Corría el verano del año 81. Yo acababa de cumplir dieciséis años y era reportero policial del diario “La Prensa” de Lima, al que había entrado a trabajar el verano anterior como practicante o aprendiz, encargado de cortar los despachos cablegráficos de la página internacional, bajo las órdenes de un viejo jorobado y gruñón, don Arnaldo Zamora, mi primer jefe, un hombre cuya presencia inspiraba respeto y hasta miedo, pues, según la leyenda que circulaba por el periódico, había sido “repasador” en la Segunda Guerra Mundial, hundiendo su bayoneta en los cuerpos enemigos que agonizaban, y, por si eso fuera poco, ya como jefe de internacionales, había arrojado del balcón del segundo piso del vetusto local del periódico, en pleno jirón de la Unión, en el centro de Lima, a un redactor de su página que se emborrachó y escribió mal un titular, el cual debió decir “Presidente Reagan salió del hospital con muletas” y salió impreso diciendo “Presidente Reagan salió del hospital con mulatas”.
Mi sueño era trabajar en la sección deportiva para cubrir el mundial de fútbol que se jugaría el siguiente año en España, con la presencia de la selección peruana. Yo sabía que en ningún caso me mandarían a España porque un redactor de deportes me contó que el periódico estaba en crisis y tenía un plan para cubrir el mundial a muy bajo costo y a despecho de la ética periodística:
-No digas nada, flaquito, esto es un secreto, pero vamos a anunciar que el periódico tendrá un redactor en cada sede del mundial, o sea seis redactores en total, más el jefe, que rotará de sede en sede, y más los seis fotógrafos, o sea trece enviados especiales del diario “La Prensa” del Perú y balnearios, carajo, todo un récord, Jaime. Pero la verdad, hermano, es que los trece coleguitas nos vamos a alojar en el hotel “Le París” del jirón Azángaro, acá a la vuelta, en el centro de Lima, que es un hotelito de tres estrellas bien chévere, flaquito, y durante un mes no podemos salir del hotel, tenemos que estar concentrados, ni siquiera nuestros familiares pueden saber que estamos allí, y vamos a ver todos los partidos por televisión y los fotógrafos toman sus fotos de la pantalla del televisor y listo, flaquito, ¿quién carajo se va a dar cuenta de que no estamos en España? Por eso te digo que el periodismo es la mejor profesión del mundo, flaquito, porque te pagan por emborracharte y por ver fútbol en la televisión y después te inventas lo que quieras y nadie se da cuenta, Jaimito.
Naturalmente, yo soñaba con ser uno de esos trece intrépidos hombres de prensa que cubrirían el mundial de fútbol de España agazapados en sus habitaciones del hotel “Le París” del centro de Lima, azuzando su imaginación con pisco barato y, en las noches, mitigando la soledad con provechosas damas de compañía del jirón La Colmena. Para conseguir el ansiado ascenso a la sección deportes, tenía que impresionar al director del periódico, esmerándome como reportero de policiales y capturando alguna primicia espectacular. Por eso, aquella tarde, cuando salí caminando rumbo a la prefectura, dispuesto a tomar nota de los crímenes, fechorías y atracos del día, me dije que, si quería pasar un mes de juerga interminable con los borrachos de deportes, tenía que andar con los ojos bien abiertos para cazar alguna noticia bomba.
Sin embargo, al pasar frente al cine Colón, en la plaza San Martín, me detuve un momento y leí los afiches que, con abundantes fotografías de mujeres en osadas posturas sexuales, anunciaban una película pornográfica sueca, “La tía regalona”. No fue fácil elegir entre el deber profesional, que me conminaba a seguir hasta la comisaría policial, y las urgencias hormonales de un adolescente inquieto. No sentí nada parecido al orgullo cuando me dirigí a la boletería y pedí una entrada.
-No, chiquillo, es para mayores de dieciocho, tú no puedes entrar –me dijo una señora con gafas, al otro lado de la ventanilla.
Me replegué, avergonzado, y estuve a punto de marcharme, pero entonces me acerqué al tipo que rompía los boletos en la puerta, le enseñé mi carné de “La Prensa” y, con expresión grave, ceremoniosa, le dije:
-Buenas, soy periodista, vengo a cubrir las incidencias.
El tipo me miró pasmado y preguntó:
-¿Las incidencias de qué?
Respondí con aplomo:
-Las incidencias de la película.
-Ah, ya, eres crítico de cine –dijo él.
-Bueno, sí, se podría decir que soy crítico o analista –dije, ocultando los nervios-. Crítico de cine y de teatro.
-Pero bien joven eres para ser crítico de películas de adultos –dijo él.
No me dejé arredrar:
-Yo no sé, compadre, pero esta es la comisión periodística que me ha encomendado el jefe de redacción, y tengo que cumplir mi comisión, porque si no la cumplo me despiden, ¿tú quieres ser responsable de mi despido?
El tipo abrió los ojos, alarmado, se sobó la panza y dijo:
-Ya, pasa, nomás, flaquito, pero escribe bonito de la película, hazme ese favor.
Entré en la sala, que estaba a oscuras, pues la película ya había comenzado, me senté en la última fila y quedé deslumbrado por los encantos de la voluptuosa tía sueca, del mismo modo que me sentí humillado cuando advertí el tamaño desmesurado de los colgajos de sus amantes insaciables, quienes no le daban tregua y la hacían chillar de un modo frenético, al tiempo que algunos espectadores gritaban cosas graciosas, por ejemplo:
-¡Dale por la oreja, dale por la oreja!
-¡Cháncala, cháncala, déjala virola!
De pronto, las cortinas a un lado de la pantalla empezaron a arder en llamas, a quemarse rápidamente, y enseguida una densa humareda se esparció por la sala de onanistas y fisgones. Entonces un tipo se levantó de la primera fila y salió corriendo a los gritos:
-¡Incendio, carajo, incendio! ¡Se quema la tía sueca, carajo!
Parecía una escena surrealista de la trama, un momento clímax de la película, porque, en la pantalla, la estimable señora sueca seguía fatigando sus labios, todos sus labios, y, al lado, como si fueran parte del decorado o la ficción, unas voraces lenguas de fuego escalaban por las cortinas, iluminando la acción erótica y dando un contexto de riesgo y peligro quemantes a la trama, al mismo tiempo que los espectadores, menos aterrados que divertidos, salían corriendo, riéndose, empujándose, y yo, en la última fila, me preguntaba si todo aquello estaba ocurriendo de verdad o lo estaba soñando. Me puse de pie, me confundí entre la muchedumbre apiñada y sudorosa, y salí tosiendo del cine. En ese momento no advertí que un fotógrafo de la competencia, del diario sensacionalista “Última Hora”, que por casualidad pasaba por aquella esquina de la plaza San Martín, en el centro de Lima, capturó algunas fotos de los espectadores que, chamuscada a destiempo nuestra lujuria, salíamos del cine, molestos porque un fuego inoportuno nos había privado de seguir gozando de las calenturas de la tía sueca.
Esa noche escribí una crónica llena de falsificaciones, mentiras y exageraciones sobre el incendio del cine Colón en el centro de Lima, fabulando que un fanático religioso había entrado en la función de matiné, arrojado una bomba incendiaria a la pantalla y gritado como un demente:
-¡Mueran, pecadores, váyanse al infierno!
Al día siguiente, mi primicia ficticia salió publicada en la portada de “La Prensa”, con el título tremebundo de “Fanático religioso quema cine porno”. Cuando llegué a la redacción, todos me felicitaron y me preguntaron cómo había estado en el cine en el preciso momento del incendio, y yo respondía, jactancioso, mentiroso:
-Justo pasaba por allí y vi a un tipo entrando a gritos con un paquete sospechoso y me metí detrás de él, fue una cuestión de suerte y, bueno, también de olfato periodístico, coleguitas.
Pero mis colegas de “La Prensa” dudaron de mi versión cuando vieron una foto en el tabloide escandaloso “Última Hora”, en la que aparecía un puñado de espectadores saliendo del cine Colón, con los rostros congestionados y la mirada enrabietada, y descubrieron que allí, en una esquina, estaba yo, con la bragueta abierta y la lengua afuera, como un sátiro precoz, o un onanista pillado en falta, bajo un titular hilarante que decía:
-“SE QUEMARON POR MAÑOSOS”.
Esa tarde, sin embargo, el director de “La Prensa” me llamó a su oficina, me dio un abrazo de felicitación y me dijo:
-Tienes un gran futuro como periodista, Jaime Bayly. Estamos pensando mandarte al mundial de España el próximo año.