Como todos los años al principio del verano, cuando la niña sale de vacaciones del colegio, los Barclays (James, escritor; su esposa Silvana, escritora; y la hija de ambos, Sol, una niña de diez años que anuncia su determinación de ser actriz o comediante) han viajado a Los Ángeles para pasar unos días de inmerecido reposo, pues James y Silvana viven reposando en su casa de Miami.
El destino ha sido elegido, sin un átomo de duda, por Silvana: Los Ángeles, aun más que Miami, es su ciudad favorita, donde más a gusto se encuentra, donde quisiera vivir, cuando su hija termine el colegio y se inscriba en una escuela de actuación. Estos días de junio, el clima es perfecto, insuperable, en Los Ángeles: días soleados, pero no sofocantes; nunca un día lluvioso, una tormenta, un aguacero o un chaparrón; el aire no es un lastre, no pesa como agobia en Miami, donde la humedad lo torna denso, espeso, lánguido, insufrible; no hay mosquitos volando como kamikazes contra tu piel.
También influye en el ánimo de los viajeros de costa a costa que exista un vuelo diario de Miami a Los Ángeles en el mejor avión de toda la flota de aquella aerolínea americana, con ocho asientos de primera clase que se despliegan como camas lo bastante anchas para dar cabida a la flácida humanidad desmesurada de James Barclays, cuyos músculos se devalúan al tiempo que su vientre sufre un proceso inflacionario: él sabe que debería ponerse a dieta, pero también que está de vacaciones y no es momento de privaciones ni sacrificios, y por eso lleva consigo raciones de frutas secas: ciruelas, melocotones, pasas de uva. La esposa de Barclays ve una película de terror y bebe vino tinto. Barclays ve un documental sobre la vida de un golfista afroamericano y se pregunta: ¿Será mi esposa alcohólica? ¿Estará en vías de serlo, a sus tempranos treinta y dos años? ¿Cumplirá una suerte de mandato genético siendo alcohólica, dado que su padre lo fue y mi padre lo fue también? Si se vuelve alcohólica, ¿me dejará, se divorciará de mí? Barclays tiene miedo: su padre, que en paz descanse, se tornaba agresivo, mezquino, insoportable, cuando se emborrachaba. Sin embargo, no está dispuesto a decirle a su esposa una sola palabra al respecto: si ella quiere ser alcohólica o ya lo es, habrá que respetar su voluntad hasta las últimas consecuencias. Después de todo, piensa Barclays, yo soy bipolar, adicto a las pastillas para regular mi bipolaridad, adicto además al azúcar, a los chocolates, y ella no me dice nada.
No han podido alojarse en el hotel de siempre, en Beverly Hills, porque la piscina está cerrada, en obras, en renovación, de tal suerte que se hospedan en otro hotel, el más antiguo y señorial de ese barrio de celebridades y aspirantes a celebridades, un hotel que se fundó hace casi un siglo y sigue siendo precioso, donde se filmaron escenas de una famosa película romántica. Barclays se pregunta: ¿serán días románticos con mi esposa, en honor a la película? Puede que sí, puede que no.
Tan pronto como se instalan en una suite del piso más alto, con techos altos y vistas de ensueño, ocurre una primera crisis: la niña se conecta desde su tableta con una amiga y habla con ella, entra al baño para tener privacidad, la tableta se le escapa de las manos y cae en el inodoro, la niña grita angustiada, su madre rescata la tableta electrónica pero el daño está hecho, la tableta está averiada, se ha estropeado, echado a perder, y la niña llora desconsolada, a pesar de que su padre procura calmarla, diciéndole que comprarán una tableta mejor, y su madre la regaña, le dice a gritos que es una distraída, una irresponsable por dejar caer la tableta al agua. Más tarde, cenando, la niña llora porque su tableta no funciona; su madre bebe vino tinto para sosegarse; y Barclays se dice a sí mismo: la vida es un puto caos, mejor no te molestes, come tranquilo. A todo esto, el camarero es argentino, muy guapo, y saluda a Barclays con emoción, quizás exagera la emoción, quizás es un actor, y Barclays se siente halagado y le deja su tarjeta, al tiempo que su esposa lo mira como diciéndole: no tienes arreglo, eres una bala perdida.
Exhausto de no hacer nada, Barclays duerme doce horas seguidas, baja a la piscina y saluda a su esposa y su hija. Guarecidos en una cabaña a la sombra, cada uno se aboca a su pasión más urgente: la niña lee con curiosidad incesante; su madre bebe vino tinto como si el mundo fuera a acabarse; Barclays decide seguir durmiendo. Acaso por las pastillas que toma cada noche y que hinchan su organismo como un globo de helio, él siempre puede dormir un poco más. En rigor, no está cansado. Ha dormido en exceso. Pero está de vacaciones y por eso se permite una siesta en la cabaña, para no pensar que su esposa tal vez es alcohólica y lo dejará en unos años para estar con un hombre joven. En algún momento, Barclays se despereza y camina a la piscina. Está gordo, tiene un neumático en el estómago, una panza altiva de señora preñada, y por eso los bañistas en sus tumbonas, chicas lindas, chicos efebos, lo miran con escándalo, con estupor, como si debieran multar a Barclays por afearles el panorama con su barriga de manatí. Pero él los mira de vuelta con olímpico desparpajo y piensa: jódanse, estoy gordo, sí, pero no soy un modelo, soy un escritor, y no vivo de mi culo sino de mis palabras, y las palabras no se me arrugan como se les arrugará el culo a todos ustedes.
A la noche, después de cenar en el restaurante italiano que más aprecian en ese barrio (Barclays pide una pasta de tomate y una pasta verde y se come ambas, ¡cómo no va a estar gordo!), se detienen en una farmacia. Silvana compra cremas, lociones, champús. Barclays compra un lubricante erótico, su esposa lo mira extrañada. Llegando al hotel, la niña se duerme en su cama. Están en una suite grande, de dos habitaciones, de modo que Barclays y su esposa tienen la privacidad deseada. Como ha comprado el lubricante, Barclays le insinúa a su esposa, con unos besos mañosos, que desea hacer el amor, que la desea. Pero ella, en el restaurante italiano, ha bebido varias copas de vino, y cuando bebe, a veces se vuelve arisca, mezquina, distante. Estoy cansada, no tengo ganas, le dice a Barclays, y lo deja babeando con sus besos de gusano y se va a dormir en la cama de la niña. Ya no me ama, ya no está enamorada de mí, ya no me desea, piensa él, derrotado, humillado. Enseguida enciende la tableta y ve un momento pornografía, pero la apaga porque ver pornografía lo deprime, lo hunde en una rara tristeza sobre la condición humana.
Esperando en vano al sueño que le resulta esquivo, Barclays se envenena de pensamientos oscuros, destructivos: como Silvana ya no me ama, empezaré a viajar solo, le daré menos dinero, le pondré un límite de gastos a sus tarjetas de crédito, le diré que no me apetece ver a sus padres, le diré que no quiero ver a sus amigas que votaron por el candidato de izquierdas en nuestro país de origen, le anunciaré que quiero viajar con mis hijas mayores y ya no tanto con ella, le advertiré que, si termina siendo alcohólica, nos separaremos.
Al día siguiente, Barclays despierta a una hora absurda: es mediodía en Los Ángeles, son las tres de la tarde en Miami, las tres en el cuerpo de Barclays. Cómo he podido dormir tanto, piensa él. Quizá duermo tanto porque estoy de vacaciones, o porque ya no me interesa seguir viviendo, porque quiero pasar el resto de mi vida de vacaciones, sin hablar de política, sin ver a la familia, sin ver a nadie, ensimismado, rumiando mis rencores y mis fracasos, tramando mis venganzas literarias. En algún momento, Silvana y Sol aparecen cargadas de bolsos: vienen de comprar en las tiendas de Beverly Hills y están eufóricas y Barclays las saluda y felicita con grandes abrazos, como si comprar tanto fuese un mérito o un talento, al tiempo que piensa: estoy jodido, tengo que limitar los gastos de sus tarjetas, me va a arruinar.
Más tarde, en la cabaña de la piscina, Barclays mira a su esposa, contempla el trasero de su esposa y piensa: la amo, cómo podría no amarla con ese culito delicioso. Libertino, erotómano, trotamundos, James Barclays ha tenido su cuota de amantes aquí y allá: el culito más lindo que le ha sido dado es el de Silvana, su esposa. No podré dejarla nunca, piensa él. Me vale madre que sea alcohólica, mientras me preste de vez en cuando esas nalgas gloriosas, malicia, se relame. Pero si no me deja jugar con su cuerpo, iremos a la guerra y le cancelaré todas las tarjetas, que se joda.
Esa noche, como si leyera la mente afiebrada de su esposo, Silvana Barclays, con ganas o sin ellas, toma la iniciativa: ya durmiendo su hija, se mete en la cama de James Barclays, lo desviste delicadamente y le hace el amor con una pericia y una osadía singulares, pasando por alto que él está gordo, ignorando que él le lleva veinte años, besándolo y acariciándolo como si fuese un cuerpo irresistible, elevándolo al nirvana al que ella y sólo ella sabe guiarlo. Luego ella va al baño, hace sus abluciones y se va a dormir en la cama de su hija. Entonces Barclays piensa: la amo, nunca me alejaré de ella, le daré toda la plata que quiera, no le fijaré límites a las tarjetas de crédito, la acompañaré lealmente si desea ser alcohólica, seré generoso con sus padres, no me enojaré con sus amigas que votaron por el candidato de izquierdas en nuestro país de origen.
Es decir que Barclays, complacido, contento de sentirse amado, deseado, pasa a pensar exactamente lo contrario de lo que pensaba cuando su esposa se negaba a hacerle el amor. Es decir que Barclays, despechado, es malo, maléfico, vengativo; y en cambio el mismo Barclays, bien amado, es bueno, bondadoso, comprensivo. Ese brusco cambio de ánimo no depende ya de las pastillas que toma para regular su bipolaridad, sino de las caricias y los besos de su esposa. Barclays piensa entonces, derrotado: amo tanto a Silvana que ella tiene el poder de hacerme feliz o desdichado, y eso me da miedo, más miedo aún que su adicción al alcohol.