Corto de estatura, el rostro tostado por el sol, camisa floreada y pantalones cortos como si estuviese en el Caribe, ese amigo del colegio, Germán Varas, ya en sus cincuentas, se había hecho fama, desde muy joven, de ser extravagante y genial, impredecible y talentoso.
Caminando a orillas del Sena una tarde soleada de agosto, viendo con asombro cómo algunos veraneantes tomaban sol en bañador y se arrojaban a las aguas verdes del río como si estuvieran en las playas de Niza, preguntándose si debía quitarse la ropa y saltar en calzoncillos al Sena para que su esposa y su hija se riesen de él y le tomasen fotos haciendo el ridículo, Barclays creyó ver, a lo lejos, cantando en francés, tocando la guitarra, a un viejo amigo del colegio, al que no veía hacía décadas.
Corto de estatura, el rostro tostado por el sol, camisa floreada y pantalones cortos como si estuviese en el Caribe, ese amigo del colegio, Germán Varas, ya en sus cincuentas, se había hecho fama, desde muy joven, de ser extravagante y genial, impredecible y talentoso: en efecto, había sido baterista de una banda de músicos, publicado un par de poemarios notables pero virtualmente inadvertidos por el gran público, conquistado a las mujeres más lindas de la ciudad, incluyendo a la hija de un prodigioso escritor, ganador del Nobel, y, harto de vivir en el tercer mundo, entre personas que sólo sabían hablar de política y de fútbol (y ni siquiera de política y fútbol mundiales, sino de política y fútbol tribales), Germán Varas, artista de múltiples talentos, donjuán o picaflor de éxito probado, se había marchado a vivir en Ginebra, donde vivía solo, en las afueras, en una casa en el campo, con una pecera inmensa llena de peces de todos los colores, un perro que era como su sombra y una discreta plantación de marihuana en el jardín de su casa. Como era un genio, Germán Varas no trabajaba, o lo hacía de vez en cuando, por ráfagas, por cortas temporadas, bajo el influjo errático de las musas, subvencionado por el gobierno suizo, que, siendo Germán ciudadano de ese país, debido a que su madre era suiza, le pagaba para que escribiera poemarios, ensayos y guiones de cine, o para que dictase clases de español, todo lo cual hacía sin agitarse demasiado.
-¿Germán, eres tú? -le preguntó Barclays, apenas su amigo terminó de cantar.
Se lo preguntó, por supuesto, en español, pues ambos habían compartido diez años, en la primaria y la secundaria, en un colegio inglés de Lima. Luego la amistad había sobrevivido a la prueba ácida, definitiva: siguieron siendo amigos después del colegio, sin que ya nadie los obligase a verse. Trataron de hacer una serie de televisión escrita por ambos: se reunían en la suite de un hotel y escribían unos guiones que nunca fructificaron. Trataron de hacer una película que se quedó en buenas intenciones. Trataron de hacer un show de stand up comedy que al final abortaron. A veces manejaban hasta una playa al sur llamada El Silencio, con la hija del gran escritor, Mariana, una mujer divertida y adorable, y mientras ella hablaba fogosamente a favor de salir a marchar para derribar a la dictadura, ellos fumaban unos porritos y se declaraban demasiado vagos o escépticos para salir a marchar contra nada o contra nadie.
-¡Chico Barclays! -pareció emocionarse Germán Varas, al ver a su amigo del colegio, después de por lo menos veinte años sin verse, dejando a un lado la guitarra, dándole un abrazo efusivo, no exento de sudores por ambas partes.
Germán había sido siempre risueño e ingenioso en sus maneras de llamar a Barclays: chico Barclays, niño terrible Barclays, esperanza blanca Barclays, míster Barclays, súper Barclays, papi Barclays.
Alguna gente se acercó y dejó caer billetes y monedas al sombrero que Germán había acomodado en el piso. Demasiado sabio para ser vanidoso, demasiado inteligente para creerse importante, Germán Varas sonrió y agradeció a su público con una venia que pareció sincera.
-¿Qué haces acá? -preguntó Barclays, luego de presentarle a su esposa Silvia y su hija Zoe, a quienes Germán saludó con genuina emoción-. Te hacía en Ginebra. No sabía que habías venido a París.
-Sigo en Ginebra -dijo Germán-. Pero los fines de semana vengo a París para ver a una amiga.
Barclays pensó, con una sonrisa socarrona: será un donjuán toda la vida, qué éxito tiene con las chicas lindas.
-Usted no cambia, don Germán -le dijo.
Se habían visto por última vez hacía dos décadas, veintiún años para ser exactos, en una fiesta que dio Barclays para celebrar sus treinta y cinco años, en un hotel de lujo, tratando de parecerse a Truman Capote, ya que no en el talento para escribir, al menos en la vocación para dar fiestas. Germán asistió a esa fiesta entre los pocos amigos del colegio a los que Barclays invitó, y lo hizo acompañado de Mariana, la hija del gran escritor, y bailó y gozó de la fiesta como si fuese él quien estuviese cumpliendo años: además de baterista y poeta, era un consumado bailarín y hacía los movimientos más raros y graciosos en la pista de baile. Después de dejar a Mariana en su casa, Germán regresó a la fiesta y se emperró en bailar con la primera esposa de Barclays, Casandra Mesías, a la que maliciaba con ojo pícaro y quien le correspondía, alborotada, dichas malicias, Barclays pensando, divertido: si me descuido, Germancito se va a cepillar a doña Casandra.
-Me va a disculpar, chico Barclays, pero tengo que seguir cantando -dijo Germán.
Luego añadió, sarcástico:
-Uno se debe a su público, y eso usted lo sabe mejor que nadie.
Se confundieron en otro abrazo. Germán volvió a cantar en francés y en inglés. Algunas parejas bailaban a orillas del río, entre los puentes de Sully y de Austerlitz. Todos parecían felices. En ese momento, París debía de ser la ciudad más linda del mundo. Sólo a Germán Varas se le ocurría cantar a orillas del Sena por el puro placer de cantar, para poner a la gente a bailar y, de paso, cómo no, para llevarse un dinerillo que, en verdad, no necesitaba, porque en Ginebra tenía sus clases, sus sinecuras, y además sus padres le habían legado un dinero no menor.
Quedaron en verse esa noche, en el bar del hotel donde se alojaban los Barclays, cerca de la plaza Vendôme, para tomar unas copas y ponerse al día:
-¡No puede ser que hayan pasado veintiún años sin vernos, joven Varas! -le dijo Barclays-. ¡Te esperamos esta noche! ¡No nos falles, por favor!
Germán llegó puntualmente, junto con su amiga o novia parisina, una mujer muy guapa, muy alta, mucho más alta que él, muy joven, mucho más joven que él, tan linda que parecía una actriz de cine o una de esas chicas populares que ganan millones en las redes sociales publicando sus fotos y videos domésticos. Se llamaba María, hablaba pocas palabras en español y, en realidad, no parecía tener interés en hablar en lengua alguna: miraba arrobada, subyugada, como si lo adorase, a Germán Varas, y con frecuencia le daba besos en la mejilla, en el cuello, con profunda reverencia, y lo abrazaba, como adhiriéndose a él, como si quisiera ser una prolongación de su cuerpo. Barclays y su esposa Silvia contemplaban tan improbable espectáculo de ebullición o efervescencia hormonal, mientras su hija Zoe se encontraba arriba, en la habitación, hablando a gritos con sus amigas que estaban en América y quienes les hablaban igualmente a gritos, en la pantalla de la tableta.
Cuando Barclays, preguntón incorregible, le preguntó a María a qué se dedicaba, ella lo miró como si contemplase a un mamífero antiguo tras los cristales del museo de historia natural y le dijo, con un mohín coqueto:
-Hago videos.
Germán sonrió y María se enroscó con él, se ovilló a su lado. Barclays preguntó:
-¿Videos musicales? ¿Videos publicitarios? ¿Videos de viajes?
Germán soltó una risa pícara.
-No -dijo María-. Videos sexuales.
Barclays y su esposa no supieron si reírse, si estaban siendo víctimas de una emboscada humorística.
-Genial -dijo Barclays-. ¿Y tú los grabas, los editas?
-No -dijo María-. Yo actúo. Yo salgo en los videos.
-Actuamos -aclaró Germán-. Salimos juntos.