Desde que salía de su casa al final de la tarde y manejaba por unas autopistas ahora despobladas hasta que regresaba, hacia la medianoche, Barclays solo tenía contacto con cinco personas
El inefable Barclays, periodista de televisión, escritor en franca decadencia, podría quedarse en casa, no ir a trabajar y no salir todas las noches en su programa de televisión. Otros periodistas del canal donde trabaja, asustados por el avance de la plaga, han dejado de ir a trabajar y se han atrincherado en sus casas. Sin embargo, Barclays, a riesgo de contagiarse, elige trabajar. ¿Por qué elige trabajar? ¿Porque necesita el dinero que le paga el canal? ¿Porque considera que su trabajo es esencial a la comunidad, un servicio informativo del que los espectadores no deberían prescindir? No exactamente. Barclays tiene la inmensa fortuna de no necesitar ese dinero. Podría vivir sin trabajar el resto de su vida. Además, considera que su programa de televisión, al que egocéntricamente ha denominado “Barclays”, usurpando el apellido familiar, a despecho de sus hermanos, es total y completamente no esencial, irrelevante, prescindible, una hora de cháchara sobrevaluada. Yo no vería mi programa, piensa. Entonces, ¿por qué elige salir a trabajar cada tarde, cuando podría no hacerlo? Porque necesita trabajar para sentirse libre y no enloquecer, necesita salir de su casa para sentirse libre y no enloquecer, necesita sentirse útil para no enloquecer. Aunque considera que su trabajo es inútil, Barclays paradójicamente se siente útil haciéndolo. Aunque sabe que lo que dice en televisión carece de valor, decirlo a gritos, apasionadamente, como si fuera el fin del mundo, y vaya que ahora lo parece, le hace bien, le fortalece el ánimo y acaso hasta le robustece la salud.
Sin embargo, los dueños del canal y los gerentes, que consienten a Barclays, y lo llenan de mimos porque hace el programa con más espectadores y auspiciadores de la estación, y lo quieren porque ganan bastante dinero con él, le han pedido, y luego exigido, y enseguida ordenado, que deje de recibir público en el estudio. Aquella decisión, la de cerrar las puertas del canal y del estudio al público que cada noche acudía en peregrinación para aplaudir a Barclays y a veces hasta adorarlo con unción religiosa, fue objeto de una viva y acalorada polémica entre Barclays y sus jefes. Ellos decían que, si el público, unas cuarenta o cincuenta personas, continuaba asistiendo cada noche a ver el programa en vivo, corría el riesgo de contagiarse de la plaga. También alegaban que si Barclays recibía a la audiencia y se tomaba fotos con sus visitantes, y los abrazaba y besaba, corría el riesgo de infectarse de la plaga. Barclays afirmó, para sorpresa de sus jefes, que estaba dispuesto a correr esos riesgos. También dijo que su programa había sido siempre un foco de infección, de contaminación: mi programa, dijo, de pronto sintiéndose vivo, importante, aspira a esparcir viralmente las ideas de la libertad y a infectar y colonizar a las mentes antiliberales. Argumentó: no es mi papel el de cuidar la salud de cada uno de mis espectadores, ellos saben cuidar su salud mejor de lo que yo pudiera cuidársela, dejemos que cada uno elija libremente si desea venir al programa, dejemos que cada uno escoja libremente los riesgos sanitarios que desea correr, dejemos que cada persona haga su cálculo de costo versus beneficio y decida por sí misma si considera que el costo de contraer la plaga supera el beneficio de venir a conocerme. Así como yo elijo salir de casa y venir al canal, a riesgo de contraer la plaga, dejemos que los espectadores decidan libremente si quieren o no venir al estudio. Los dueños y los gerentes prevalecieron. El canal cerró sus puertas al público. Barclays comprendió que la decisión había sido tomada para protegerlo. Pero lo entristeció quedarse a solas. Voy a extrañar los aplausos y las risas del público, pensó.
La esposa de Barclays, preocupada por su salud, le pidió, y luego le exigió, y enseguida le ordenó, que se alejara de la maquilladora del canal, que dejara de maquillarse con ella, antes de salir en el programa. La maquilladora del canal atiende a mucha gente, dijo la esposa de Barclays, y no se pone mascarilla, añadió, y cuando te maquilla está demasiado cerca de tu boca y tu nariz, observó. Además, dijo, su hija es enfermera, y a la pobre chica, por lo que me has contado, no le dan una mascarilla en el hospital, añadió, y podría estar infectada, y si está infectada va a contagiar a su madre, y ella, tu maquilladora, te va a pasar la enfermedad. Barclays comprendió que no debía discutir con su esposa. Se rindió felizmente: siempre había pensado que el amor era una rendición gozosa, una capitulación no exenta de dicha. Ahora, todas las tardes, antes de salir al canal, Barclays dejaba que su esposa lo maquillase. Era un momento de sumo placer. No duraba más de diez o quince minutos. Barclays cerraba los ojos y su esposa le aplicaba cremas y polvos con una delicadeza, una minuciosidad y una paciencia que, a los ojos de él, solo podían expresar amor, puro amor, deseos de protegerlo de la peste y, al mismo tiempo, de embellecerlo todo lo posible. Barclays no extrañó a la maquilladora del canal. Disfrutó tanto de que su esposa le pintase el rostro y suavizase sus rasgos viriles y respirase tan cerca de él, que celebró su buena fortuna, la de estar casado con una mujer a la que amaba y deseaba profundamente, y pensó que, cuando pasase la plaga, le pediría a su esposa que siguiera maquillándolo, solo para olerla tan de cerca y sentir sus esponjas y pinceles, sus brochas y cepillos, acariciándole el rostro.
Desde que salía de su casa al final de la tarde y manejaba por unas autopistas ahora despobladas, escuchando una estación de radio argentina, hasta que regresaba, hacia la medianoche, Barclays solo tenía contacto con cinco personas, no más: su editor, con quien pasaba una hora en el cuarto de edición, a dos metros uno del otro, sin ponerse mascarillas ni guantes; su productor, con quien repasaba los temas del programa y quien lo mantenía informado de las últimas alertas o primicias, incluso durante la emisión del programa; los tres camarógrafos, todos ellos sus amigos, quienes se mantenían a prudente distancia unos de otros, respetando los seis pies como mínimo entre uno y otro; y la jefa de piso que le ponía el micrófono, a quien rogó que no se lo pusiera más y lo dejara sobre la mesa, ya encendido, y entonces él se lo colocaba, evitando la excesiva cercanía con ella, que no parecía conveniente sobre todo para ella, porque él, Barclays, el inefable Barclays, un irresponsable, un suicida, un libertario hasta las últimas consecuencias, no tenía miedo de contagiarse de la plaga, y a veces hasta deseaba infectarse cual kamikaze para vivir la experiencia literaria y luego contarla, y le parecía (y así lo decía en público) que ningún burócrata debía atropellar sus libertades para, en teoría, cuidarle la salud o prolongarle la vida: deje que yo me la cuide solo, señor burócrata, pensaba Barclays, o que yo me la descuide solo, y que yo asuma las consecuencias de los riesgos que libre y voluntariamente elijo correr (y si otras personas desean salir a la calle, corriendo el riesgo de infectarse de la plaga, deje que ellas usen o ejerciten su libertad y dispongan de su cuerpo, aun si deciden exponerse a un riesgo alto y amenazar su cuerpo: ¿qué es la libertad, si no la escogencia de los riesgos que uno desea correr en la vida, incluyendo el riesgo de morir?).
Así las cosas, el programa, que antes congregaba a decenas de personas que se reunían para celebrar los dichos de Barclays y especialmente para celebrar la libertad, ahora se había convertido en una reunión casi clandestina, una tribuna despoblada, fantasmagórica, un aquelarre de zombis, muertos en vida: el productor, los tres camarógrafos, la jefa de piso y Barclays estaban vivos, y respiraban, y hablaban, pero el temor de contagiarse, el recelo o la desconfianza de unos respecto de otros, la distancia que preservaban entre sí, el modo en que cada uno trataba al otro como si fuera infectado o sospechoso o enemigo agazapado, había extinguido una zona de humanidad que antes los unía y los había rebajado a la penosa condición de individuos aterrados de morirse, paralizados por el pavor a morirse.
Yo no tengo miedo de morir, pensaba Barclays. He pasado media vida tratando de interrumpir mi existencia, cavilaba. Es una cosa insólita e improbable que, muy a mi pesar, siga respirando, aunque respirando con cierta dificultad, porque tantos aviones y tantas drogas legales e ilegales han minado mis defensas y me han obstruido o dificultado el duro oficio de vivir, de respirar, de seguir respirando. Si la plaga penetra en mi boca o mi nariz, no será la primera vez que algo malo, tóxico, venenoso, potencialmente letal, penetre en mi boca y mi nariz, pensaba: estoy habituado a ello, a dar un uso ingenioso y autodestructivo a mis orificios, de manera que no tengo miedo de que la plaga colonice mis orificios, se aloje en mi lengua, en mis cavidades nasales, infecte a mis células, secuestre mi metabolismo, monte un campamento de células crecientemente infectadas, corrompidas, descienda en paracaídas por mis tubos bronquiales y, una vez en mis pulmones, levante y agite su bandera, la negra bandera de la muerte, y me mate, si acaso, de neumonía, de otra cosa. Si he de enfermarme, me enfermaré una vez más, porque ya elegir ser un escritor es vivir con una enfermedad crónica, incurable. Si he de morir por culpa de la plaga, moriré. Pero que ningún burócrata, por bien intencionado que sea, me despoje de mis libertades, secuestre mis libertades, me encierre en mi casa como si fuera un rehén o un prisionero, y me diga qué riesgos debo correr y qué riesgos no debo correr. Es mi cuerpo, mi boca, mi nariz, mis bronquios, mis pulmones; es mi vida pálida, mi diezmado organismo, mi incierto futuro; es mi libertad, la libertad de gobernar mi cuerpo prudente y juiciosamente, o imprudentemente, temerariamente, viciosamente. Mi cuerpo, piensa Barclays, no le pertenece al presidente de la nación ni al ministro de salud ni al jefe de la policía: es mío, solo mío, y yo decido cómo me cuido y cómo me descuido, y yo decido cómo quiero vivir y cómo quiero morir. Si ellos, los burócratas, los poderosos, tienen miedo de enfermarse, que se replieguen en sus infectas madrigueras y no salgan más, buen favor que nos harían. Pero yo no tengo miedo de enfermarme ni de morir, piensa Barclays. Yo elijo salir a la calle, elijo trabajar, elijo ponerme en riesgo, elijo ser libre. No quiero ser un muerto en vida. Quiero vivir plenamente, al borde del abismo, y morir plenamente, cayendo por el abismo. Déjenme elegir mi abismo particular y a cuántos pasos quiero estar del abismo.