Zoe Barclays acaba de cumplir diez años. Ha sido una celebración austera. Debido al coronavirus, no hizo una fiesta en su casa. Se reunió en un parque cercano con dos amigas del colegio: una, con apenas diez años, ya salió del armario y se declara lesbiana; la otra, de la misma edad, ha anunciado a sus amigas y sus padres que es pansexual.
La amiga lesbiana está enamorada de Zoe y quiere que Zoe se declare lesbiana y sea su pareja, pero Zoe no está tan segura de su identidad sexual, se siente presionada a definirse y pide tiempo. Por eso la amiga lesbiana rompió a llorar en el parque: porque su amor por Zoe no parece ser correspondido, o no todavía.
Por su parte, la amiga pansexual dijo que está enamorada de ambas: de Zoe y de la amiga lesbiana. Zoe estuvo a punto de declararse pansexual para contentar a sus amigas y darle un final feliz a su cumpleaños, pero se refrenó. Es decir que la reunión en el parque resultó un examen a conciencia sobre la identidad sexual de las tres niñas. Zoe se siente un tanto presionada. Pide tiempo. No sabe bien qué le gusta y qué no le gusta. Es muy pronto para saberlo.
Como los padres de Zoe, ambos escritores, ambos renuentes al trabajo, ambos cultores del ocio creativo o del ocio a secas, se declaran bisexuales, entonces Zoe se siente tentada de decir que es bisexual sólo para complacer a sus padres, pero estos le piden que no se apresure, que se tome su tiempo, que espere diez años para saber mejor qué le gusta en el incierto territorio del amor, el deseo y el erotismo.
Al padre de Zoe le da vergüenza que ella sepa que él tuvo un novio durante siete años, antes de que ella naciera. Sin embargo, ella ya lo sabe porque todo o casi todo está contado en las redes sociales. Antes uno podía tener secretos, piensa él, pero ahora todo está expuesto en Google, en Wikipedia, y nadie se salva de confrontar su pasado, los esqueletos de su pasado, que antes se guardaban en el armario, pero ahora están a la vista de quien quiera verlos. Zoe sabe que su padre es bisexual y no le molesta ni le avergüenza en absoluto, incluso le parece un rasgo de inteligencia, de mente abierta, de libertad. Por eso le ha dicho:
-Lo que más me gusta de ti es tu lado femenino.
A la madre de Zoe, que es muy joven y parece su hermana mayor, no le da miedo ni vergüenza que la niña sepa quién es su madre. Los libros que ha publicado la madre de Zoe dejan entrever que se ha enamorado de una mujer, de más de una mujer, que a la precoz edad de quince años ya sabía que era bisexual. Esos libros, como los que ha publicado el padre de Zoe, están a la vista de la niña, no están escondidos, ella podría sacarlos de la biblioteca y ojearlos o leerlos. La madre de Zoe es una atleta, una karateca, una tenista. Cuando hay un problema, cualquier problema, ella lo resuelve. Zoe ama a su madre. A veces le dice:
-Lo que más me gusta de ti es tu lado masculino.
La madre de Zoe ha publicado unas memorias prematuras y valientes, tituladas “Nunca seremos normales”. Zoe ha leído pasajes de ese libro. Sabe que su padre es bipolar, que puede caer en profundas depresiones, que siendo joven trató de matarse para escapar de la culpa de ser bisexual. Sabe que su madre, siendo niña, la pasó realmente mal, porque veía que sus padres reñían a menudo y se hacían daño, él siendo alcohólico, ella tomando pastillas que la ponían a dormir. Por eso, cuando algo se cae, se mancha, se rompe, se echa a perder, Zoe busca la sonrisa achinada y cómplice de su padre y le dice:
-Nunca seremos normales.
Que es una manera de decirle:
-Somos felices siendo anormales. Somos felices viviendo en el caos. Somos felices abrazando el caos.
Las abuelas de Zoe, que viven lejos de ella, a cinco horas en avión, son muy religiosas. Sin embargo, Zoe no ha sido bautizada. Sus padres escritores fueron católicos, fueron creyentes, pero en el camino dejaron de creer en las supersticiones religiosas y ahora se declaran simplemente agnósticos, felizmente ateos. De todos modos, cuando Zoe está con sus abuelas, tiene la inteligencia emocional de dejar que ellas le hablen de asuntos religiosos y hasta de rezar ceremoniosamente con ellas solo para contentarlas.
La casa en la que vive Zoe es muy grande, tiene seis habitaciones, seis baños, jardín y piscina. Todo en esa casa está revuelto, tirado, desordenado: los libros por acá y por allá, la ropa desperdigada en las zonas más insólitas, los periódicos leídos o por leer, las cuentas pagadas o por pagar, los juegos, los juguetes, las muñecas, los animales en miniatura, los uniformes de karate, las toallas y los trajes de baño, los repelentes contra mosquitos: en fin, la casa es un caos, y si alguien tomara fotos de sus ambientes interiores, pensaría que allí vive una familia de locos, de chiflados: es el caos puro, el puto caos, el caos feliz. Nadie aspira al orden ni a la limpieza, virtudes que sus habitantes consideran mediocres. Se aspira a la comodidad, a la felicidad, a la libertad: aquellos son los valores supremos de la familia Barclays y nadie los hará renunciar a ellos:
-Nunca seremos normales -dice Zoe, riéndose del caos que es su casa, donde todo se pierde, se extravía, pero luego aparece, reaparece.
Zoe despierta sola, se hace el desayuno sola, camina al colegio sola. Por suerte, el colegio está a sólo cuatro cuadras de su casa. Es una estudiante brillante, saca las mejores notas, está en el salón de niños más dotados. También es muy querida. Tiene muchas amigas. Es buena y generosa con ellas. Ve siempre el lado bueno en sus amigas. Las hace reír a menudo. Porque Zoe es una comediante natural, una actriz natural. Dice que cuando sea grande quiere ser actriz. No lo duda: actriz y comediante. Lo ha heredado de su madre, a no dudarlo, que es una humorista genial, cuyas ocurrencias sólo estallan en el ámbito de la vida familiar, haciendo reír a Zoe y al padre de Zoe a carcajadas.
Cuando Zoe era muy pequeña, prefería no hablar. Era muy observadora, pero no hablaba. Por eso una tía de Zoe, que es sicóloga, dictaminó que la niña era autista. Los padres de Zoe le creyeron y lloraron toda la noche, devastados. Zoe fue a una terapista. Le hicieron varios exámenes. El diagnóstico de su tía era erróneo: Zoe no era autista. Tenía un cociente intelectual muy alto, de 135. Sus terapistas dijeron: hablará cuando quiera hablar, y cuando comience a hablar no habrá quien la pare. Así fue. Zoe, como su padre, es capaz de hablar dos horas seguidas, improvisando, payaseando. Lo hace cuando viajan los tres en auto y manejan un par de horas: Zoe empieza a hablar y no para de hablar hasta llegar al hotel, a la playa, a la montaña donde habrán de esquiar. Su relación con las palabras es bastante notable: las aprende enseguida, en inglés o en español, y las dice con bastante precisión, y cuando escucha una palabra nueva no duda en preguntar su significado y enseguida la aprende, o la aprehende, como si las palabras fuesen mariposas.
La otra noche, domingo por la noche, Zoe y sus padres fueron a un barrio desangelado de la ciudad, casi una hora en la camioneta familiar, y se dedicaron a alimentar a los gatos callejeros, a los gatos abandonados: algunos se acercaban, más confiados, y otros salían corriendo y recién venían a comer cuando Zoe y su familia se alejaban unos pasos. Mientras el padre de Zoe acariciaba el lomo de un gato blanco y le abría una lata de comida, Zoe le dijo a su madre:
-Tu esposo es un buen tipo. Tomaste la decisión correcta.