Antes de la pandemia, Barclays recibía público en el estudio, unas veinte o treinta personas cada noche. No siendo una multitud, esas personas aplaudían, se reían, daban vida al programa
Un joven de nacionalidad peruana, estudiante en la universidad de Texas, en Austin, nadador profesional, escribe un correo electrónico al inefable Barclays, conductor de un esperpéntico programa de televisión basado en Miami, llamado humildemente “Barclays”.
El joven, Juan Francisco Newman, le escribe a Barclays:
-Soy un fan de tu programa. No me lo pierdo. Voy a estar en Miami una semana. Me encantaría ir a ver tu programa en vivo.
Antes de la pandemia, Barclays recibía público en el estudio, unas veinte o treinta personas cada noche. No siendo una multitud, esas personas aplaudían, se reían, daban vida al programa. Ahora, sin embargo, ha dejado de recibir público. Por eso le responde al joven nadador:
-Mil disculpas, pero no estamos recibiendo público.
Semanas después, el joven Newman insiste con otro correo, pero Barclays vuelve a decepcionarlo:
-El canal ha prohibido la entrada de público. Acaba de morirse de coronavirus el gerente de ventas. Lo siento, pero no será posible.
Terco, porfiado, el joven Newman deja pasar unas semanas y vuelve a la carga. Pide visitar el estudio una noche. Dice que ha admirado a Barclays desde muy joven. Afirma que sueña con conocerlo. Halagado, Barclays le responde:
-Como sabes, no estoy recibiendo público en el estudio. Pero haré una excepción contigo.
Quedan un jueves a las ocho y media de la noche en la puerta del canal.
¿Por qué Barclays cambió súbitamente de opinión y se animó a conocer al joven? Porque miró en internet fotos del nadador Juan Francisco Newman. Casi todas eran fotos del joven en traje de baño, al pie de una piscina de competencia o dentro de la piscina. Barclays lo encontró atractivo, deseable. Sensible desde siempre a la belleza masculina, Barclays se sintió tocado en una zona vulnerable de su espíritu, la zona impredecible e ingobernable del deseo, y decidió que quería conocer al nadador. Además, se sintió halagado de que un joven tan apuesto se declarase fan de él, de su programa.
De pronto ilusionado con la visita del nadador, Barclays le preguntó por correo electrónico:
-¿Tienes resuelto el problema del alojamiento?
El joven Newman no tardó en responder:
-Sí, no te preocupes, me quedaré en el departamento de mis padres.
En otro correo sospechosamente amable, Barclays, de cincuenta y seis años, que doblaba la edad del nadador, de apenas veintiocho, preguntó:
-¿Quieres que mande un chofer a buscarte?
El joven Newman contestó:
-No, gracias. Iré manejando.
En vísperas de la visita del nadador, Barclays recibió una mala noticia: el guardia de seguridad del canal, un venezolano muy amable, fue despedido. Debido a eso, Barclays le dijo al nadador que, tan pronto como llegase al canal, lo llamase a su celular, así él saldría personalmente a hacerlo pasar, dado que ahora el canal carecía de portero o guardia de seguridad.
El jueves a las ocho de la noche, Barclays esperaba en su oficina con una cierta desusada inquietud. Llevaba más de diez años sin estar íntimamente con un hombre, sin besar a un hombre. Era feliz con su esposa. Pero este joven nadador le había parecido muy atractivo. ¿Venía porque era fan del programa o porque se sentía atraído por el veterano y obeso Barclays? ¿Era gay el nadador? ¿Quería hacerse una foto con Barclays como mero admirador o quería besar a Barclays? ¿Debía Barclays guardar la debida compostura o dar una tímida señal de que se sentía atraído por el nadador?
El celular sonó a las ocho y media en punto. Barclays salió a recibirlo con una caja de chocolates que pensaba obsequiar al visitante. Al verlo a lo lejos, bajando de su camioneta, caminando a paso rápido, pensó que era todavía más guapo que en las fotos. Alto, rubio, fornido, chaqueta azul, pantalón rosado, camisa blanca, el joven Newman, el rostro parcialmente cubierto por una mascarilla, le extendió la mano al otoñal Barclays y recibió la caja de chocolates como obsequio de bienvenida.
-Es un bombón -pensó Barclays-. Es el hombre más guapo que ha venido a este estudio.
El joven Newman pasó al estudio, acompañado de Barclays, y tomó asiento en un sofá. Inquieto, nervioso, levemente coqueto, pero tratando de que no se notase, Barclays se dispuso a comenzar el programa. Quería impresionar al nadador. Por eso, al comenzar, dijo:
-Quiero dedicar el programa de esta noche a un ilustre visitante, mi amigo Juan Francisco Newman.
Al echarle ese piropo, no sabía Barclays que su esposa Silvana estaba mirando el programa y que los padres de Newman también estaban viéndolo.
Durante el programa, Barclays hizo su mejor esfuerzo para parecer inteligente. En las pausas comerciales, hablaba a lo lejos con el nadador, quien lo celebraba. Hablaron de asuntos políticos más o menos urgentes: ¿piensas votar?, ¿por quién vas a votar?, ¿quién crees que va a ganar? Al final del programa, el joven Newman, piernas cruzadas, mirada inteligente, aplaudió con entusiasmo. Hacía tiempo que nadie aplaudía a Barclays en ese plató. El rollizo periodista se sintió halagado.
-Me encantó venir -le dijo Newman.
Barclays lo acompañó hasta la puerta de su camioneta.
-¿Cuándo vuelves a Austin? -le preguntó.
-En una semana -dijo Newman.
-¿Me arriesgo o no me arriesgo? -pensó Barclays.
Luego decidió jugarse la reputación:
-Me encantaría volver a verte.
El nadador sonrió. No pareció incómodo ni sorprendido. Dijo:
-Claro, veámonos.
Entonces Barclays pensó:
-¿Le digo para vernos a solas o lo invito a la casa?
Quizás cometió entonces un error de cálculo capital:
-¿Te gustaría venir a tomar unos vinos a la casa y conocer a mi esposa Silvana?
El joven Newman dijo, para sorpresa de Barclays:
-Uy, no tomó nada de alcohol.
-Claro, por supuesto, eres un atleta -dijo Barclays, tratando de corregir los daños.
Pero ya era tarde. ¿Fue un error invitarlo a su casa? ¿Debió decirle salgamos a cenar juntos, a solas? Al decirle quiero que conozcas a mi esposa Silvana, ¿le dio a entender que no quería seducirlo, sino ser sólo su amigo? Dada la fama de libertinos de Silvana y Barclays, ¿pensó el nadador que estaban invitándolo a un trío amoroso?
-Hablamos el fin de semana -dijo Newman.
-Tienes mi teléfono -le recordó Barclays-. Me llamas y organizamos un encuentro cómodo para todos.
-Dale, yo te llamo -le dijo el nadador.
Luego Barclays decidió no darle un apretón de manos: se acercó, le dio un abrazo y le dijo al oído:
-Me ha encantado conocerte.
El joven Newman se marchó con una sonrisa.
De regreso en su oficina, Barclays, siempre tan vanidoso, pensó:
-Es gay. Le gusto. Quiere irse a la cama conmigo. Sería delicioso ser su amante. Es guapísimo. Si él se anima, no seré yo quien se niegue al placer.
Barclays se sintió ilusionado, coqueto, rejuvenecido. Recordó lo que le dijo el nadador, antes de entrar al estudio, cuando lo elogió por su ropa tan bonita:
-Te juzgan según cómo te vistes.
-Yo no -le respondió Barclays-. Yo te juzgo según cómo te desvistes.
El nadador se había reído de esa broma pícara. Ahora Barclays quería volver a verlo, besarlo, desvestirlo.
Pero antes tenía que contarle todo a su esposa Silvana. No estaba dispuesto a esconderle nada ni a traicionarla. Había un pacto de amistad y lealtad que debía respetar. Por eso, llegando a la casa, le contó todo, le mostró las fotos del nadador.
Risueña y traviesa (por eso Barclays la amaba), Silvana le dijo:
-No me parece gay. No me da gay. Creo que es tu fan. No creo que quiera acostarse contigo.
Luego le recordó a su esposo:
-Amor, no quiero ser mala, pero recuerda que tienes cincuenta y seis años. Los chicos como él no se acuestan con personas tan mayores.
-Pero tú tienes treinta y dos -dijo Barclays.
-Yo estoy loca -dijo Silvana.
Luego Barclays preguntó:
-¿Hice bien en invitarlo a la casa y decirle que me hacía ilusión que te conociera?
-No sé -dijo Silvana-. De repente se asusta.
Pasó un día, pasaron dos, pasaron tres, y el joven Newman no dio señales de vida.
-Algo hice mal -pensó Barclays.
Entonces le mandó un correo electrónico:
-Si no te provoca venir a la casa y conocer a mi esposa, podemos salir a comer juntos, a solas, tú y yo, una noche después del programa.
Barclays ya había perdido todo sentido del honor, del decoro, de la dignidad: quería verlo, besarlo, amarlo, aunque sólo fuera una noche y luego no verlo más.
Pero el joven nadador no respondió, eligió el silencio.
-Se ha asustado -dijo Silvana-. Ha sentido que quieres irte a la cama con él. Y no es gay. O es gay pero no quiere ser tu amante.
-Puede ser -reconoció Barclays, derrotado.
-O sus padres se han asustado y le han pedido que no te vea. Con la fama que tienes, no creo que sus padres estén tan contentos de que venga a nuestra casa o de que salga a comer a solas contigo, mi amor. Deben de estar aterrados, pensando que quieres corromper a su hijo.
Abatido, levemente deprimido, sintiéndose más viejo y gordo que nunca, Barclays hizo un último, desesperado intento:
-No te pierdas. Me encantó conocerte. Si puedo ayudarte en algo, estoy a tus órdenes.
Pero el joven nadador no respondió.
Barclays se consoló pensando en algo que le había dicho el joven Newman:
-Cuando me gradúe en Austin, me mudaré a Miami. Esta es la ciudad de mis sueños.