Jaime Bayly: Llegas al paraíso y no paras de toser

Jaime-Bayly

Hemos venido al paraíso porque Silvia, mi esposa, cumplía treinta años, así comienza Jaime Bayly, su artículo de opinión semanal.

Escribo estas líneas desde el paraíso. Estoy sentado en una villa privada. Contemplo las aguas quietas de la piscina en la que nos bañamos anoche, la arena fría que parece traída de la superficie lunar, el mar turquesa, manso, apacible, que no sabe de olas ni peligros. Allá lejos, millas mar adentro, el océano se recorta en el horizonte y se fusiona con un cielo diáfano, preñado de nubes como copos de algodón. Nadie camina por la playa, no hay humanos a la vista, la villa es tan privada que ninguna criatura humana afea o contamina el paisaje sobrecogedor. Hemos pagado precisamente para tener esa obscena privacidad.

Afuera de la villa nos espera un mayordomo. Se ocupa de atendernos con una cortesía exquisita, desusada. Se llama Kamal. Es de Bután, un país cercano a Nepal, el Tibet, la India y la China. Es de aspecto oriental y corta estatura. Habla un inglés trabado, pero se deja entender. Es extraordinariamente amable. Se quita los zapatos antes de entrar en la villa. Se preocupa de que la nevera esté llena de jugos, frutas, aguas, cervezas. Renueva la provisión de vinos. Maneja un carrito de golf. Nos trae la comida desde el restaurante a la villa. Nos lleva al spa del hotel. Nos pasea en su carrito por la isla que compró la dueña del hotel. Es una mujer muy rica, de Singapur. El hotel está impregnado de un refinamiento oriental que yo no conocía.

Hemos venido al paraíso porque Silvia, mi esposa, cumplía treinta años. Hemos pasado juntos los últimos diez. Tenemos una hija que pronto cumplirá ocho. Silvia eligió esta isla en el paraíso para celebrar su cumpleaños. Yo no la conocía, ella tampoco. No es fácil llegar. Hay que tomar un vuelo de dos horas, luego manejar una hora, enseguida subir a una lancha rápida por una hora más, y finalmente desembarcar en esta isla privada del Caribe.

Como de costumbre, arrastro una tos profunda y, a ratos, dolorosa. No me curo más. Las horas frías, de hablar mucho, en la televisión, suelen agravar la enfermedad. Como siempre que viajo, he traído una botica ambulante en mi maleta. Anoche, mientras mi mujer y nuestra hija dormían, sentí que me ahogaba. No podía respirar. Tosía con virulencia. Expectoraba gargajos viciosos, juro que tenían ojos y me miraban. Asustado, tomé los antibióticos. Pero los he tomado tantas veces que no sé si todavía hacen algún efecto. Enfermo y con la respiración pedregosa y tosiendo como un animal con las horas contadas, sin embargo soy feliz en esta isla en el paraíso. Porque mi mujer está donde quería estar por sus treinta años y, suerte la mía, me ha elegido para estar a su lado, y porque nuestra hija, que casi siempre nos habla en inglés, nos hace reír a mares. Es una comediante natural. De pronto, bañándonos en el mar, grita en inglés: ¡Me vino la regla, me vino la regla! Y suelta una gran carcajada. O, metidos los tres en la piscina, se quita la parte de abajo del bikini, coloca su trasero en el chorro de agua de la piscina y grita, payasa, lunática, chiflada: ¡Sexo anal, sexo anal! O cuando el mayordomo Kamal le pregunta qué quiere ordenar para el almuerzo, le responde en inglés, muy seria, una humorista profesional: Un pene frito, por favor. O, dormidos los tres, se cae aparatosamente de la cama, una cama enorme, protegida por tules blancos que le dan un aire regio, imperial, y al caer bota la mesa de noche y tumba la lámpara de luz, y cuando le preguntamos por qué se cayó de ese modo pueril, nos dice: Por la ley de la gravedad, idiotas. O cuando, cenando románticamente anoche, celebrando los treinta de mi mujer, nos pregunta cómo hicimos el amor para darle vida, y le contamos las circunstancias en que todo aquello ocurrió, y nos pregunta: ¿Quién estaba arriba, y quién estaba abajo? Mi mujer se ríe y le dice: ¡No te vamos a decir! Yo le digo: Tu mamá arriba.

Con los años me parece que he aprendido a ser un buen amante. En mi juventud era brioso, impaciente, atropellado. No sabía esperar, no sabía preguntar, era una carrera de cien metros planos, a toda prisa. El poeta que ya murió escribió: Es difícil hacer el amor, pero se aprende. Creo que he aprendido. Ayer, cumpleaños de mi mujer, fue un día profundamente erótico, un festival de los cuerpos y los sentidos, un intercambio de efluvios cálidos nacidos del amor más genuino. Este es, creo, un amor que no se romperá, que en lo que a mí concierne durará hasta el fin de los tiempos. He tenido grandes amores, y con todos he sido irregularmente feliz, pero en el campo incierto del erotismo nadie me ha sabido complacer mejor que mi actual esposa, treinta años recién cumplidos, al tiempo que yo arrastro ya cincuenta y tres años tosiendo, engordando y anunciando el fin del mundo en la televisión. Ayer, a media tarde, mientras nuestra hija dormía una siesta, mi mujer y yo nos conjuramos para tener un encuentro sicalíptico que nos dejó exhaustos. Pero era solo el preludio de los juegos a que nos abocaríamos a la noche, de nuevo nuestra hija ya durmiendo. Como la villa privada dispone de varias habitaciones, nos encerramos en un cuarto reservado al amor, de techos altos, cama con tules vaporosos y luces bajas. A diferencia de los coitos de mi juventud, que eran breves cuando no brevísimos, ahora he aprendido a domesticar al animal salvaje que llevo dentro y a sujetar las bridas, marcando los tiempos. Sé esperar, sé llevar a mi mujer hasta el éxtasis y, solo cuando ella ha terminado y está satisfecha y me lo dice a viva voz, me permito acabar yo también. Pienso que un buen amante debería ser paciente, humilde, dedicado. Un buen amante no debería terminar antes que su pareja y dejarla insatisfecha. En mi caso ella termina primero, siempre primero. Y no una sola vez, por supuesto. Normalmente nuestro amor es tan intenso que ella termina dos veces y luego es mi turno de derramarme, volcarme, vaciarme en ella. Pero anoche, treinta años se cumplen solo una vez y hay que festejarlos, mi mujer terminó cuatro veces, y me sentí orgulloso por eso, y cuando acabé finalmente di tales alaridos simiescos que nuestra hija se despertó, pensando que mis gritos estentóreos se debían a que estaba peleando con alguien, o luchando por mi vida, víctima de la enfermedad pulmonar que avanza, inexorable, y no se repliega ya ante los antibióticos, razón por la cual no pude acompañar a mi hermano el fin de semana pasado, en que cumplió cincuenta años en Nueva York, tras correr la maratón de esa ciudad.

Nuestro perrito se ha quedado en casa, con su cuidadora chilena, y lo extraño a cada momento. No fue posible traerlo. Esta isla privada, cuya dueña es la mujer rica de Singapur, pertenece a un archipiélago que es territorio británico de ultramar. Debido a ello, las restricciones burocráticas para ingresar con animales son muy espesas, tanto que el perrito debe estar castrado para entrar acá, al paraíso. Fue, pues, inevitable dejarlo. Lo quiero tanto que lo imagino constantemente a mi lado, corriendo por la playa, mojándose apenas las patitas y la pancita en la piscina. No imaginé que podría amar tanto a un animalito. De ninguna manera permitiré que lo castren. Mi esposa sostiene que el perrito es bisexual, como yo, porque, cuando lo lleva al parque de perros en la isla en que vivimos, se monta a perras y perros, e incluso a perros de mayor tamaño y de razas menos amigables. O sea que mi perrito es todo un donjuán, y ahora mismo tiene tres novias, según su cuidadora chilena. Dicen que los perros terminan pareciéndose a sus dueños.

Kamal ha entrado y me ha recordado que tengo una cita con la masajista. Ayer tomamos unos masajes mi mujer y yo, en una sala compartida, y fue una experiencia espléndida. Luego, vestidos con batas blancas, nos sentaron a una mesa rodeada de pétalos de rosas, en medio de unos deliciosos aromas orientales, y nos sirvieron la cena. Era de noche. Todas las masajistas y camareras eran orientales. Me sentía en Singapur, en Malasia, en Indonesia. Servían la cena haciendo reverencias, parecía una coreografía. Me dije: quiero ir a Singapur. El menú prometía toda suerte de manjares orientales, del sudeste asiático, que yo me aventuré a probar. Mi mujer pidió pizza. La amé. Amé que comiera pizza por sus treinta años. Pizza y vino tinto, qué más. Nuestra hija, como siempre, miraba en internet las payasadas de sus youtubers favoritas, de las cuales aprende todos sus precoces conocimientos sobre el erotismo y el amor, y se deshacía de risa, encapsulada en su burbuja feliz.

A la noche, después de hacer el amor, mi mujer y nuestra hija durmiendo profundamente, yo tomando más y más antibióticos para aplacar el ataque de tos que me tenía achacoso, a mal traer, pasé horas investigando cuál es la mejor manera de llegar a Singapur, partiendo desde Miami. Mis pasiones más recientes, que ya son casi adicciones, son las oscilaciones de la Bolsa de Valores, las del mercado inmobiliario y los precios y horarios de los vuelos aerocomerciales. Podemos volar a Los Ángeles, y desde allí a Singapur, quince horas, en Singapur Airlines, que bien puede ser la mejor aerolínea del mundo, o una de las tres mejores. O desde Los Ángeles volar a Tokio, once horas, y pasar unos días en Tokio, y desde allí volar a Singapur. La otra opción es volar de Miami a Santiago de Chile, de Santiago a Sydney en Quantas, vuelo largo por supuesto, y de Sydney a Singapur en la aerolínea de ese pequeño tigre del sudeste asiático.

En una semana iremos a Barcelona, aprovechando los días de descanso de Acción de Gracias. Corresponde dar las gracias a Barcelona, a mi agente en esa ciudad, a mis editores, porque fue allí donde hace veinticinco años publicaron mi primera novela y me hicieron un escritor. Voy, pues, a dar las gracias a quienes confiaron en mí como escritor y a renovarles mis gratitudes por seguir creyendo en mí. Antes pasaremos por Miami para comprar más antibióticos. La vida es así: llegas al paraíso y no paras de toser. Debió de pasarles algo parecido a los conquistadores, piratas, corsarios y bucaneros que llegaron a estas tierras, hace centurias. Este pedazo de mar que ahora mismo contemplo, esta arena que parece traída de la superficie lunar, tienen millones de años. Estaban aquí cuando no había humanos y seguirán aquí cuando no haya más humanos. Somos aves de paso. Somos esa olita mansa que se deshace en la orilla.