Jaime Bayly: El precio de un escritor

Jaime-Bayly

Barclays ha fracasado: toda la vida ha soñado con una quimera, la de ser un escritor, la de vivir como un escritor, y no lo ha conseguido.

Si bien ha publicado un puñado de novelas, un libro de cuentos y un volumen de poemas, si bien sus biografías en las redes sociales aluden a él como un escritor que ha ganado un par de premios y ha sido traducido a varios idiomas, no ha logrado vivir de las ventas de sus libros, de las regalías que percibe como escritor.

Es decir que Barclays escribe un par de horas todas las tardes, incluyendo los domingos, y publica un libro cada dos años, pero no se siente un escritor, orgánicamente un escritor, cabalmente un escritor, porque no vive como un escritor a tiempo completo, no puede vivir de las regalías de sus libros, tiene que trabajar como periodista de televisión para ganarse la vida.

¿Podría Barclays renunciar a la televisión y vivir tan solo de las regalías de sus libros? Sí, podría. Nadie le impide hacerlo. Pero, si lo hiciera, se condenaría a vivir pobremente. ¿Está dispuesto a vivir pobremente, tiene el coraje de vivir pobremente, como un escritor que no hace concesiones? No, no está dispuesto, no tiene ese coraje. Desde niño está acostumbrado a vivir con privilegios, sin privarse de nada, sin fijarse en los precios de las cosas, sin mirar el precio de los platos en un restaurante, sin apretujarse a volar en clase económica, y ahora, con cincuenta y cinco años, a punto de cumplir cincuenta y seis, ya es tarde para que se convierta en un escritor austero.

El problema, además, es que Barclays parece haber nacido para salir en televisión. Lo hace naturalmente bien. Lo hace desde que tenía dieciocho años. Tiene el don de hablar en público. Le encanta hablar, opinar, sentenciar. Le encanta insultar elegantemente con palabras musicales. Le encanta ser famoso, tomar partido, irse a la guerra para defender sus convicciones. Por eso ha tenido éxito en la televisión. Por eso la televisión le paga bastante dinero. Lo que Barclays gana en un mes de televisión es cincuenta veces más, a veces hasta cien veces más, de lo que gana en un mes por concepto de regalías de sus libros. Si dejara súbitamente la televisión, sentiría que ha caído en la más oscura pobreza. No ha nacido para ser un escritor pobre. No tiene el talento ni el coraje.

Barclays cree en el mercado, en el libre mercado, en la mano invisible del mercado que asigna sabiamente los recursos. Creyente en el libre juego de la oferta y la demanda, se ha ofrecido desde muy joven como hombre de televisión y, al mismo tiempo, como escritor. El mercado, es decir los consumidores, los individuos, lo ha preferido masivamente, con mucha diferencia, como periodista de televisión, no como escritor. Los números no mienten: millones de personas ven a Barclays todas las noches en la televisión, su programa se ve en ocho países de América, incluyendo los Estados Unidos, y luego globalmente por las redes sociales. En cambio, solo miles de personas compran los libros de Barclays en lengua española, principalmente en España y en ciertos países de América. Es decir que mucha más gente compra a Barclays como hombre de televisión que como escritor, mucha más gente lo prefiere hablando que escribiendo, mucha más gente lo demanda en su programa, no en sus libros. La diferencia es abismal: en promedio, tres millones de personas ven su programa cada noche; en promedio, sus libros venden treinta mil ejemplares cada año. Es decir que el Barclays escritor tiene, en términos de mercado, una dimensión equivalente al uno por ciento, o menos, del tamaño que tiene el Barclays periodista de televisión. Quiere decir entonces que, si Barclays dejara la televisión, tendría que empequeñecerse un noventa y nueve por ciento en el mundo de los negocios.

¿Debería Barclays ser un artista insobornable, incorruptible, y dejar el mundo circense y exhibicionista de la televisión, y vivir como un asceta, como un monje anacoreta, tan solo de las ventas de sus libros? ¿Escribiría mejor si dejase la televisión, si dejara de exponerse mediáticamente? ¿Sería un hombre más feliz? ¿Dejaría de meterse en problemas políticos y podría aspirar, como artista, a llegar a más lectores, sin importar los colores políticos de sus lectores? ¿Es cobarde y pusilánime porque no se atreve a vivir pobremente como un escritor y está dispuesto a negociar su integridad artística para vivir con la insolencia de un ricachón?

Todas estas preguntas han perturbado y hasta atormentado a Barclays durante décadas, más todavía desde que conoció y fue amigo del escritor chileno Bolaño, quien no tenía miedo de vivir pobre y libremente, como un gato sin amos ni dueños. El gran sueño de Barclays no era ser un famoso de la televisión, era ser un escritor a tiempo completo, capaz de vivir de sus regalías. Lo ha perseguido con tenacidad, con tesón, con porfía. Ha fracasado, sin embargo. Tal vez porque quería vivir cómodamente como escritor, no ha podido conseguirlo. Su éxito en la televisión es, a la vez, su fracaso como escritor, o su fracaso como escritor en el modelo Bolaño, en el arquetipo de escritor-gato sin dueños ni amos.

En un par de ocasiones, Barclays se atrevió a dejar la televisión para vivir la utopía largamente acariciada, postergada: basta de maquillarse y vestir traje y corbata, basta de hacer entrevistas y pontificar de política, ahora solo me dedicaré a escribir ficciones, a ver ficciones, a leer ficciones, de manera que el mundo de la política y sus actores mercenarios me resultará irrelevante, prescindible, y con seguridad escribiré mejores novelas, mejores relatos. En ambas ocasiones, Barclays vivió de los ahorros que había amasado como periodista exitoso de la televisión. Su primer sabático literario duró no uno sino dos años y le alcanzó para escribir en Washington y publicar en Barcelona su primera novela. Diezmados sus ahorros, y a pesar de que esa novela vendió quince ediciones en España, Barclays tuvo que volver a la televisión. Años después, se tomó otro sabático que duró no uno sino tres buenos años. Se mudó a Buenos Aires, fue profesor visitante de la universidad de Georgetown, viajó libremente por el mundo, dilapidó sus ahorros como si fuera a morir pronto, se dio el lujo de vivir la vida tantas veces soñada: en Buenos Aires, enamorado hasta los huesos, escribiendo como un escritor-gato sin dueños ni amos, viajando mucho, huyendo del frío. En esos tres años escribió y publicó una novela, solo una, que quedó segunda en el premio Planeta España, perdiendo por apenas un voto: la dotación económica, al quedar segundo, le devolvió a Barclays una parte sustancial de lo gastado en aquellos tres años de escandalosa libertad. De nuevo adelgazados sus ahorros, Barclays comprendió que no sería nunca como Vargas Llosa, un escritor que vivía regiamente de sus libros, ni como Bolaño, un artista que vivía austeramente de sus libros, y se resignó a volver allí donde el mercado lo reclamaba: a la televisión, a ganar el dinero dulce y acaso envenenado de la televisión.

Allí se ha quedado, en la televisión, todas las noches en la televisión, hace más de quince años consecutivos, y por el momento no tiene intenciones de tomarse otro sabático en Buenos Aires ni en Washington ni en ninguna parte. Allí se ha quedado y ahora está cómodo y contento, sorprendentemente a gusto. Como es padre de tres hijas y le gusta mimarlas, como está acostumbrado a vivir como un principito consentido, como el dinero de la televisión le disuelve las dudas éticas sobre su integridad artística presuntamente comprometida o envilecida, Barclays siente una discreta e irrefutable felicidad cuando, mes a mes, comprueba, en sus cuentas bancarias, el ingreso por los dineros de la televisión, y cuando los compara con el magro, escuálido ingreso por las regalías de sus libros. Recientemente, la editorial le pagó regalías por los dos últimos años, incluyendo el pasado, el de la pandemia: la suma era inferior, bastante inferior, a lo que Barclays gana en un solo mes de televisión. Así las cosas, y habiendo fracasado a no dudarlo como escritor a tiempo completo, Barclays piensa: No renunciaré a la televisión, no me tomaré otro sabático, tendrán que echarme a palos, tendrán que despedirme del programa y sacarme a rastras con matones.

Barclays no sabrá nunca si hubiera sido un mejor escritor, de no haberse dedicado desde tan joven a la televisión. Pero le queda un consuelo: mal que mal, ha hecho una carrera en la televisión y una carrera paralela como escritor, y ha conseguido que muchos de sus espectadores se conviertan en sus lectores, y ha evitado que su éxito en la televisión lo idiotice o frivolice tanto como para dejar de escribir. De manera que, si bien no es un escritor a tiempo completo, continúa escribiendo cuando nada ni nadie lo obliga a hacerlo, y tal vez eso, concluye Barclays, es un testimonio de su inquebrantable vocación como escritor, de su determinación de contar historias hasta el final de los tiempos.