Todos queríamos leer sus cuentos y su poesía, pero él era tan refinado o pudoroso que nos escondía esos escritos y decía que solo se publicarían después de su muerte
Con apenas quince años, Jimmy Barclays entró a trabajar como practicante al diario “La Prensa” porque su madre, Dorita Lerner, preocupada por su conducta díscola, quería que hiciera algo útil durante las vacaciones escolares y era amiga del director del periódico, Arturo Salcedo, a quien le pidió que se inventase un empleo no remunerado para su hijo descarriado, oveja negra, que no había querido confirmarse en la religión católica y afirmaba con insolencia que había dejado de creer en Dios, lo que sumía a Dorita en profundas depresiones.
Canoso, risueño, narigón, Salcedo, director y dueño del periódico, recibió al joven Barclays en el vetusto local del diario y le encomendó que se ocupase de cortar los cables que llegaban estrepitosamente a los teletipos de la página internacional. Rodeado de periodistas veteranos que golpeaban con frenesí sus viejas máquinas de escribir en una sala de redacción que parecía manicomio o cantina o meretricio, Barclays comprendió que había llegado al lugar correcto. Fue así como el virus del periodismo le fue inoculado. Fue así como conoció a los genios.
Los genios, así llamados por el jefe de la página editorial, don Jorge Wallace, o los jóvenes turcos, así llamados por el director del diario, eran todos estudiantes de la universidad católica, precoces escritores e intelectuales, promesas de la política, entre los diecinueve y veintiún años, y ocupaban cargos importantes en el periódico. Unos pocos años mayores que Barclays, lo adoptaron inmediatamente como el benjamín de la cofradía. Los genios poseían inteligencias deslumbrantes. Habían sido elegidos y convocados por el líder de la secta, Federico Salcedo, hijo del director del periódico, el único de los genios que no asistía a la universidad católica, pues se declaraba ateo y estudiaba en una universidad pública. Narigón y risueño como su padre, lector infatigable de los clásicos pensadores liberales, adorador de Borges, poeta clandestino, Salcedo pensaba como un liberal extremo y vivía como un libertino: era alcohólico, amanecía en las cantinas del centro, y amaba a las mujeres, no solo a sus novias oficiales y furtivas, sino principalmente a las putas, de las que era amigo y confidente. Era, pues, un poeta beodo y putañero, y sus discípulos genios lo adoraban por su talento intelectual y su vida licenciosa. Dirigía el suplemento dominical del diario. Todas las semanas, invitaba a una puta o a una vedette a las oficinas del suplemento, la hacía bailar en tanga sobre la mesa principal de la redacción, la entrevistaba y le hacía fotos y le daba dos páginas ese domingo. Naturalmente, las putas lo amaban y no le cobraban.
El mejor amigo de Federico Salcedo era también un escritor a hurtadillas; amante de las mujeres, pero no de las putas; sibarita y vividor, pero no alcohólico; activo conspirador de la cofradía liberal de los genios, pero infrecuente visitante del periódico, pues le daba pereza meterse en el caos del centro de la ciudad. Se llamaba Mario Gambini y escribía como los dioses y todos sus colegas genios pensaban que algún día escribiría la gran novela en lengua española de su generación. Profesor de lengua, maestro universitario a tan precoz edad, lector devoto de Borges y Bioy Casares, seductor de las mujeres más lindas de la ciudad, Gambini dirigía desde su casa las páginas culturales del periódico, al tiempo que escribía poemas, relatos, novelas que nadie podía leer, ni siquiera su hermano, músico consagrado, ni Federico Salcedo, su mejor amigo desde niños, desde el colegio alemán. Todos queríamos leer sus cuentos y su poesía, pero él era tan refinado o pudoroso que nos escondía esos escritos y decía que solo se publicarían después de su muerte. Debido a ello, lo queríamos y admirábamos todavía más, pues cultivaba la humildad y era renuente a toda forma de exhibicionismo.
Los dos principales editorialistas del periódico, Enrique Garzón y Carlos Espada, trabajaban en escritorios uno al lado del otro, separados por dos o tres metros, pero eran enemigos y no se hablaban. Ambos eran liberales y escribían unos editoriales furibundos que reflejaban la opinión del diario. No los firmaban. Eran textos incendiarios, flamígeros, contra el Estado, las empresas públicas, el déficit fiscal, la burocracia, los charlatanes de la izquierda. Eran virulentas proclamas libertarias a favor de la privatización de las empresas públicas, de todas las empresas públicas, y de las universidades y las cárceles, de las playas y el mar, de las carreteras y los hospitales. Garzón era bajo, tendía a ser gordo y tenía la cabeza muy grande. Era astuto, inteligentísimo, chismoso e intrigante. A tan temprana edad, había leído a Adam Smith, a Mises y Hayek, a Popper y Friedman. Por su parte, Espada, hijo de españoles, alto y envanecido, delgado y presuntuoso, vivía en un castillo, quería ser diplomático y escritor y poseía un humor ácido, corrosivo. Mientras Garzón leía en su biblioteca a los sabios liberales, Espada visitaba los cines del centro para ver películas pornográficas. No se hablaban, no se saludaban, se odiaban, a pesar de que escribían uno al lado del otro y coincidían en todo, o casi todo, cuando pontificaban. Se detestaban porque competían. Garzón quería que despidieran a Espada para ser el único editorialista sabio o sabiondo del diario. Espada quería que echaran a Garzón por la misma razón. Se odiaban porque la competencia, lejos de hermanarlos, los enfrentaba, los convertía en rivales insidiosos y enemigos declarados. Había que verlos tecleando sus viejas máquinas de escribir como si fuese el fin de los tiempos y ellos tuviesen la pesada responsabilidad de anunciárnoslo. Eran mentes brillantes, pero actuaban como niños caprichosos, consentidos.
El genio a cargo de la página económica se llamaba Iván Alfonso. De todos los genios, parecía el más genial y podía ser el más afable. A diferencia de los otros genios, viajaba con frecuencia, hablaba varias lenguas, era cosmopolita, soñaba con hacer una maestría y un doctorado en el extranjero. A diferencia de ellos, no acariciaba la idea de ser un escritor. Pero, como a los demás genios, el mundo del poder le resultaba fascinante, irresistible, y por eso quería capitanear la gran revolución liberal. Leía en inglés, amaba a las mujeres, sobre todo a las azafatas, era sagaz invirtiendo en la Bolsa y sabía más de economía y finanzas que el ministro de turno.
Finalmente, completaban la cofradía de los genios el jefe de la página hípica, Freddy Chávez, y el jefe de sociales, Pablo Canterano. El primero, Chávez, era pícaro, marrullero. Sus grandes pasiones eran las carreras de caballos y las apuestas hípicas. Tenía informantes o soplones que le cantaban quién ganaría qué carrera más o menos amañada. Gracias a ello, solía ganar fortunas en el hipódromo. Saliendo de las carreras, siempre con amigos, gastaba esas fortunas en licores y damas de compañía. Era ludópata, dipsómano y libidinoso, y no tenía el menor deseo de corregir dichos vicios. Se jactaba de hacer gemir a gritos a sus amantes y terminar tres veces dentro de ellas, sin retirar su colgajo. Soy un semental, decía, y sus amigos se reían. A su turno, Canterano era el único de los genios que amaba a su novia y le era fiel, el único que no se entregaba a grandes borracheras ni cultivaba amistad con hetairas veteranas. Era un gran tipo, y siempre estaba dispuesto a jugar un partido de fútbol, y todos lo querían por ser un amigo leal y entrañable, a más de divertido.
Eran siete los genios de “La Prensa”, y Jimmy Barclays pasó a ser el octavo y último genio, y el menos genio de todos.
Entretanto, el periódico se hundía en una crisis profunda: bajaban las ventas, se retiraban los anunciantes, no se podía despedir a los empleados innecesarios que habían sido fichados en tiempos de la dictadura militar porque gozaban de “estabilidad laboral”, las deudas crecían y el futuro se tornaba sombrío. Al mismo tiempo que el director y sus editorialistas pontificaban contra las empresas públicas y el Estado elefantiásico, contra los dispendios y los subsidios, contra los desequilibrios fiscales y el endeudamiento, el periódico parecía una empresa pública agobiada por la burocracia, desbordada de costos excesivos que superaban los ingresos y condenada a perder dinero año tras año. Es decir que el director y sus editorialistas más preclaros eran buenos para defender la teoría del capitalismo liberal, pero no tan buenos para aplicarla en el periódico que languidecía.
Sin embargo, todos los sábados, el jefe de la página editorial, don Jorge Wallace, el hombre más bondadoso del periódico, convocaba a los genios a una gran cuchipanda, una tremenda francachela, un sarao que comenzaba a mediodía y terminaba pasada la medianoche. Esas cuchipandas ocurrían en un local de parrilladas del centro, o en restaurantes de excelencia, y no las pagaban Wallace ni sus genios, pues se cargaban a la cuenta del periódico, que las pagaba con anuncios publicitarios. Regadas de los mejores licores, salpicadas de tanta comida como para alimentar a un regimiento famélico, las cuchipandas de los sábados, presididas por Jorge Wallace, que creía en Dios y no lo ocultaba, y parecía más buena gente que el propio Dios, eran conciliábulos o aquelarres liberales en los que Federico Salcedo recitaba poesía desgarrada antes de irse a vomitar al baño; Gambini tocaba la guitarra y cantaba canciones de Lennon; Garzón y Espada se decían insidias e invectivas sin siquiera mirarse; Alfonso citaba de memoria editoriales de The Economist o del Wall Street Journal; Chávez pasaba el dato de los caballos que ganarían al día siguiente; y Canterano mostraba las fotos de las mejores fiestas, las fotos de las mujeres más lindas por las que salivaba, aunque era fiel a su novia, siempre fiel a ella. Jimmy Barclays, el menos genio de todos los genios, o el único que no era genio, escuchaba, prestaba atención, asentía, se reía a carcajadas, aprendía de todos esos jóvenes turcos que fueron sus maestros, sus mentores intelectuales. Al final, unos se iban a un burdel de lujo, otros a seguir libando, y Barclays se retiraba a dormir en la casa de sus abuelos.
Poco después, “La Prensa” quebró. En apenas cuatro años, el director y sus genios se comieron y bebieron el periódico entero en aquellas sabrosas cuchipandas. Al final, los únicos anunciantes eran los restaurantes, los bares, los hoteles y las casas de masajes donde transcurrían las cuchipandas o donde morían aquellas bacanales. Una vez que el diario desapareció de circulación, los genios dejaron de parecer tan genios, pues habían hundido ese periódico legendario. Federico Salcedo y Mario Gambini pasaron a trabajar en el diario de la competencia; Enrique Garzón se convirtió en un abogado temible; Carlos Espada se volvió espía de los americanos; Iván Alfonso descolló como profesor universitario; Freddy Chávez prosperó como consultor político y asesor en la sombra de presidentes; y Pablo Canterano montó una empresa de consultoría empresarial y se hizo rico. Todos siguieron siendo grandes amigos, menos Garzón y Espada, que todavía no se hablan, y ya nadie recuerda por qué no se hablan.
Curiosamente, Jimmy Barclays malgastó su presunta genialidad haciéndose famoso o famosillo como periodista de televisión y escritor de novelas. Puede que Barclays sea ahora mismo el más rico de todos los genios. A veces sueña con comprar el logotipo de “La Prensa” y relanzar el periódico. Pero luego se dice a sí mismo: me temo que estamos tan locos que volveríamos a quebrarlo.