Cuando tenía doce o trece años, Barclays era tan fanático del fútbol que se escapaba del colegio inglés a media mañana y usaba el transporte público para dirigirse a los entrenamientos de su club favorito en la liga peruana, el Sporting Cristal
Cuando Barclays era un niño y asistía al colegio inglés, ya era adicto al fútbol. Durante los recreos, jugaba al fútbol con tanta pasión que, al mismo tiempo que perseguía la pelota y la pateaba con extraña delicadeza, relataba a gritos los partidos, provocando la hilaridad ocasional entre sus amigos, y, ya de regreso en las clases, sacaba un cuaderno, otorgaba una puntuación del uno al diez a cada jugador del salón y dibujaba la trayectoria de la pelota en los mejores goles.
Todas las semanas, llegaba a la casa de los Barclays una revista de fútbol argentino, El Gráfico, que el niño Barclays leía con devoción, como si fueran las sagradas escrituras o la verdad revelada, con una devoción parecida a la de su madre, cuando ella leía los libros de Escrivá de Balaguer, fundador de una cofradía religiosa, el Opus Dei. Esa revista familiarizó a Barclays con los grandes equipos y los mejores jugadores del fútbol argentino, en un tiempo en que el fútbol aún no se había globalizado. El Gráfico otorgaba puntuaciones a los jugadores y dibujaba los mejores goles, recreando la impredecible trayectoria de la pelota. Debido a que en el club River Plate jugaban en el mediocampo tres futbolistas de gran talento, a saber, el “Beto” Alonso, “Jota Jota” López y “Mostaza” Merlo, Barclays, a quien sus amigos en el colegio llamaban “el Beto Alonso” por su refinamiento para patear la pelota, se hizo aficionado primero, y fanático después, de ese equipo, River Plate. No solo se sabía de memoria las alineaciones de su club favorito: se sabía de memoria todas las alineaciones de todos los equipos, incluyendo los suplentes y el cuerpo técnico, incluyendo a equipos pequeños como Chacarita Juniors, Ferrocarril Oeste y Huracán. Esa memoria elefantiásica para recordar nombres, decenas de nombres, centenares de nombres, no le servía para nada, salvo para impresionar a sus amigos, cuando relataba los partidos del recreo y asignaba a sus compañeros ciertos nombres de los futbolistas argentinos.
A media tarde, cuando llegaba a su casa, un caserón en los suburbios, de diez mil metros cuadrados y una gran cancha de fútbol con el césped bien recortado, Barclays jugaba con el jardinero “tiros al arco”, él siempre pateando y narrando, el pobre jardinero siempre atajando y corriendo a recoger la pelota cuando Barclays, con mala puntería, la tiraba fuera del campo, a los árboles y la maleza, más allá del arco. Barclays se divertía muchísimo pateando y pateando, y narrando a gritos sus proezas y epopeyas, pero el jardinero probablemente se aburría y lo odiaba, a pesar de que Barclays lo convertía en Ubaldo Matildo Fillol o en Hugo Orlando “El Loco” Gatti.
Ya de noche, Barclays, recluido en su dormitorio, encendía una radio a pilas y escuchaba un programa de fútbol. La televisión no transmitía los partidos del fútbol internacional. Solo una vez por semana, los martes, tarde en la noche, pasaban un partido de la liga alemana, narrado en español por un locutor que parecía que estuviera narrando la llegaba del hombre a la Luna. Ya entonces, de niño y adolescente, Barclays soñaba con viajar, pero no para conocer iglesias y museos, sino para asistir a los mejores estadios y ver partidos de fútbol memorables. En aquella época, un futbolista peruano de corta estatura y endiablada habilidad, Hugo “El Cholo” Sotil jugaba en el Barcelona, al lado de los holandeses Cruyff y Neeskens, y debido a eso Barclays se hizo hincha del Barcelona. Asimismo, el defensor peruano Julio Meléndez triunfaba en Boca Juniors, pero no por eso Barclays dejó de alentar a River.
Cuando tenía doce o trece años, Barclays era tan fanático del fútbol que se escapaba del colegio inglés a media mañana y usaba el transporte público para dirigirse a los entrenamientos de su club favorito en la liga peruana, el Sporting Cristal. Se había hecho partidario del Cristal porque sus tíos eran accionistas de la cervecera Cristal, dueña del club de fútbol, y le conseguían los mejores palcos, y hasta acceso a los camarines, para ver los partidos de Cristal. Mirando los entrenamientos de Cristal, tomando apuntes en un cuaderno, otorgando puntuaciones, Barclays escondía un secreto: cuando sea grande quiero ser periodista deportivo para viajar por el mundo narrando partidos. Esa, la vida del periodista itinerante al que le pagaban para relatar y comentar partidos de fútbol, le parecía la vida soñada, ideal, insuperablemente dichosa, y a esa quimera se aferraba, a despecho de su padre, que le decía que el fútbol era un juego vulgar para la gente del pueblo, y a despecho de su madre, que procuraba en vano enrumbarlo en el camino de la santidad. Tan hincha del Cristal era Barclays que a veces, los fines de semana, se subía a un avión o tomaba un tren para ir a ver un partido en provincias.
Cuando terminó el colegio, entró en la universidad y obtuvo sus documentos de identidad como ciudadano mayor de edad, Barclays empezó a viajar a Buenos Aires solo, siempre solo, para ver partidos de fútbol y comprar libros. En uno de esos viajes conoció a Borges y le hizo una entrevista. En otro de sus viajes visitó a Sábato en su casa de Santos Lugares. Se hizo adicto a los cuentos del Negro Fontanarrosa, legendario hincha “canalla” de Rosario Central. Pero ninguna emoción fue superior a la de visitar el estadio Monumental de River, la Bombonera de Boca, la cancha de San Lorenzo, la de Vélez, la de Independiente, la de Racing, incluso la de Argentinos Juniors. Lo mejor no era ver los partidos, sino escuchar los gritos procaces de los espectadores indignados, insultando al árbitro, a cierto jugador contrario, a un desdichado futbolista del club de sus amores. El hincha argentino tenía una extraña y deliciosa proclividad al insulto tremebundo, a los gritos soeces, arrabaleros, a las mentadas de madre, una suerte de tendencia natural o genética al apocalipsis, al fin del mundo: es decir que en cada partido no parecían jugarse apenas tres puntos, sino el destino de la especie humana, y por eso el fanático argentino dejaba media vida dando alaridos, lanzando salivazos, gritando agravios geniales que Barclays nunca había oído y chillando otras alusiones más familiares a la cueva vaginal de la madre, de la hermana, de la lora y de otras criaturas constantemente ultrajadas por el espectador vitriólico. El fútbol argentino era, pues, deporte y circo al mismo tiempo, un juego y un carnaval, una competencia y una celebración de la vida misma, y nada parecía más importante que meter un gol y salir corriendo, como si se hubiera alcanzado la inmortalidad. Barclays, entretanto, seguía sabiéndose de memoria las alineaciones de todos los clubes, una sabiduría perfectamente inútil, de la que solía hacer alarde entre sus amigos.
Al pasar los años y hacerse famoso o famosillo como periodista de televisión, Barclays dejó de visitar los estadios argentinos, aunque continuó viendo los partidos, ahora por televisión. El fútbol se había globalizado y era posible ver distintos campeonatos sin moverse de casa: no solo la liga argentina, sino especialmente la liga española, la inglesa, la italiana, la francesa, la brasileña y hasta el torneo mexicano. Cuando viajaba a España, Barclays no perdía ocasión de asistir a los mejores estadios de Madrid y Barcelona y se asombraba de que el espectador promedio español fuese bastante menos procaz que el argentino típico. De hecho, se sorprendía de que familias enteras, con niños y abuelas, estuvieran en las tribunas, observando un comportamiento ejemplar, como si estuviesen en un cine o un teatro, o hasta en un templo religioso, sin sucumbir a los insultos, las procacidades y las palabrejas malsonantes que tan a menudo se escuchaban en las canchas argentinas, donde el espectador parecía desahogar sus derrotas y frustraciones en aquellos insultos tan pintorescos que hacían reír a Barclays, un amante de todo lo argentino desde niño, incluyendo desde luego a personas de origen argentino.
Muy raramente Barclays jugaba al fútbol. Una o dos veces al año jugaba con sus hermanos, pero casi siempre terminaban peleando acaloradamente por un gol dudoso o un penal no cobrado. Trabajaba tanto y viajaba tan a menudo que no había tiempo ya para jugar al fútbol. Tampoco le iban quedando tantos amigos con quienes jugar, pues con los años Barclays había resultado un minucioso coleccionista de enemigos o de examigos. Así las cosas, Barclays jugaba al fútbol de un modo insólito o desusado: cuando veía un partido muy emocionante, la pierna derecha se le movía de pronto, como en un espasmo o una patada imaginaria, y aquella era una forma de participar del juego; y cuando dormía profundamente, a menudo soñaba con partidos de fútbol y metía unos goles memorables, bellísimos, gloriosos, por lo general de volea o de sombrero o de taco, pero nunca de cabeza ni de palomita. Aquellos eran los sueños mejores, a no dudarlo: los formidables episodios oníricos en los que Barclays metía un golazo y salía corriendo y lo gritaba con tanta euforia que a veces se despertaba, desbordado por la emoción, llorando o casi llorando.
Como Barclays, por dineros de familia, era rico o ricachón (pero el mérito no era de él, sino de su madre, o de la familia de su madre, pues él solo era bueno para gastar el dinero, no para ganarlo), a veces se daba el lujo de viajar para ver un gran partido de fútbol. Generalmente viajaba a Madrid o a Barcelona, pero también a Buenos Aires, para no perderse un partido tremendo donde se jugaba el futuro de la especie humana, o casi: no hace mucho viajó con su esposa y su madre a Madrid, a ver el juego del Real Madrid contra el Manchester City, y unos días después a ver el clásico con el Barcelona. Los partidos que más lo emocionaban eran los de la Champions ciertamente, y a veces también los de la Eurocopa o la Copa América o las eliminatorias al mundial, no digamos ya los del mundial, que veía tomando un café tras otro, evocando sus tiempos pétreos de cocainómano lenguaraz. Para su fortuna, la esposa de Barclays eran una gran apasionada al fútbol y estaba siempre dispuesta a viajar, con coronavirus o sin él, para ver un partido memorable, y además era muy improbablemente, siendo tan linda, una futbolista de extraordinario talento, había sido la mejor de la selección de su colegio alemán, la goleadora, jugando siempre con el número 9 en la espalda, en el centro del ataque, habilísima para el regate zigzagueante y el amague o embuste preñado de picardía.
A veces Barclays, mirando un gran partido de fútbol por televisión o en la cancha, narrándolo imaginariamente pero ya no a gritos sino en silencio, para sí mismo, viendo cómo se le movía sola la pierna derecha, pateando balones invisibles, metiendo goles imposibles, pensaba que su verdadera vocación no era la de escritor ni la de periodista de televisión, sino la de aficionado incurable al fútbol: en unos años, pensaba, dejaré la televisión, me retiraré de la vida pública y dedicaré mis mejores energías e ilusiones a ver partidos de fútbol por todo el mundo. Entonces, solo entonces, pensaba Barclays, habré coronado el más dulce y caro de mis sueños, el de ser un periodista de fútbol cuyo trabajo, suerte la suya, consiste en ir a la cancha y ver el partido tan esperado de aquel deporte sagrado, el fútbol, esa religión para los agnósticos y los ateos también, que acaso le había deparado las más grandes alegrías y las más profundas tristezas de su vida, como si esos once muchachos jugasen para él o lo representasen, como si él fuese el jugador número doce y su felicidad estuviese cifrada en la incierta trayectoria de la pelota.