Jaime Bayly: El gran improvisador

Jaime-Bayly

Fue así como Juan Pérez se sumó a la oprobiosa tropa de millares de desempleados que había dejado el coronavirus en todo el país

Debido a la crisis del coronavirus, que recortó los ingresos publicitarios, el dueño del canal de televisión despidió sin piedad a uno de sus periodistas estelares, Juan Pérez, deslenguado presentador de un programa de actualidad política, quien llevaba quince años trabajando en ese canal y se sentía una estrella, una celebridad.

Incrédulo, traumatizado, Juan Pérez le pidió al dueño del canal que le permitiera salir al aire una última noche para despedirse de su audiencia, pero el dueño denegó dicha petición, temeroso de que Pérez lo insultase en vivo y en directo.

Fue así como Juan Pérez se sumó a la oprobiosa tropa de millares de desempleados que había dejado el coronavirus en todo el país.

Desde luego, Pérez se ofreció a los canales de la competencia, pero ninguno quiso ficharlo, no eran tiempos para contratar periodistas tan caros y mimados como él. También habló con dos editoriales, tratando de venderles sus memorias, pero le dijeron que no podían pagarle un anticipo ni comprometerse a publicarlas.

Pérez sintió que el mundo se había confabulado contra él y sus más abyectos enemigos se habían conjurado para humillarlo y desgraciarlo. No puedo quedarme de brazos cruzados, como un perdedor, pensó. Tengo que rehabilitarme, tengo que reinventarme, tengo que volver a ser un ganador, malició. No permitiré que mi carrera periodística termine de esta manera tan indecorosa, se dijo.

Buscando una salida al penoso entuerto en que se hallaba, Juan Pérez se reunió con su madre, una señora octogenaria, y le pidió consejo. Mujer de profunda fe religiosa, ella no vaciló en decirle:

-Olvídate de la televisión. Entra en la política. Ya es hora. Lánzate a presidente.

Desde niño, Pérez había escuchado a su madre decirle que él había nacido para ser presidente de la nación. La política, por cierto, le interesaba vivamente. Era bueno hablando en público. Decían que tenía carisma, que era un seductor profesional. Llevaba años saliendo en la televisión, quién no conocía al famoso Juan Pérez. Por eso su madre le dijo:

-La gente te quiere, Juan. Lánzate. Te van a elegir presidente, ya verás.

Sintiendo el cosquilleo de la vanidad y el poder, Juan Pérez habló a solas con su esposa y le preguntó si aprobaba que fuese candidato presidencial.

-De ninguna manera -dijo ella-. Es una pésima idea. Tú no eres un político. Eres un periodista, una estrella de televisión.

-Pero no tengo trabajo -alegó él-. Nadie quiere contratarme. No puedo quedarme así, derrotado, humillado.

-Espera -le dijo su esposa-. Ten paciencia. Cuando pase el coronavirus, los canales tendrán más plata y seguro que alguno te contratará.

Juan Pérez podía esperar unos meses, incluso unos años. Era un hombre rico. Llevaba muchos años siendo una estrella de televisión y había ahorrado bastante dinero. Podía vivir el resto de su vida sin trabajar. Pero vivir sin trabajar le parecía una manera de morir en vida. Necesitaba sentirse importante, poderoso. Necesitaba tener un plan, trazarse unas metas, redibujar su identidad. Necesitaba renacer del fracaso y volar más alto.

Mientras esperaba a que alguna televisora lo llamase, Pérez hizo gestiones discretas para que un partido político apoyase su candidatura presidencial. Las elecciones se celebrarían en medio año. Pérez debía inscribirse más o menos pronto, en apenas tres meses. Para eso necesitaba un partido político. Ya no había tiempo para fundarlo. Debía alquilarlo o comprarlo. Como era un hombre rico, le pagó medio millón de dólares al dueño de un partido político y se lo compró. No le dijo nada a su esposa. Le ocultó la transacción. Sabía que ella se enfadaría y desaprobaría la operación.

Ya dueño de un partido político, Pérez tenía el camino despejado para inscribir su candidatura presidencial. Volvió a llamar a todos los canales, se ofreció para regresar a la televisión, pero nadie se entusiasmó ni quiso ficharlo. Derrotado, humillado, Pérez se dijo a sí mismo:

-Si nadie quiere darme un programa, saldré en todos los programas como candidato presidencial, esa será mi venganza.

Con el apoyo de su madre y el disgusto manifiesto de su esposa, Juan Pérez se inscribió como candidato presidencial, llevando a su madre octogenaria como candidata a la vicepresidencia. Como su madre, Dora Pérez, era una mujer encantadora, que no tenía enemigos y le caía bien a todo el mundo, la prensa consideró que sumaría muchos votos a favor de su hijo. Daban entrevistas juntos y eran muy simpáticos, se notaba que él la adoraba y que ella estaba cumpliendo el sueño de su vida: que su hijo, su único hijo, estuviese en el centro de la escena política.

Pérez y su madre decidieron que no le pedirían dinero a nadie para financiar la campaña. No quería rebajarse a parecer angurrientos o pedigüeños. No querían pasar el sombrero y quedar debiendo favores. Pérez dijo que estaba dispuesto a gastar un millón de dólares de su dinero y su madre, una mujer rica, sumó otro millón a los fondos de la campaña.

Pero, además, la campaña presidencial fue austera y atípica: debido al coronavirus, no hubo mítines de campaña, no hubo reuniones masivas de gente, no tuvieron que pronunciar discursos encendidos en la plaza pública. Todo ocurrió en el ámbito más o menos sosegado de la televisión local, un territorio que Juan Pérez dominaba ampliamente, como pez en el agua. Decidieron que la campaña consistiría en dar muchas entrevistas por televisión, tantas como les pidieran. Rencoroso, Pérez salió en todos los canales de aire y cable, menos en el canal que lo había despedido, al que le negó sistemáticamente una entrevista, alegando que su honor estaba en juego. La prensa celebró el carisma innegable de Juan y Dora Pérez, quienes empezaron a escalar en las encuestas de intención de voto. Pérez compró minutos en varios canales para propalar sus publicidades, pero se negó a darle un céntimo al canal que lo había echado. Ese canal, en venganza, desató una campaña de odio y linchamiento moral contra Juan Pérez y su madre, acusándolos de locos, orates y chiflados.

En los debates presidenciales, Pérez se lució por su aplomo, su elocuencia, su simpatía y su desenfado. Cuando le preguntaron por su plan de gobierno, sorprendió a todos:

-No tengo plan de gobierno. El mejor plan de gobierno es improvisar. La vida es un caos. El mejor presidente es el que se adapta más inteligentemente al caos.

-¿O sea que su gobierno será un caos? -le preguntó un candidato rival.

-Sí, mi gobierno será un caos -dijo Pérez, con una gran sonrisa-. Iremos improvisando. Y seremos felices en medio del caos.

Pérez también desconcertó a la clase política y a la prensa porque no quiso que su partido presentase candidatos al Congreso:

-Mi madre y yo hemos decidido que, si llegamos al poder, cerraremos el Congreso -anunció-. Es una cueva de ladrones, un nido de víboras y ratas. Hay que fumigarla.

Esa propuesta provocó un masivo entusiasmo popular y un fuerte subidón en las encuestas de intención de foto, aunque los juristas desaprobaron el plan de Juan Pérez, diciendo que vulneraría la Constitución.

-Hay que cambiar la Constitución -sentenció Pérez-. Hay que reescribirla. Hay que hacerla cortita y sencilla. No más de diez o doce páginas. Con fotos.

-¿Y quién escribiría la nueva Constitución? -le preguntaron, azorados, los reporteros.

-Yo mismo -respondió con candor Juan Pérez-. Yo la escribiré y mi madre la corregirá.

-¿Será usted un dictador, señor Pérez? -le preguntaron.

-No, qué ocurrencia -respondió Pérez, disfrutando a sus anchas de la candidatura presidencial-. Seré un humilde servidor de la nación. Trabajaré sin descanso para que los pobres sufran menos y vivan mejor.

-¿Cuánto tiempo aspira a ser presidente, señor Pérez?

-Todo el tiempo que me lo pida el pueblo. Todo el tiempo que Dios me lo permita.

-Pero usted decía que era ateo cuando tenía su programa de televisión.

-Estaba confundido, señorita. Ahora he vuelto a creer en Dios, me he reconciliado con Dios. Mi madre me ha ayudado muchísimo. Es un pequeño milagro.

Convertidos en un fenómeno electoral, sin siquiera viajar a provincias porque no había vuelos domésticos y no querían gastar dinero alquilando un avión privado, paseándose tan orondos por las televisoras, conquistando a la gente con un discurso humilde y sensible a los más necesitados, Juan Pérez y su madre Dora arrasaron el día de los comicios y llegaron al poder. Estaban eufóricos, no así la esposa de Pérez, quien se negaba a conceder entrevistas y amenazaba con pedir el divorcio y marcharse al exilio.

El día en que los Pérez se juramentaron como presidente y vicepresidenta, tomaron varias decisiones históricas: concluidos sus discursos, anunciaron el cierre del Congreso en forma indefinida, enviando a la policía a arrestar a todos los parlamentarios y despacharlos a sus casas bajo prisión preventiva; clausuraron y sacaron del aire al canal de televisión que meses atrás había despedido a Juan Pérez; mandaron a arrestar y metieron en un calabozo al dueño de ese canal, acusándolo de no pagar sus impuestos; y anunciaron que todos los días publicarían en Facebook e Instagram un capítulo de la nueva Constitución, que madre e hijo ya estaban escribiendo a cuatro manos. El pueblo llano aprobó con entusiasmo, de modo inequívoco, el cierre del Congreso, el cierre del canal que humilló al presidente Pérez y la nueva Constitución “con fotos”, precisó Pérez, que saldría día a día, por entregas, para mantener vivo un clima de intriga y suspenso, por Facebook e Instagram.

Como el tráfico al centro de la ciudad era espeso y a ratos infranqueable, Juan Pérez estatizó un hotel de lujo y lo convirtió en la nueva casa de gobierno, al tiempo que decretó que el antiguo palacio fuese ahora un museo abierto a todo público, en el que los visitantes pudiesen aliviarse y refrescarse en los antiguos lavabos presidenciales. También ordenó la compra de un avión presidencial de lujo y varios helicópteros ultramodernos. Ahora Pérez ya no dormía en su casa, sino en el hotel confiscado, aunque su esposa se negaba a acompañarlo en ese hotel y procuraba verlo lo menos posible. Dora Pérez, la octogenaria vicepresidenta, siguió durmiendo en su gran casona, aunque pasaba la mayor parte del día en el hotel expropiado, despachando con su hijo.

Madre e hijo tomaron algunas medidas en verdad sorprendentes: Juan Pérez ordenó que todos sus ministros le hablasen en inglés, no en español, y asimismo decretó que en todas las escuelas públicas se diesen clases en inglés, no en español, y que el canal público de televisión pasara telediarios en inglés, no en español; entretanto, Dora Pérez ordenó que la vida de las ciudades, los pueblos, los villorrios y caseríos se paralizase a mediodía para que todos, incluyendo a los ateos y agnósticos, se abocasen a rezar el ángelus, y obligó a los canales privados de televisión a transmitir la santa misa por la mañana, la tarde y la noche. No contenta con eso, la señora Pérez exigió que el telediario de las mañanas diese las noticias en latín primero y en italiano después, y fue bastante arduo encontrar a un locutor que hablase latín fluido, hubo que traerlo desde Roma.

Para vengarse del dueño del canal de televisión, al que había arrestado y encarcelado, Juan Pérez ordenó que le diesen cadena perpetua, reabrió el canal y volvió a tener su programa, todos los domingos por la noche, dos horas, a veces hasta tres, hablando de vivo, improvisando, que era lo que más le gustaba hacer a Pérez: improvisar, ir tanteando, adaptarse al caos, flotar siempre como un corcho insumergible. Ahora soy presidente y he vuelto a tener mi programa, se dijo Juan Pérez, el gran improvisador, desbordado de felicidad.

La nueva Constitución escrita por Pérez y su madre liquidó para siempre al Congreso, estableció que Pérez podía ser reelegido indefinidamente, fijó el inglés como lengua oficial de la patria y el dólar como moneda única de cambio, decretó que Pérez nombraría a dedo a todos los jueces supremos, y eligió la anarquía o el caos feliz como el sistema institucional imperante. Las fotos que ilustraron la nueva Constitución abreviada fueron recortadas de las revistas National Geographic y Hola, poniendo énfasis en los arcoíris y los océanos turquesas, transparentes, como símbolos de la felicidad.

Como Juan Pérez permanecía en pijama y pantuflas hasta el mediodía, paseándose por el hotel confiscado con la elegancia de un príncipe en el exilio, prohibió toda actividad oficial antes de mediodía, para así solazarse, durmiendo a sus anchas. En caso de urgencia, su madre Dora, que madrugaba a las seis, despachaba por él.

Una noche, improvisando, Juan Pérez visitó en prisión al ex dueño del canal de televisión, quien, al echarlo de modo fulminante, sin permitirle despedirse de la audiencia, lo lanzó a la política y al poder. El empresario le rogó compasión, perdón, libertad. Pérez se apiadó de él y lo puso en libertad, con una condición: que limpiase los baños del hotel donde vivía. Fue así como Juan Pérez pasó de ser periodista estelar a dictador vitalicio y su peor enemigo pasó de ser un magnate de la televisión a lavador de inodoros.

-No debiste despedirme -le decía Pérez, cuando lo veía de rodillas, limpiando afanosamente un inodoro.

-A sus órdenes, mi presidente -le decía el ex dueño del canal de televisión