Barclays estaba en la suite presidencial de un hotel en Lima con vistas al océano Pacífico («si no puedo ser presidente, me contentaré con ocupar las suites presidenciales», solía decir, en tono risueño, a sus amigos), cuando su hermano John le dijo por teléfono:
-El juez ha dictado orden de captura. Van a arrestarlo en cualquier momento.
John Barclays aludía al padre de ambos, don James Barclays, quien, tras una exitosa carrera como ejecutivo en bancos y automotrices, había presidido el Jockey Club durante dos períodos, y luego se había retirado, pensando en dedicarse a su afición más perdurable, la de viajar y cazar animales, un plan que abortó bruscamente porque la nueva administración del Jockey, presidida por un almirante retirado, lo enjuició por malos manejos de los dineros del Club, y ahora el juez a cargo del caso había encontrado suficientes indicios de culpabilidad como para ordenar su inmediata captura.
-Dile a papá que no se entregue -le dijo Barclays, desde su suite, a su hermano menor, John-. Dile que venga enseguida al hotel. Yo lo voy a esconder.
En ese momento Barclays no se encontraba a solas en la suite. Estaba con él, haciéndole fotos, el fotógrafo internacional Mario Tarantino, un artista de los retratos, quien había leído los primeros libros de Barclays, traspasados de pura angustia gay, y sentido curiosidad por conocer al escritor y hacerle fotos. Antes de comenzar la sesión, Tarantino abrió los vestidores de la suite y escudriñó con ojo hipercrítico la poca ropa de Barclays, incluyendo sus calzoncillos, que miró con espanto o pavor.
-Tienes que aprender a vestirte -le dijo, en tono paternal-. Tu ropa es patética.
-Soy un escritor, Mario -se defendió Barclays-. No sé nada de moda.
-Cuando aprendas a vestirte, escribirás mejor -dijo Tarantino.
Ahora estaban Barclays en calzoncillos y Tarantino disparando sus retratos cuando el escritor le dijo al fotógrafo:
-No podemos seguir. Mi padre está en camino. Va a llegar en cualquier momento.
-Me hace ilusión conocerlo -dijo Tarantino-. Porque ya lo he conocido bastante en tus novelas.
-No conviene, Mario -dijo Barclays-. Mi padre es muy homofóbico. Te ruego que te vayas.
Sorprendido, el gran fotógrafo internacional recogió sus equipos sin demasiada prisa, seguramente pensando:
-Qué patán este Barclays de interrumpirme así una sesión de retratos.
Aún no se había marchado el fotógrafo cuando volvió a sonar el teléfono:
-Señor Barclays, su padre está aquí abajo, en la recepción.
-Que suba inmediatamente -dijo Barclays.
Poco después, Barclays abrió la puerta, hizo pasar a su padre sin darle un abrazo ni un apretón de manos y dijo:
-Papá, te presento a Mario Tarantino, el famoso fotógrafo.
Se dieron un apretón de manos y Tarantino se despidió con elegancia y coquetería.
-¿Es tu amigo? -le preguntó a Barclays su padre.
-No, sólo estaba haciéndome fotos.
Por supuesto, ya Barclays se había vestido. Su padre no sabía quién era Mario Tarantino: el mundo de la moda no era su mundo.
-¿Qué hacemos? -preguntó el señor James Barclays.
-No puedes quedarte en tu casa -le dijo su hijo, el escritor-. Van a llegar en cualquier momento a arrestarte. Tienes que esconderte. Tienes que pasar a la clandestinidad.
-¿Dónde crees que debo esconderme, hijo?
El señor Barclays estaba levemente nervioso, aunque intentaba disimularlo.
-Quédate acá hasta que tengamos un plan. Luego a la noche te buscamos un buen lugar para esconderte.
De pronto Barclays hijo recordó que el fotógrafo Tarantino tenía un apartamento en una playa cuarenta kilómetros al sur, llamada Punta Hermosa. Lo llamó enseguida. Le dijo:
-Mario, necesito pedirte un gran favor. ¿Estás durmiendo en tu apartamento en la playa?
-No -dijo Tarantino-. Es invierno y me muero de frío. Estoy en casa de Susana de la Fuente.
-¿Puedes prestarme tu apartamento dos o tres días? Después te explico de qué se trata. Es un asunto muy delicado.
-Con mucho gusto -dijo Tarantino-. Siempre que mañana sigamos con las fotos que interrumpiste.
Esa noche, los Barclays, padre e hijo, salieron de la cochera subterránea del hotel en la camioneta del hijo, se detuvieron en la casa de Susana de la Fuente, recogieron las llaves del apartamento del fotógrafo Tarantino y manejaron hasta Punta Hermosa, donde pasaron la noche tomando coñac.
-Papá, necesito preguntarte algo -dijo Barclays-. ¿Eres culpable?
-No, hijo. Soy inocente. No le he robado nada al Jockey Club. El almirante que me acusa es un hijo de puta.
Pero Barclays no supo si creerle a su padre.
-No vas a entregarte -le dijo-. Voy a hablar con mi abogado. Vamos a ganar este juicio. Vamos a ganarlo como sea. Cueste lo que cueste.
-Gracias, hijo. Gracias por estar de mi lado. Tu madre es una jodida. No me cree. Cree que soy un ladrón. Casi me ha botado de la casa.
-Nadie debe saber que estás acá. No hables por teléfono con ella ni con nadie, papá.
Los Barclays, padre e hijo, habían sido enemigos toda la vida, el padre deplorando los libros que publicó su hijo, el hijo maldiciendo los abusos que le infligió su padre, pero ahora las circunstancias aciagas los habían unido en una extraña alianza: la de salvar el honor de la familia e impedir que don James Barclays fuese a la cárcel, acusado de ladrón.
-No vas a pasar una sola noche en la cárcel, papá. Confía en mí. Confía en mi abogado.
-Por eso estoy acá, hijo. Tu hermano John me aconsejó que me pusiera en manos de tu abogado.
Al día siguiente, convocado por el escritor, llegó al escondrijo de Punta Hermosa el abogado de Barclays hijo, dispuesto a salvar de la cárcel a Barclays padre. Se llamaba Henry Gubbins. Era bajo, gordo y cabezón. Era brillante, culto y ambicioso. Era astuto, maléfico e inescrupuloso. Ganaba todos los juicios. Solía decir con delicioso cinismo:
-En este país la fuente del Derecho es el dinero.
Gubbins escuchó pacientemente el largo alegato de Barclays padre, recibió las carpetas con todos los documentos del caso, aprobó que don James siguiera escondido en Punta Hermosa, le aconsejó que no tratara de salir del país y sentenció:
-Esto se arregla fácilmente con cien mil dolaritos.
No dijo dólares, dijo “dolaritos”.
Don James Barclays arqueó las cejas, sorprendido, frunció el ceño y miró a su hijo, el escritor, quien, a su turno, le dijo a su amigo, el abogado:
-No hay problema, Henry. Cuenta con eso.
-Si queremos aceitar al juez y al fiscal y asegurarnos de levantar la captura y ganar el juicio, necesito la plata ahora mismo -dijo Gubbins.
Barclays padre no parecía dispuesto a pagar nada. Lo acusaban de haberse robado millones de dólares del Jockey Club, pero él sostenía que era inocente y quizás por eso no quería mostrarle dinero al abogado, no fuese a creer Gubbins que don James había desfalcado al Jockey Club.
En pocos minutos, Barclays hijo abrió la aplicación de su cuenta bancaria, introdujo los números de la cuenta de Gubbins y le transfirió cien mil dólares:
-Ya tienes tus dolaritos, Henry.
-Gracias, hermanito. Quédate tranquilo que con este lubricante yo me encargo de aceitar bien a todos.
Antes de irse, Gubbins le dijo a don James Barclays:
-Usted no va a pasar una sola noche en la cárcel, le doy mi palabra. Y luego vamos a enjuiciar al nuevo presidente del Jockey, el almirante que le ha abierto el juicio, y lo vamos a meter preso a ese cabrón.
Gubbins se marchó caminando como si le pesara la cabeza, como si fuera a caérsele. Se metió en un coche negro, blindado, un chofer abriéndole la puerta. Se perdió en la espesa penumbra de la noche, al pie del mar Pacífico.
James Barclays pasó dos semanas escondido en el apartamento de Punta Hermosa del fotógrafo Mario Tarantino. Barclays, su hijo, el escritor, reanudó la sesión de fotos y volvió a quedar en calzoncillos, a sugerencia del afamado retratista. Todas las noches, el escritor manejaba hasta Punta Hermosa con comidas y bebidas para su padre: quesos, jamones, salmón ahumado, algo de caviar, whisky y coñac, pero nada de dulces, pues don James alardeaba de ser tan macho que no comía helados ni chocolates ni postres en general, pero bebía café, whisky y coñac como preso político recién liberado.
-Papá, dime la verdad, ¿no es tu firma la que está en todas las facturas sobrevaluadas del Jockey? ¿No es cierto que inflaste los montos al doble y al triple por cada compra o servicio, para quedarte con la diferencia?
-No, hijo. Créeme. Soy inocente. Es mi firma, claro, pero los montos eran los correctos, no estaban inflados.
-El presidente del Jockey dice que transferiste ese dinero a una cuenta en un paraíso fiscal.
-Sí, sí, dice que tengo una cuenta en las islas Vírgenes Británicas. Esa cuenta ya no existe, hijo. La tuve un tiempo, pero la cerré.
-Si te llevaste un dinero del Jockey, no te voy a juzgar, papá. Pero necesito saber la verdad.
-No me robé nada, hijo. Soy inocente. Sírveme más coñac, por favor.
Unos días después, el abogado Gubbins le dio una buena noticia a Barclays:
-En cualquier momento levantan la orden de captura. Dile a tu viejo que se quede tranquilo. He repartido más aceite que grifo de carretera. Todos bien lubricados, mi estimado.
-Gracias, querido Henry. Eres el mejor de todos.
Una noche en Punta Hermosa, los Barclays, padre e hijo, salieron a caminar por la playa, bien abrigados, don James fumando un cigarrillo, alcoholizados ambos.
-Hijo, te debo unas disculpas -dijo de pronto don James.
-No me debes nada, papá.
El rumor del mar danzando su extraña danza infinita, las olas lamiendo lánguidamente la orilla pedregosa, el viento húmedo y helado, la sensación de estar a solas, escondidos, en la clandestinidad: todo inducía a deponer las hostilidades, firmar un armisticio e intentar ser amigos, o cuando menos aliados.
-Te he hecho la vida imposible -dijo don James Barclays-. He sido muy estricto contigo. Te pido perdón por eso.
-No pasa nada, papá. No hay rencores.
Pero claro que había rencores, y allí estaban los libros de Barclays, un minucioso inventario de esos rencores contra su padre, contra su familia, contra su país.
-Te felicito, hijo, porque, a tu manera, eres un ganador. Ya no puedo seguir jodiéndote la vida. Has ganado. Reconozco que has ganado.
-No he ganado nada, papá. Todo es una impostura.
-Dame un abrazo, hijo.
Padre e hijo se abrazaron brevemente, a orillas del mar.
-¿Me perdonas, hijo?
-No perdono nada, papá. Hay cosas que no se olvidan. Pero te quiero. Por eso estoy acá.
Días después, el abogado Gubbins cumplió sus promesas: el juez dejó sin efecto la orden de captura, don James Barclays regresó a su casa y la justicia lo declaró inocente de todos los cargos.
Años más tarde, padre e hijo volvieron a abrazarse, esta vez en una clínica, en la víspera de que Barclays padre muriese de cáncer.
-¿No hay rencores? -preguntó Barclays padre.
-No hay rencores -respondió Barclays hijo.
Luego don James le dijo:
-Acércate, quiero decirte algo al oído.
Barclays, el escritor, pensó que su padre le diría algo sentimental, un último consejo, el sentido profundo de la vida. No fue así. Le entregó una llave pequeña de una caja de seguridad en un banco. Le dijo que allí estaban todos los datos de una cuenta bancaria en Suiza. Le dijo que el único beneficiario era él, Barclays, su hijo mayor, el escritor, su enemigo de toda la vida.
-Es la plata del Jockey -dijo Barclays padre-. Que no se entere tu madre, por favor.
Barclays padre murió esa noche, de madrugada, confortado por los auxilios de su esposa y de un cura llevado por ella. Al día siguiente de los funerales, Barclays hijo viajó a Zurich.
-Me han invitado a un congreso literario -mintió.