¿Cómo podemos medir el éxito de un político? La respuesta sencilla sería: si gana las elecciones, tiene éxito, así comienza Jaime Bayly su artículo de opinión.
Yo podría ser un buen político. Podría ganar unas elecciones. Tengo años de entrenamiento en la televisión como seductor de multitudes. Sé hablar en público, me encanta hacerlo. ¿Por qué entonces no me he atrevido a dar el paso de ser un político profesional? Porque temo que la aventura terminaría mal.
Por lo pronto, cuando entras en política y aspiras a un cargo público y luego lo ocupas, pierdes grandes espacios de libertad. Una vez que les pides a los ciudadanos que voten por ti y ellos lo hacen, has firmado tácitamente un contrato moral. Te debes a ellos, eres su afamado rehén. Aun si pierdes, los representas, te debes a quienes han votado por ti. Y si ganas y ocupas un cargo público y percibes unos honorarios pagados por los contribuyentes, te han contratado, te debes a los ciudadanos, incluso a quienes no votaron por ti, pues son ellos tus jefes, quienes ahora te pagan.
¿Cómo podemos medir el éxito de un político? La respuesta sencilla sería: si gana las elecciones, tiene éxito. Pero la andadura puede comenzar bien, ganando las elecciones, y terminar mal, muy mal. No basta con llegar al poder y ejercer un cargo público. Lo más difícil es salir ileso de aquella experiencia. Si terminas preso, has fracasado, aun si la carcelería que te han impuesto es injusta, abusiva. Si te destituyen, has fracasado. Si te impiden salir del país, o de tu casa, no importa si esas órdenes judiciales son excesivas o carecen de sustento legal, has fracasado.
Podría decirse entonces que el político que tiene éxito no es sólo el que gana unas elecciones, o varias, sino el que, tras pasar por el poder, puede vivir tranquilamente, con una calidad de vida igual o mejor a la que tenía antes de entrar en política. ¿Es eso posible? Me temo que no. Creo que la experiencia del poder termina siendo tóxica, devastadora, para quienes lo ejercen de un modo protagónico y hasta marginal. No sales de esa casa de máscaras del terror siendo una mejor persona de la que eras antes de entrar. Sales destruido, machacado, humillado, repudiado por quienes antes te querían, traicionado por los que te juraron lealtad inquebrantable. Sales convertido en un guiñapo, una piñata, una bolsa de boxeo. Tus enemigos, los que no llegaron al poder porque les ganaste las elecciones, harán todo cuanto puedan para agriarte la vida, tenderte zancadillas, intrigar con bajezas y meterte en un calabozo. Esa será su mejor venganza: que termines en la cárcel. Y bien puedes terminar en una mazmorra, a pesar de ser inocente.
En mi país, los dictadores y presidentes terminan presos, prófugos o con arresto domiciliario. ¿Valió la pena conocer las glorias del poder, escuchar el susurro baboso de los adulones, ser el mandamás, andar con guardaespaldas, viajar en avión presidencial, para terminar preso, reo, fugitivo? ¿Tuvo sentido hacer sacrificios enormes, casi heroicos, procurando mejorar la vida de los demás, para que la vida de uno mismo se vaya al carajo y termine en un patíbulo? Y aun si no acabas preso, ¿no es seguro que muchos de quienes confiaron en ti, y te apoyaron con entusiasmo, y votaron por ti como si fueras el redentor, el iluminado, tarde o temprano te abandonarán, y te insultarán, y te culparán con saña de que las cosas no hayan salido tan bien como ellos querían? ¿No es una ley de la política que la luna de miel acabará bien pronto y tus admiradores se tornarán detractores? El que no entiende esas cosas básicas de la política, no debería meterse en política, ignora la esencia de la condición humana. La política y el poder sacan lo peor de la gente, la vuelve cínica y desalmada, la pone a pelear con ferocidad. No hay peor enemigo de un político que otro político que aspira a sentarse en la silla que él ocupa. Al menos ese adversario está en la orilla opuesta, es un enemigo a rostro descubierto. Pero luego están los pérfidos, los felones. Son ellos quienes más daño pueden hacerte. No te preocupes tanto por los adversarios que están abiertamente contra ti, cuídate más de quienes intrigan y conspiran a tus espaldas, recela de tus lugartenientes, alguno de ellos tratará de apuñalarte.
En política, los buenos, los honrados, los decentes, los que están guiados por las mejores intenciones, raramente tienen éxito. Para comenzar, el político que no es mentiroso, que no sabe adaptar su discurso a lo que la gente quiere escuchar, difícilmente ganará unas elecciones. No gana el más sabio ni el más virtuoso: gana el más astuto, el mejor seductor. Y cuando infrecuentemente ganan los buenos, los mejores, les ocurre luego que, por mucho que se afanan en hacer las cosas bien desde el poder, las cosas no les salen bien, se tuercen, se enredan. ¿Por qué? Porque todos los que perdieron, aquellos que sueñan con ganar las próximas elecciones, que son medio país, y un poco más, y un poco más, según pasan los meses, no descansarán en sabotear los esfuerzos de quien gobierna, y le pondrán palos en la rueda, y harán todo cuanto puedan para que ese mandatario fracase, se caiga de la bicicleta, termine enlodado. No pensarán en lo que es mejor para el país, pensarán en lo que es mejor para ellos. Y lo que ellos quieren es llegar cuanto antes al poder. Y para eso necesitan con urgencia que quien les ganó y está en el poder, fracase miserablemente, termine en la ruina.
¿Se puede pasar por el poder y salir aclamado? ¿Se puede gobernar, resistir los ataques insidiosos, sobrevivir a las perfidias y demostrar que se tuvo éxito? ¿Cómo puede un político probar de un modo inequívoco, irrefutable, que hizo buen uso del poder y mejoró la vida de sus conciudadanos? No es tan fácil. El político acudirá presuroso a las estadísticas: yo bajé la inflación, bajé el desempleo, bajé el déficit. Yo mejoré la producción, mejoré las cuentas fiscales, mejoré el ingreso per cápita, mejoré las relaciones con los países vecinos. Yo hice obra pública, construí escuelas, hospitales, puentes, carreteras. ¿Pero la gente le creerá? Me temo que no. La gente no recordará las estadísticas, olvidará quién mandó a construir la escuela o el hospital. Le gente, curiosamente, recordará no las cosas buenas que hizo el político, sino los escándalos que salpicaron su gestión. La memoria colectiva es así: prescinde de lo bueno, recuerda lo malo. Puedes haber sido un gran presidente, pero si una noche te tomaron una foto orinando en la calle, te recordarán por eso. Si descubren que tenías una amante, o dos, o una hija en las sombras, te recordarán por eso. Si tuviste amoríos con una asistenta y ella te denunció, te recordarán por eso. Si recibiste unas contribuciones económicas para tu campaña que no debiste recibir, o que olvidaste declarar, te recordarán por eso. Si engordas mucho, si te vuelves alcohólico, si te caes montando en bicicleta, si confundes el nombre del país que estabas visitando, te recordarán por eso. Si durante tu gestión ocurrió un terremoto, o un huracán, o un tsunami, dirán que debiste haberlo sabido, debiste haber prevenido a la población, debiste auxiliarla con mayor celeridad, casi dirán que tuviste la culpa de que esa desgracia ocurriera, que tu desidia y negligencia la provocaron.
El político que aspira a ejercer el poder tiene que aceptar que la vida es un caos y que el caos destruye cualquier plan de gobierno y que gobernar el caos es bastante arduo: la naturaleza impredecible y revoltosa del caos lo hace ingobernable. Con lo cual el político termina siendo un bombero que pasa los días apagando los incendios incesantes que enciende el caos. Siempre hay un nuevo incendio por apagar. Y el bombero, por bueno que sea, saldrá más o menos chamuscado. Y la gente no recordará los incendios que apagó a tiempo, sino los que no apagó tan pronto como debió.
No quiero decir con esto que nadie debería meterse en política. Solo intento decir que la política no es oficio para corderos, sino para lobos; no para erizos, sino para zorros. El que entra en política tiene que tener la piel de elefante y la memoria también. Debe saber que le lloverán los agravios más injustos, que le dirán las cosas más espantosas, que conocerá las peores vilezas y abyecciones, que será traicionado una y mil veces, que nadie o casi nadie le agradecerá todo lo bueno que hizo, y que cuando intente retirarse de la política y regresar a la vida sosegada del ciudadano promedio, tal cosa ya no será posible, porque sus enemigos, que serán como las hormigas y estarán por todas partes, no descansarán hasta verlo derrotado, destruido, preso, maldecido por quienes alguna vez lo siguieron y amaron, pensando que los llevaría al paraíso, que el final sería feliz. Pues no: en política no hay final feliz. Casi siempre el político que alguna vez fue amado termina sumido en las peores desgracias. No digo siempre, digo casi siempre. Conviene preguntarse, antes de entrar en política, si uno tiene el estómago para soportar tantas humillaciones, tantas desdichas.
El éxito, para mí, consiste en no pasar una sola noche en la cárcel. En viajar libremente adonde me dé la gana. En dormir hasta mediodía, si me lo pide el cuerpo. En tener lectores, no electores: el lector elige leer, el elector es obligado a votar. El político es una goma de mascar, un chicle: te mastican y, cuando te sacan todo el azúcar, te escupen.