Jaime Bayly: Mis reputaciones

Mis hijas saben que soy una persona solvente, dotada de ciertos recursos, y que dicha hacienda no se debe a mi talento, ni a mi laboriosidad ,ni mucho menos a mi inventiva literaria, pues con lo slibros sólo gano problemas, sino a mi madre, a la generosidad de mi madre, que me compró la casa en la que vivo.

Mi segunda hija, Paula Barclays, ejecutiva en ascenso de una compañía tecnológica global, que trabaja desde su casa o desde un hotel, siempre viajando, pues su campo de operaciones es el mundo libre, todos los países donde opera esa firma de vanguardia que vale billones, enterada de que su hermana mayor irá a pasar las fiestas con su madre, decide naturalmente secundarla y, de paso, pedirme que le compre un boleto aéreo a ella también. Es lo justo, desde luego. Lo hago de inmediato, el día mismo en que me lo pide, en las fechas que me sugiere, y en la mejor clase, asimismo. Las tarifas son onerosas, era de suponer, porque en estas semanas de fin de año es bastante más caro viajar en avión, pero no corresponde quejarse ni pedir descuento. Tampoco me parece apropiado decirle que el canal de televisión aún no me ha confirmado que me renovará el contrato el próximo año y que recientemente me ha recortado el salario, una vez más. Mis hijas saben que soy una persona solvente, dotada de ciertos recursos, y que dicha hacienda no se debe a mi talento, ni a mi laboriosidad, ni mucho menos a mi inventiva literaria, pues con los libros sólo gano problemas, sino a mi madre, a la generosidad de mi madre, que me compró la casa en la que vivo y me regaló más dinero del que yo había visto nunca. Es decir que soy un mantenido, un parásito, un chupasangre, un hijito de mamá, y mis dos hijas lo saben bien y por eso me piden los boletos aéreos, a sabiendas de que debo pagarlos sin chistar, puesto que, si me opongo o hago una escena histérica o de divo en decadencia, se los pedirán a mi madre, quedando yo en ridículo, una vez más.

Mis hijas Camille y Paula Barclays deberían amar a mi madre como aman a su abuela materna, la arpía, la dueña de los hoteles ahora vacíos por la pandemia, Dios quiera que quiebren pronto. Pero no la aman, no aman a su abuela paterna, o sea, a mi madre, Dorita, que es una santa y no merece aquellos desaires, esos tratos desdeñosos. No los merece porque, cuando la madre de mis hijas se divorció de mí y decidió volver a la ciudad del polvo, de la niebla, de la melancolía, allí donde también vive mi madre, ciudad de la que escapé para sentirme libre, ella, mi exesposa, la madre de Camille y Paula Barclays, la señora Casandra Mesías, la ultrajada, la humillada, la despechada, la dignísima, fue a llorarle lágrimas de cocodrilo a mi madre, y le dijo que yo, por ateo, por libidinoso, por batear en el mundo del erotismo con la diestra y la siniestra, por jugar en todos los equipos, saltimbanqui de cama en cama, explorador de los más improbables orificios humanos, la había dejado sin casa, sin familia convencional, sin reputación, sin futuro, sin norte ni brújula, desnortada, y ella, la señora Casandra Mesías, la dignísima, según decían las revistas de papel cuché, solidarizándose con ella, la víctima de mi desaforado apetito erótico, merecía una casa señorial, en un barrio noble, a ser posible muy cerca de la casa de mi madre, que, una santa, la mujer más buena y cándida del mundo, le prometió a su nuera luctuosa que, en efecto, le compraría una casa, tú escógela, hijita, y me avisas, y yo te la compro con todo gusto, y de paso la abrazó y lloró con ella y luego la conminó a que rezaran juntas el rosario, a ver si yo me volvía creyente y bateador de un solo equipo, el de los varones. Poco tiempo después, la señora Casandra Mesías y su amigo y apandillado, el suntuoso decorador Jordi Jordano, eligieron la casa que mi madre debía adquirir, a sólo dos cuadras de la casona señorial de mi madre, una propiedad que costaba la friolera de un millón doscientos mil dólares, dinero que la señora Casandra, dignísima ella, le pidió a mi madre en efectivo, en una gran maleta, aunque luego de comprar la casa le pidió cien mil dólares más para decorarla. Pero, además, la señora Mesías le exigió a mi madre que nunca me contase que le había entregado ese dinero, comprado aquella mansión, creyendo que mi madre sería leal a ella y le guardaría tamaño secreto, un elefante en la sala de su casa, pero no pasó ni un año y mi madre acabó diciéndome la verdad, pues ella no sabe decir mentiras. Desde entonces, la señora Mesías, mi exesposa, y nuestras hijas Camille y Paula no han perdonado a mi madre, y no la saludan por su cumpleaños ni por navidad, y no le escriben siquiera un correo escueto para cumplir las formalidades. Habiendo comprado mi madre la casa en la que esas mujeres pasarán las fiestas de fin de año, me temo que no tendrán la delicadeza, la cortesía ni la gratitud de visitarla en su casa, apenas a dos cuadras, y dejarle regalos, y darle gracias eternas por ser tan amorosa: es seguro que la arpía de mi exsuegra, de haber ido yo a llorarle mis desgracias sentimentales, mis desventuras amorosas, no me hubiese comprado casa, chalé, piso, apartamento, escondrijo o madriguera, y me hubiera sacado a bofetada limpia de su casa.

Así las cosas, espero que este año mis hijas Camille y Paula visiten a su abuela paterna, la abracen, le digan que la quieren mucho y le entreguen regalos: es lo que mi madre se merece. La adorable Dorita Lerner, su abuela paterna, no tiene la culpa de las cosas que he escrito, de los escándalos que he protagonizado, de los amantes variopintos que han manchado mis camas, de mis pleitos con la dignísima Casandra Mesías porque ella me quería más varón de lo que me daban mis diezmadas hormonas. Mi madre me ha sufrido tanto o más que todas ellas y aun ahora sueña con reformarme, adecentarme, devolverme al club en que ella me matriculó, cuando yo era joven: el de los hombres varoniles, viriles, creyentes, el de los hombres que madrugan y ofrecen su día al Altísimo y trabajan de sol a sombra, el de los hombres que no darían un paso en falso que pudiera dañar sus reputaciones, el de los hombres que van a misa de gallo, dejan regalos al pie del pino navideño y comen pavo en nochebuena. Mi vida es una suma de pasos en falso, de meandros y bifurcaciones, de senderos al borde del abismo, y mis reputaciones son ya una cosa perdida, irrecuperable.