El presidente escondía un pequeño y abultado secreto que le permitía sortear sin sobresaltos los gastos más o menos onerosos
Tan pronto como llegó al poder y se juramentó como presidente de la nación, Cristiano Fernández anunció en tono untuoso que donaría su salario presidencial a una organización benéfica, de caridad, vinculada con la iglesia:
-No cobraré un centavo mientras sea presidente. Será un trabajo honorífico.
Sus sicofantes y botafumeiros en la prensa local no se molestaron en preguntarle de qué viviría, con qué dinero pagaría sus cuentas. De hecho, antes de ser elegido presidente, el señor Fernández vivía en una casa opulenta que le había prestado un amigo:
-Mi casa se la quedó mi exesposa cuando nos divorciamos. Por suerte tengo un gran amigo de toda la vida que me ha prestado su casa, una casa que tenía desocupada.
-¿Por cuánto tiempo se la ha prestado? -preguntó un reportero, cuando Cristiano Fernández era candidato, arriesgándose a una respuesta malhumorada.
-Indefinidamente -respondió el candidato presidencial.
Ahora, ya elegido presidente, Fernández vivía en la vetusta mansión reservada a los jefes de Estado. Extrañaba la casa que le prestaba su amigo. Era más cómoda, más moderna, estaba mejor ubicada. Pero no podía seguir viviendo en aquella casa prestada. Era presidente y debía dormir en la casona presidencial.
Nadie se atrevía a preguntarle si tenía ahorros, cuánto dinero tenía en los bancos, si había abierto cuentas en el exterior. Nadie osaba preguntarle cómo pagaría la educación de sus dos hijas que asistían a la universidad. Nadie se animaba a preguntarle con qué dinero viviría todos los años que ocupase la presidencia, por lo pronto cuatro, quizás ocho, con qué plata compraría su ropa o pagaría sus visitas a restaurantes, con qué fondos solventaría sus gastos personales y los de sus hijas, que viajaban frecuentemente. El presidente Fernández no se rebajaba a hablar de esos temas tan mundanos y nadie, ni sus amigos, ni sus confidentes, ni sus ministros, ni mucho menos los reporteros, se atrevía a hurgar en sus bolsillos y descubrir cómo don Cristiano Fernández obraba el prodigio de vivir tan cómodamente sin cobrar un centavo de la patria.
El presidente escondía un pequeño y abultado secreto que le permitía sortear sin sobresaltos los gastos más o menos onerosos en que incurrían sus hijas universitarias y las cuentas mínimas, inescapables, que debía pagar: en un convento de monjas de clausura en las afueras de la ciudad, la madre superiora, su amiga de toda la vida, una mujer que se proclamaba de izquierda socialista y revolucionaria, le había escondido, debajo de su cama, cuatro valijas negras, deportivas, no muy pesadas, con un millón de dólares en cada una. Cuando Cristiano Fernández le pidió a su amiga, la madre superiora, que por favor le guardase esos bolsos con dinero, le dijo:
-Son mis ahorros de toda la vida. No puedo meterlos en el banco porque acá los bancos están dominados por una pandilla de ladrones. No confío en los bancos. Confío en ti, madrecita querida.
¿Cómo el astuto abogado Cristiano Fernández había ahorrado cuatro millones de dólares? ¿Ejerciendo la noble profesión del derecho? ¿Litigando en tribunales, defendiendo causas justas? No exactamente. Había amasado ese dinero siendo jefe de gabinete de un presidente ladrón que había robado decenas de millones de dólares y había tenido la cortesía, o el gesto amistoso, de obsequiarle esas cuatro valijas, una por cada año que Cristiano Fernández había sido jefe de gabinete, en vísperas de las navidades.
No dudó la monja de clausura en recibir y esconder los dineros de su amigo, entonces retirado de la política, debajo de su cama. No tuvo problemas éticos o morales en ocultar el dinero del político poderoso. Porque además su amigo le dio un sobre manila con cien mil dólares de regalo para ella y el convento, lo que facilitó grandemente que la monja recibiera las cuatro pesadas valijas y dijera, conmovida:
-No te preocupes. Cuidaré cada valija como si fuera una de mis novicias.
La monja había cumplido su promesa. Cada mes, su amigo pasaba por el convento y retiraba discretamente un fajo de dólares: cinco mil, ocho mil, diez mil, doce mil dólares. Ahora, ya siendo presidente de la nación, Cristiano Fernández continuaba visitando el convento, orando con la madre superiora y llevándose una plata en efectivo para cubrir los gastos suyos y de sus hijas.
Secretamente, sin embargo, Cristiano Fernández pensaba que esas cuatro valijas no le alcanzarían para solventar sus gastos toda la vida que le quedase por delante. Pensaba que debía organizar sigilosamente una manera de proveerse de más valijas, más dólares, porque la vida del político era incierta, azarosa, brutal, y porque no se podía hacer política profesionalmente sin tener bastante dinero: era algo que había aprendido de su jefe, el expresidente ladrón, al que sirvió con diligencia, viéndolo robar con una temeridad, una codicia y un rigor impresionantes, robar tanto dinero que ya no tenía dónde esconderlo y entonces lo metía en barriles y los enterraba en los jardines de su casa en el campo.
Fue entonces cuando el presidente Cristiano Fernández diseñó un plan malicioso para hurtar dineros del gobierno y acrecentar su fortuna. Quería tener más dinero que el expresidente ladrón al que había servido con la obediencia cómplice del apandillado, con la callada lealtad que un miembro de la banda mafiosa le debe a su padrino y protector, al capitoste. Ahora ese expresidente ladrón estaba muerto, había expirado en el exilio tras un cáncer prolongado, y sus dineros se hallaban enterrados sabía Dios dónde, quizás ni su viuda atrabiliaria conocía todos los escondrijos, las madrigueras, las cuevas y los albañales donde aquellos dineros mal habidos habían sido ocultados, y Cristiano Fernández quería tener más dinero que su exjefe y, sobre todo, más dinero que los hombres más ricos del país.
Las instrucciones que el presidente Fernández dio a su ministro de Economía fueron precisas: todos los meses había que enviar al embajador en el Vaticano, en Roma, valijas diplomáticas secretas e inviolables, con diez millones de dólares en efectivo cada mes, para que luego dicho embajador, cumpliendo órdenes estrictas del presidente, entregase esos dineros a los tesoreros del Vaticano, con la instrucción explícita de que mantuviesen informado al Papa de las donaciones que Cristiano Fernández hacía puntualmente, mes a mes, en gesto de profunda admiración al Sumo Pontífice y su trabajo evangélico.
Así, pues, cada mes el embajador en el Vaticano recibía la valija diplomática con los millones de dólares. Pero ese dinero nunca llegaba al Vaticano. Porque el presidente Fernández le había dicho a su embajador en el Vaticano, un íntimo amigo de toda la vida, su compadre, el padrino de una de sus hijas, que ese dinero debía entregarlo a un determinado monseñor italiano, en una abadía en las afueras de la ciudad, donde reposaba el Papa Emérito, ya jubilado. Dicho monseñor italiano, le dijo el presidente Cristiano Fernández a su embajador en el Vaticano, se ocuparía de entregar las donaciones mensuales a los secretarios de la tesorería papal. Ingenuamente, el embajador cayó en el embuste. Pero el monseñor al mando de la abadía estaba coludido con Cristiano Fernández y le guardaba las valijas, después de retirar el diez por ciento, un millón de dólares, para sufragar los gastos incesantes y crecientes de la abadía y sus monjes. ¿Dónde escondía el pícaro monseñor los dineros de ultramar? Cortaba delicadamente su colchón, y luego los colchones de los monjes, y hasta el colchón del Papa Emérito, y deslizaba allí los fajos de dólares, y luego cosía lenta y laboriosamente esos colchones, de modo que nadie, salvo él mismo, conociese dicho secreto: que los monjes de la abadía dormían sin saberlo sobre una fortuna que tendía a crecer, engordando el colchón.
Cada tres meses, cada cuatro meses, el presidente Cristiano Fernández viajaba en jet privado a Europa para presentarse en algún foro socialista, anticapitalista, antiimperialista, en el que, con su verbo caudaloso y florido, fustigaba a los individuos egoístas con desmedido afán de lucro, y luego se daba tiempo para visitar la abadía de su amigo el monseñor, quien le entregaba discretamente los bolsos millonarios, que los guardaespaldas italianos de Fernández acomodaban en los autos y las camionetas de la comitiva, y luego en la bodega del avión presidencial. De modo que, al llegar a la ciudad donde mandaba como si hubiera nacido para ocupar naturalmente el poder, Cristiano Fernández llevaba las valijas al convento de su amiga, la madre superiora, que ya no sabía dónde esconder tantos maletines, tantos bolsos, tantos millones. Como el convento les quedaba pequeño para ocultar su botín, el presidente instruyó a la monja que comprase la casa vecina, con el pretexto o el cuento chino de que la usaría como casa de huéspedes para las monjas visitantes de provincias o de otros países, pero, en realidad, la madre superiora usó aquella casa deshabitada para guardar con más comodidad y holgura los tesoros de su amigo, el presidente de la nación.
En un cuaderno pequeño y prolijo que había hurtado de una de sus hijas universitarias, Cristiano Fernández llevaba las cuentas de sus ahorros, a expensas del tesoro público: tenía ya más de cien millones de dólares, y eso le parecía poco, y quería más, mucho más, todo el poder, todo el dinero, toda la gloria. No pensaba entregar el poder a sus adversarios, qué ocurrencia: si tenía que maliciar un fraude electoral, no vacilaría en hacerlo, porque el gobierno tenía que estar al servicio del pueblo, no de la oligarquía cleptómana. Si tenía que encerrar en calabozos a todos sus enemigos, así lo haría, no le temblaría el pulso. Si tenía que sacar del aire a un canal díscolo o clausurar un periódico hostil, sus abogados encontrarían los atajos legales para silenciar dichas voces críticas. Todo se negocia, menos el poder, pensaba Fernández, pero no lo decía, claro: simulaba ser un demócrata, un republicano, un moderado, un hombre de buena entraña, incapaz de un crimen, de una maldad.
Hasta que ocurrió una desgracia impensada que sorprendió a Cristiano Fernández: la madre superiora, su amiga y cómplice de sus rapiñas y trapacerías, enfermó de coronavirus y murió a los tres días, víctima de una neumonía que llenó de agua sus pulmones. Por supuesto, Fernández acudió a su sepelio, sin saber que, mientras él despedía a su amiga religiosa, la nueva madre superiora, harta de los colchones tan viejos y olorosos en que dormían las monjas, ordenó que un camión de la basura se los llevase todos y adquirió un colchón nuevo para cada monja y una colchoneta para cada novicia. Los basureros se llevaron los colchones viejos, sin saber que dentro de ellos había millones de dólares. Cuando el presidente Fernández se enteró de que había perdido parte de su botín, casi le da un infarto. Pero se repuso cuando comprobó que en la casa vecina al convento aún estaban las valijas enterradas en el jardín, con la mayor parte del tesoro. Desconfiado de la nueva madre superiora, ordenó a sus custodios retirar aquellos bolsos polvorientos, extraídos del subsuelo de la casa contigua al convento y, sin saber qué hacer, adónde ir, cómo esconderlos, resolvió que, de momento, le pediría al Nuncio Apostólico, su amigo, que se los guardase, pues eran dineros que se destinarían a los más pobres, los más necesitados, los desposeídos y desheredados de este valle de lágrimas. El presidente y el Nuncio pronunciaron una oración sentida y luego el arzobispo metió todos los bolsos en el cuarto de huéspedes y lo cerró con llave y candado.
-Cuídeme bien ese dinero -le dijo Fernández-. Y guárdeme el secreto.
Encantado de conspirar, el Nuncio respondió:
-Todo sea por el bien de los pobres, señor Presidente.
Fue así como, sin prisa y sin pausa, el presidente Cristiano Fernández se convirtió en uno de los hombres más ricos de su país, aunque no tenía una casa a su nombre, un auto a su nombre, una cuenta bancaria a su nombre.
-¡Hemos salido de la pobreza! -gritaba, en sus discursos, pero, en realidad, se refería a sí mismo, no a sus compatriotas.