Mario Vargas Llosa tenía diecinueve años, estudiaba leyes, escribía cuentos que publicaba esporádicamente en el diario más influyente de Lima y vivía con sus abuelos maternos, Pedro y Carmen Llosa, cuando conoció a su tía Julia, de treinta y dos años, boliviana, divorciada, recién llegada a Lima, nacida en Chile, apodada “La rotita”.
Los padres de Vargas Llosa, Ernesto Vargas y Dorita Llosa, se habían marchado a Los Ángeles, pero Mario permaneció en Lima, viviendo con sus abuelos maternos. Debió de ser un alivio para él, que odiaba a su padre Ernesto. Los primeros diez años de su vida, a Vargas Llosa le dijeron que su padre estaba muerto, en el cielo. Su padre era una foto en blanco y negro que él besaba por las noches, antes de dormir. En realidad, su padre había abandonado a Dorita, estando ella embarazada de cinco meses, esperando a Mario, y desaparecido por completo de la vida de Dorita, quien sufrió la humillación de parir a un hijo, Mario Vargas Llosa, con padre ausente, desaparecido, que no dio señales de vida durante diez años.
Fueron, sin embargo, diez años felices para el niño Vargas Llosa, que creció en Arequipa, Cochabamba y Piura, y quizás también para su madre Dorita, protegida por sus padres Pedro y Carmen, que amaron siempre, sin reservas, a ella y al niño Marito.
Antes de que Vargas Llosa cumpliera once años, Ernesto Vargas, el padre desaparecido, reapareció en la vida de Dorita, quien no dudó en reconciliarse con él, perdonarle su ausencia de diez años y decirle al niño Marito que ese señor de cóleras frías era su padre.
Los años siguientes fueron un infierno para Mario y su madre Dorita. Vivieron con Ernesto Vargas, quien odiaba a los Llosa, la familia de Dorita, su esposa, porque se consideraba socialmente inferior a ellos. Iracundo, volcánico, Ernesto daba palizas a Dorita y a su hijo Mario. Les pegaba con tanta saña y ferocidad que a veces los derribaba al suelo. A su hijo le propinó una golpiza por primera vez a la salida de misa un domingo y llegó a pegarle en el colegio religioso al que asistía Mario, pues este al parecer había falseado una calificación escolar. Desde entonces, Vargas Llosa odió a su padre. Nunca pudo perdonarlo.
Aterrado de que su hijo Mario fuese homosexual, pues escribía versos, Ernesto Vargas lo metió en un colegio internado militar. Vargas Llosa tenía catorce años. No fue una mala noticia para él. Durante dos años, vivió en el colegio militar, lejos de su padre tóxico, abusivo. Soñaba con ser marino, o torero, o poeta. A los catorce años, Vargas Llosa se inauguró sexualmente en los burdeles de un barrio popular, en la calle de las putas afrancesadas, las más caras. Acudía todos los sábados, a la salida del colegio militar, a ejercitar su precoz hombría. Llegó a enamorarse de una prostituta, la Pies Dorados.
Vargas Llosa podía presumir de ser un hombre cabal cuando, con diecinueve años recién cumplidos, sobreviviente de las palizas de su padre y las brutalidades del colegio militar, aliviado porque el energúmeno de su padre se había marchado a Los Ángeles, llegó a Lima la tía Julia, “La rotita”, la boliviana. En rigor, Julia no era tía biológica de Mario. Era su tía política. El tío sanguíneo de Mario, Luis Llosa, hermano de Dorita Llosa, madre de Mario, estaba casado con Olga Urquidi, tía política de Mario. Julia Urquidi era la hermana de Olga Urquidi. Era, por tanto, la tía política de Mario Vargas Llosa. Había conocido a Mario cuando este era un niño en Cochabamba y era amiga de la madre de Mario, Dorita, desde aquellos años felices en Cochabamba.
Mario y su tía Julia no vivían juntos: él vivía con sus abuelos maternos, Pedro y Carmen, y ella con su hermana Olga Urquidi y su cuñado Luis Llosa. Se veían, al comienzo, todos los jueves. Iban juntos al cine. Se hicieron amigos. Ella le decía Marito, él le decía Negrita. No tardaron en enamorarse. Mario la besó por primera vez en una discoteca elegante. De inmediato le prohibió que lo siguiera llamando Marito. Desde entonces ella lo llamó Varguitas.
Cuando la familia Llosa se enteró de que Mario y la tía Julia se habían enamorado, el escándalo fue mayúsculo. Olga le pidió a su hermana Julia que volviera a Bolivia. Pero Mario, terco, porfiado, obstinado, le rogó a la tía Julia que se casara con él. No podían casarse todavía porque Mario era menor de edad: la mayoría de edad se alcanzaba entonces a los veintiún años y, para casarse, Vargas Llosa necesitaba un permiso notarial de sus padres, quienes estaban en Los Ángeles y, enterados del revuelo familiar, volvieron presurosamente a Lima, tratando de poner orden en el inesperado caos que, cayendo como un meteorito en el corazón mismo de la familia, había provocado el amor.
Entonces Vargas Llosa y su tía Julia huyeron a unos pueblitos al sur de Lima, buscaron con afán a un alcalde que, burlando las leyes, estuviera dispuesto a casarlos, encontraron a uno que no se dejó arredrar por las circunstancias y, después de falsificar la partida de nacimiento de Mario, cambiando su año de nacimiento de 1936 a 1934, ese alcalde sabio y querendón, ajeno a los formalismos legales, sensible al amor, los casó.
Entretanto, recién llegado a Lima, el padre de Mario, Ernesto Vargas, el hombre que vivía molesto, denunció a la tía Julia en una comisaría, acusándola de corruptora de menores y exigiendo su arresto, y amenazó a la familia Llosa, mostrando un revólver, que no desmayaría hasta encontrar a su hijo Mario y matarlo de cinco balazos en la calle, como a un perro rabioso.
En vísperas de casarse en ese pueblito al sur de Lima, Vargas Llosa y su tía Julia hicieron el amor por primera vez en un hotelito sin pretensiones, un año después de haberse enamorado, un noviazgo que, dadas las circunstancias furtivas, se había limitado a besitos en los cines y las salas de baile. Meses después, la tía Julia quedó embarazada, pero perdió al bebé antes de que naciera.
Dos años más tarde, partieron a Madrid, pues Mario ganó una beca para estudiar su doctorado. Allí comenzó a escribir su primera novela, originalmente titulada “Los impostores”. La tía Julia lo animaba a escribir y mecanografiaba, o pasaba en limpio, lo que su esposo escribía. Julia escribió al menos cuatro versiones de aquella novela, que, tras ganar un premio literario de prestigio, fue publicada como “La ciudad y los perros”, la memoria literaria de los dos años en que Vargas Llosa fue cadete (o “perro”, el primer año) en el internado militar.
Ya entonces, cuando salió esa novela, Mario y la tía Julia vivían en París, donde él trabajaba como profesor de español y periodista de la agencia France-Presse. Circunspecto, de bigotes copiosos, hablando un francés fluido que había aprendido como lector autodidacta, Vargas Llosa había coronado el sueño de su vida: ser escritor en París. La tía Julia vivía para él, al servicio de él. Cuando se casaron, ella le pidió que él prometiera al menos cinco años de fidelidad. Mario se comprometió a ello y cumplió (aunque ella lo acusaría años más tarde de haberle sido infiel una sola vez, con una prostituta de lujo en el hotel Napoleón de París).
Como Mario, de pronto escritor famoso, era guapo y llamaba la atención entre las mujeres que trabajaban con él, o que lo conocían en fiestas y eventos sociales, la tía Julia sufría crisis de celos y cada tanto tomaba frascos de somníferos, tratando de suicidarse. Al parecer, Mario ya no estaba enamorado de ella.
En esas circunstancias, llegó a vivir a París, con Mario y la tía Julia, la joven Wanda Llosa, de apenas dieciséis años, prima hermana de Mario, pues era hija de Luis Llosa, hermano de Dorita Llosa, madre de Mario, y de Olga Urquidi, hermana de la tía Julia. Wanda, o Wandita, como la llamaban su primo Mario y su tía Julia, se acomodó en el apartamento de ellos, consiguió un trabajo en la embajada peruana y se enamoró de un joven que daba la vida por ella. Tal vez la llegada de Wanda alivió los celos de la tía Julia.
Un tiempo después, llegó también a París la hermana menor de Wanda, Patricia Llosa, de apenas catorce años, prima hermana de Mario Vargas Llosa, hija de Luis Llosa y Olga Urquidi. Patricia, la prima Patricia, estudiaba francés en La Sorbona. Vivían juntos los cuatro: Mario, la tía Julia, las primas Wanda y Patricia.
Soñando con casarse pronto, Wanda Llosa abordó un vuelo de Air France que la llevaría de París a Lima. El avión sufrió un accidente. Nadie sobrevivió. Mario viajó al lugar del siniestro y reconoció los restos de su prima fallecida. Entonces todos volvieron a Lima. Solo Mario, sepultada su prima Wanda, volvió a París. Era 1962. Mario tenía apenas veintiséis años. La tía Julia estaba por cumplir cuarenta.
Desde París, Mario le rogó a su esposa Julia, en numerosas cartas que ella más tarde publicaría, que no volviera, que se quedase en Lima o se mudase a Bolivia. Mario fue honesto con la tía Julia: ya no la amaba, quería estar solo, a menudo pensaba en matarse, a veces pensaba que ya no escribiría más. Se encontraba ferozmente abatido por la trágica muerte de su prima Wanda. Ya no amaba a Julia. Quería estar solo.
Testaruda, la tía Julia volvió a París y trató de encender el fuego del amor, pero fue en vano, Mario ya no la quería. Entonces Vargas Llosa, con inmenso coraje, viajó a Lima y le dijo a su prima Patricia que estaba enamorado de ella. Era 1964. En una carta a la tía Julia, Mario le confesó que amaba a la prima Patricia, que se había enamorado de ella cuando vivían juntos, en París, antes de la tragedia de Wanda.
Debió de ser terrible para la tía Julia, pero mucho más para su hermana Olga: primero debió aceptar que su propia hermana Julia se casase con su sobrino Marito; luego encajar el dolor inimaginable de perder a su hija Wanda en un accidente aéreo; y finalmente resignarse a que su segunda hija, Patricia, se enamorase de Marito, su sobrino, el conquistador que primero sedujo a la tía Julia y, años después, a la prima Patricia. Con admirable sabiduría, Olga Urquidi y su esposo Luis Llosa, que era como un padre para Mario, asistieron a la boda religiosa, en 1965, de Mario y la prima Patricia, bendijeron la unión, que duró más de cincuenta años, y, siempre que fueron requeridos, cuidaron con infinito amor a los tres hijos que tuvieron Mario y Patricia.
Mario publicó “La tía Julia y el escribidor”, un libro maravilloso, en 1977. Despechada, la tía Julia publicó un libro vengativo, “Lo que Varguitas no dijo”, en 1983, aireando cartas íntimas que ella y Mario, y ella y Patricia, se habían escrito. Ese año, la tía Julia, de paso por Lima, concedió, en un café de Miraflores, una larga entrevista al imberbe periodista Barclays, recién salido del colegio, entrevista que se publicó a página entera en el diario “La Prensa” de Lima. Guapa, distinguida, todavía malherida por los amores contrariados, fumando y bebiendo café, la tía Julia hablaba de Varguitas como si todavía lo amase, como si fuese el gran amor de su vida. Barclays pensó: todavía está enamorada de Mario.
Julia se mudó a Bolivia, fue secretaria del dictador Hugo Banzer y murió en 2010, acaso todavía enamorada de Mario, de Marito, de Varguitas, el genio literario que, unos meses después, en octubre de ese año, ganó con toda justicia el Nobel de Literatura, sin que la tía Julia alcanzara a vivir para sentirse orgullosa de la proeza artística de su sobrino.