo que él no besaba hombres y que yo no le gustaba. Nunca más traté de besarlo. Nunca pude darle un beso, ni siquiera uno en la mejilla. Sin embargo, seguía buscándome en la universidad, tratándome con cariño, pidiéndome que fuésemos a la playa, invitándome marihuana y cocaína. Yo vivía en un hotel muy lindo. A veces, después de la playa, íbamos al hotel a dormir la siesta. Una tarde, echado a mi lado, me pidió que se la chupase. Y se la chupé, por supuesto. Y si bien me tenía prohibido besarlo en la boca o la mejilla, a veces me pedía que se la chupase, solo eso, un ratito, un toque, antes de dormir. Carlos hacía conmigo lo que quería. Tenía absoluto dominio sobre mí. Nunca trató de metérmela. Nunca terminó a mi lado, no quería complacerme de esa manera. Me pedía que se la chupase un momento, luego se alejaba y se dormía, dándome la espalda. Era una relación extraña, enfermiza, que me volvía loco. Hasta que se hartó de mí, se enamoró de una chica linda de la universidad y empezó a evitarme en la rotonda. Ya no íbamos a la playa, no venía al hotel. Yo lo veía con la chica linda y sufría. Fue una humillación terrible. Una noche fui a su casa y le rogué que me dejase dormir a su lado. De madrugada quise chupársela y me echó de su cama, dándome un golpe en la cara. Fui a una farmacia, compré un frasco de pastillas para dormir, las tomé todas y esperé la muerte en un hotel.

Dejé de ser amigo de Carlos, dejé de ir a la universidad, me dediqué a viajar, a ganar dinero en la televisión, a consumir marihuana y cocaína como si no hubiera mañana. Una noche fui a un bar y quedé fascinado con el cantante, Dylan, que se agitaba como Mick Jagger y usaba un pantalón de cuero ajustado. Era absolutamente genial. Tenía un talento salvaje, superior. Era un encantador de serpientes. Todos en el bar, mujeres y hombres, lo mirábamos con reverencia. Al final del concierto, me acerqué a él, le invité un trago. Me conocía de la televisión. Nos metimos cocaína en el baño, yo siempre llevaba cocaína en la billetera. Esa noche terminamos tirando en mi apartamento sin muebles, echados sobre la alfombra. Dylan se echó boca abajo, se bajó el pantalón de cuero, no llevaba calzoncillos, y me pidió que se la metiera. Yo nunca se la había metido a un hombre, no sabía bien cómo hacerlo. Dylan tenía toda la pericia que yo no tenía. Me ayudó. Tiramos. Tiramos deliciosamente. Fue un momento feliz, luminoso. Luego fuimos a comer algo. Amanecía. Me sentí increíblemente dichoso. Sentí que había descubierto algo valioso, un tesoro que estaba escondido en mí. Durante meses, no falté a los conciertos de Dylan. Después nos metíamos cocaína de alta pureza, íbamos a mi apartamento sin muebles ni camas y tirábamos sobre la alfombra, siempre él boca abajo, yo entrando en él. No me la chupó una sola vez, no se la chupé, ni siquiera nos besamos. Solo se echaba boca abajo, se bajaba el pantalón y me pedía: métemela. Yo me lo tiraba sin condón y terminaba adentro de él. Me importaba tres carajos contagiarme, si él tenía sida. No nos cuidábamos. No nos daba miedo el futuro. El futuro era salir al alba, con las primeras luces, a comer una hamburguesa. Dylan se enamoró de una chica, se cansó de mí y me dejó. La chica era preciosa. Cuando él terminaba su recital en el bar, ya no venía donde mí, se iba con la chica. Terminé destruido, humillado, duro por la coca y llorando por él.

Tiempo después invité a mi programa de televisión a un actor muy lindo, muy talentoso, de mucho éxito. Lo había visto en el teatro y la televisión. Me gustaba. Lo invité a mi programa y me gustó aún más. Después de la entrevista, fuimos a mi apartamento. Ya le había puesto una cama, nada más. El actor se llamaba Diego. Nos besamos. Fue el primer hombre que me besó en la boca, que me dejó besarlo con ardor, sin prisas. Le pedí que me hiciera el amor. Nunca me la habían metido. Quería probarlo. No hizo ascos a la invitación. Me tendió boca abajo, colocó una alfombra debajo de mí, se desnudó, era extraordinariamente bien dotado, bellísimo, irresistible, y, sin ponerse un condón, a pura saliva, me hizo el amor de una manera salvaje, bestial, animal. Al principio me dolió mucho y me hizo llorar, pero luego lo disfruté de una manera oscura, viciosa, inenarrable. Diego era un auténtico maestro en la cama. Nunca nadie había tirado conmigo de esa manera, nadie me la había metido con la pasión, la virulencia y la destreza que él exhibió aquella primera vez. Fue un momento extraordinario, inolvidable. Lo amé como nunca había amado a nadie. Me sentí gay, indudablemente gay, totalmente gay. Sentí que Diego era el amante perfecto, el hombre perfecto para mí. Y lo fue durante meses. Cómo me hizo gozar, no alcanzan las palabras para describirlo. Nunca me la chupó ni me pidió que se la metiese, él era el macho, yo la chica, su chica en la cama. Su talento para tirar era notable, era un atleta sexual, se demoraba mucho antes de acabar dando rugidos, gritando como un animal, despertando a medio edificio. Lo amé. Lo amé sin reservas, para toda la vida. Pero él tenía novia, era famoso, las chicas que lo veían en las telenovelas lo amaban. Diego no estaba listo para salir del clóset y yo tampoco. Nos amábamos, pero todo era clandestino, oculto, prohibido. No tuvimos los cojones para salir del armario, largarnos del país y ser felices. Por miedo a que nos descubriesen, aterrados por los chismes y las habladurías que circulaban sobre nosotros, nos separamos, dejamos de vernos, él se quedó con su chica y yo me enamoré de una chica y nuestra pasión se fue diluyendo por la peor de las razones: por miedo a que todos nos descubriesen y supiesen que éramos amantes, putos, muy putos. Diego se casó, yo me casé, tuvimos hijas, dejamos de vernos, él me negó cuando le preguntaron por mí en entrevistas, yo lo deslicé de contrabando en mis novelas como un personaje literario y él me odió por eso. Cuando la recuerdo, viene a mi mente aquella noche afiebrada en que tiró conmigo por primera vez.

Muchos años después, ya divorciado de mi primera esposa, conocí a un joven periodista, Luis, y me enamoré de él, tanto que me mudé a Buenos Aires para vivir juntos. Era alto, tímido, delgado, muy bien dotado. Quería ser escritor. Lo perdía el mundo de la moda. Compraba mucha ropa. Me pedía que lo llevara de viaje. Yo era su primer amante, su primer novio. Luis era tímido, comedido en la cama. Me pedía que le metiera solo el dedito. Con los años fue ganando confianza y, de vez en cuando, se animaba a metérmela. Pero no era un gran amante. No era como Diego. Nunca me cogió con la ferocidad con que me cogía Diego. Ni me lo tiré tan rico como me tiraba a Dylan. Lo quise muchísimo, sin embargo. Todo se terminó cuando me enamoré de una chica y lo dejé.

El último novio que he tenido fue un novio imaginario porque él no quiso ser mi novio ni mi amante. Se llamaba Francisco. Lo conocí en Nueva York. Era modelo, muy listo, muy guapo, un cuerpo alucinante. Fumamos marihuana. Lo deseé mal. No me atreví a decírselo. Estaba con mi esposa. Fumamos los tres. Nos contó de los novios que había tenido recientemente: un millonario con casa en los Hamptons, un chico de Puerto Rico que se ponía panties negras para que Francisco se lo tirase. Nos dijo que en las cosas del sexo le gustaba ser activo, no pasivo. Nos dijo que le gustaba que sus amantes pasivos se pusieran panties negras. Me puse panties negras imaginariamente para él. Esa noche, voladísimo, porque la marihuana era muy potente, soñé cosas tremendas con él, y se las conté todas a mi esposa, al despertar. Me había enamorado de Francisco. No pude evitarlo. Fue un huracán que me arrastró brutalmente adonde le dio la gana. Francisco me dio su email. Comencé a escribirle. Le dije que lo amaba, que lo deseaba, que me hacía cien mil pajas pensando en él, yo con panties negras. Le rogué que nos encontrásemos en Key West y nos permitiésemos un fin de semana, solo uno, de luna de miel. Le dije que mi esposa lo sabía todo. Le prometí pagarle el viaje, los viajes, todo lo que me pidiera, a cambio de que fuese mi amante. Me sentí una puta. Pero lo amaba, lo necesitaba, quería tirar con él. Francisco me decía que me veía como un amigo, que no se imaginaba tirando conmigo. Me destrozaba el ego. Pero yo insistía, le ofrecía viajes, dinero, fama, todo. Hasta que una noche llegué del programa y mi esposa me enseñó lo que Francisco había escrito en Facebook: «La Gorda Baylys me gilea y se me regala. Stay tuned!». Nunca más le escribí. Nunca más me hice una paja pensando en él. No llegué a ordenar las panties negras por Amazon. Me puse a dieta, pero fue en vano.