El mundo ha cambiado. O mi mundo ha cambiado. Tanto ha cambiado mi mundo que a veces me pregunto si me gustaría ser mujer. Digamos tomarme un año sabático como hombre y volverme mujer. Vestirme como mujer, maquillarme como mujer, amar como mujer, expresarme como mujer. De momento solo me he atrevido a escribir como mujer. Y me ha gustado. Me he divertido mucho más que cuando escribo como hombre.
Me pregunto cómo reaccionarían mis hijas si me viesen convertido en mujer. Quizás les haría gracia, no lo sé. Las mayores viven lejos, me ven raramente, nunca suben una foto conmigo a sus redes sociales. Creo que les avergüenza ser mis hijas. Las entiendo bien. No debe de ser fácil tener un padre tan impresentable. Por eso pienso que, si me hago mujer, quizás sentirían un alivio, pues su padre dejaría de existir.
Mi madre sufriría si se enterase de que yo, su hijo mayor, me he convertido en mujer. Ya ha sufrido bastante con mis libros, a pesar de que no los ha leído, o eso dice ella. Ha sufrido porque sus amigas santurronas la mortifican diciéndole que las cosas que yo escribo me las dicta el demonio mismo. Puede que así sea. Cuando escribo, escucho voces, un concierto de voces sediciosas, insolentes. No sé si una de ellas pertenece al diablo. De ser así, estoy en deuda con él. Y si me hago mujer al menos durante un año, me temo que mi madre me rechazaría, no me abriría las puertas de su casa, no me dignificaría con un abrazo de mujer a mujer, pues vería en mí, su hijo concupiscente, al diablo encarnado.
Sería muy bueno para mi programa de televisión que me volviera mujer. No le cambiaría el nombre egocéntrico. Seguiría llamándose “Bayly”. Pero, al comenzar el programa, ya no diría “hola, buenas noches, soy Jaime Bayly, bienvenidos al programa”. Diría “hola, buenas noches, soy Jimena Bayly, bienvenidos al programa”. Naturalmente, me vestiría como mujer, me maquillaría como mujer, quizás mi esposa pudiese ayudarme comprándome los vestidos y el maquillaje apropiados.
Como el mundo ha cambiado y ahora menos gente ve la televisión abierta, el canal que difunde mi programa está en crisis, casi todos los canales están en crisis. El problema es sencillo: los jóvenes menores de cuarenta años no encienden más el televisor, salvo acaso para ver un juego deportivo. Mi programa tiene unos ratings fabulosos entre los mayores de cincuenta años, pero, entre los jóvenes, el rating es cero. Debido a ello, nuestros auspiciadores publicitarios suelen apuntar al público veterano de mayores de cincuenta años. Si de pronto me hago mujer, si un viernes me despido como hombre y el lunes me presento como mujer, ¿me verían ahora sí los jóvenes, o seguirían ignorando mi programa? Y los abuelitos que ven mi programa, ¿me aceptarían como mujer? No lo sé. Pero sería un escándalo. Y los ratings seguramente subirían. Buena falta me hace que suban.
El próximo año debo publicar una novela con una editorial española de prestigio. No la firmaría como Jimena Bayly para no confundir a mis lectores de toda la vida, pero en la foto de solapa sí me atrevería a salir como mujer, sin dar explicaciones. ¿Acaso debo tener poderosas razones para volverme un tiempo mujer o todo el tiempo mujer? ¿No basta con sentirme atizado por la curiosidad, turbado por el morbo, tentado por el riesgo? Me encantaría llegar a las ferias del libro en Madrid y Barcelona, en Buenos Aires y Bogotá, en Santiago y Guadalajara, vestido como mujer. Sería un barullo delicioso, un revuelo de aquellos. A la feria de Lima no sé si iría, allá todavía hay mucha gente obtusa que desea matarme, ora como hombre, ora como mujer.
Si quiero volverme mujer más o menos pronto, debo bajar de peso. Radicalmente. Tajantemente. Tenazmente. Estoy gordísimo. Siendo hombre, en fin, mis espectadores me lo perdonan, no me lo enrostran tanto, aunque a veces me llaman gordo, ballena, foca, cetáceo. Pero siendo mujer, una flamante mujer, se vería mal entrar a las ferias y a las televisiones agitando mis rollos, inflando mis mofletes, estremeciendo mis nalgas, toda apretujada yo en un vestido rojo torero. Sé bien que los críticos literarios se ensañarían conmigo. No se ocuparían más de mis libros, de mi obra inconstante, sino de mi aspecto adiposo, desmesurado. Dirían que parezco una empanada, una croqueta; dirían que parezco un suflé, un queque; dirían que parezco un volcán de chocolate, una mazamorra morada. Cómo hago para adelgazar si deseo abocarme luego a la tarea ímproba de ser mujer, no lo sé.
Con mi esposa, por fortuna, no tendría problemas. Por algo la amo, por algo estoy con ella. Me acepta como hombre, como hombre a medias, como hombre errático, que va y viene. También me acepta como mujer encubierta, agazapada, como mujer libidinosa, como mujer poseída por las fiebres maliciosas del deseo. Sabe que puedo ser un hombre o una mujer, según dicten las circunstancias cambiantes, volátiles, del deseo. Yo también la amo cuando se expresa como mujer y cuando se expresa como hombre. Puestos a ser mujeres, yo no me corto y soy capaz de superarla: ella es una mujer de su casa, pero yo soy una meretriz, una hetaira, llegando a extremos muy bajos, indecibles, deseando que me obturen todos los orificios. Puestos a ser hombres, ella me sobrepasa sin esfuerzo: es ruda, recia, valerosa, entradora, mientras yo soy un hombre bobo, melancólico, culposo, gatuno. Es una suerte muy grande tenerla como esposa. Me he sacado la lotería. Nunca fui tan feliz como estos años con ella, doce años ya. Le ha preguntado si me aceptaría como mujer y me ha dicho sí, claro que sí, sería genial, sería súper divertido. Sé que cuento con ella. Eso me da ánimos, me llena de entusiasmo. Sé que mi esposa no me dejaría.
Por el momento, solo hemos dado unos primeros pasos muy temerosos, muy pudorosos. Mi esposa me ha comprado calzones y sostenes de mujer. Claro que son talla muy muy extra large. Los suyos no me quedan, faltaba más. Pero, cada noche, después de ducharme, cuando me visto para ir a la televisión, me pongo mis calzones y mi sostén y ya luego visto el traje, la corbata, la ropa de varón. Por fuera parezco un hombre, pero por dentro, en mi ropa interior, en mi mundo interior, soy una mujer, o así me siento en ocasiones, como por rachas o por ráfagas, como si fuese una lluvia torrencial pero entrecortada.
Aunque no menstrúo, aunque a mi edad, cincuenta y siete años largos, ya tendría la menopausia, mi esposa me ha enseñado a colocarme toallas higiénicas dentro del calzón. No son tan incómodas como pensaba. Uno se acostumbra. A lo que no he podido acostumbrarme es a deslizarme un tampón. Me siento bloqueado, obturado, obstruido, censurado. No puedo hacer mi programa en esas condiciones. Yo digo en mi programa lo que me canta el orto. No puedo tenerlo taponeado.
Uno de estos días voy a cambiar mi foto de portada en Facebook. Me vestiré como mujer, me maquillaré como diva, sonreiré como diosa helénica y subiré la foto sin dar disculpas ni explicaciones. ¿Por qué debería disculparme? ¿Por qué debería dar razones, explicarme, defenderme? Yo no elegí ser varón, no elegí nacer donde nací, no elegí crecer donde crecí, no elegí a los padres que me tocaron en suerte. Pero ahora puedo darme el lujo de elegir mi identidad. Quiero ejercitar mi libertad hasta las últimas consecuencias: cambiar de género, ser mujer; luego cambiar de nombre, ser Jimena y no Jaime, qué nombre tan feo Jaime; y finalmente tener un pasaporte y una licencia de conducir con mis fotos y mi nombre ya cambiados a mi condición de fémina sin pudores ni inhibiciones. Después, pasado un año o dos, si me arrepiento, no pasa nada, vuelvo a ser hombre, o soy mujer los años bisiestos.
A mis hijas mayores, que trabajan con ahínco en la ciudad de Nueva York, que nunca han subido a sus redes sociales una foto conmigo, que hacen todo cuanto pueden para no verme, que a buen seguro se avergüenzan de mí, les digo, les anuncio: Hijas mías, pronto tendrán no una, sino dos mamás. Pronto seré vuestra madre, vuestra segunda madre. Ya tienen una mamá oficial que no deja de fumar y embriagarse en las playas francesas, en la costa amalfitana, pues ahora tendrán una mamá suplente muy trabajadora, muy volcada a sus dos pasiones, la televisión y los libros. Espero que me acepten tal cual soy. Espero que se acostumbren a decirme Mami o Mamita. Espero que en mi cumpleaños y en navidades me regalen cremas regias de señora pudiente. Mi hija menor ya sabe que deseo ser mujer y me apoya cien por ciento, totalmente, sin reservas. Solo me pide una cosa: por favor no uses mis cremas, mis perfumes, mis lociones, no estoy dispuesta a compartirlas contigo.
Mi esposa, tan lista, tan adorable, me sugiere que hagamos un programa de televisión doméstico, grabado en nuestra casa, mostrando las intimidades y los secretos de mi transformación de hombre polémico de la televisión y los libros a mujer de apetito meretriz, hetaira. Me parece una idea genial. Compraremos cámaras, luces, micrófonos y lo iremos grabando y documentando todo. No sé cómo terminará, pero promete ser divertido. Por lo pronto, debo bajar de peso. No puedo salir todo el tiempo vestido de mujer, la nevera abierta, yo curioseándola, devorando helados. No quiero ser una mujer sobrealimentada, sé que mis enemigos harían escarnio de mí. Mi deseo es ser una mujer flaca, flaquita, que solo come una banana y una manzana, orgullosa de su cintura de avispa, de sus pechos incipientes y de sus nalgas pundonorosas, guerrilleras. No quiero parecer una mujer católica, conservadora, madre de familia, qué pereza. Quiero ser una diosa, una diva. Quiero ser una mujer más sexy que mi mujer.
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