¿Cuánto tardará en disiparse la indignación y el escándalo suscitado por los dos colaboradores del presidente interino, Juan Guaidó, a quienes se acusa de desviar fondos destinados a la ayuda humanitaria de los venezolanos refugiados en Colombia?
Los hechos se vienen presentando en muchos medios de prensa según dicta la más ortodoxa doctrina de la gerencia de crisis, el manual de procedimiento del llamado issues managament —el protocolo de gestión de clavos calientes— que toda corporación política o empresarial, digamos posmoderna, guarda en su disco duro.
Lo primero es lo primero, y lo primero que hay que hacer es reclamarse partidario de la transparencia y exigir —¿a quién?— que la indagación de este bochorno llegue hasta sus últimas consecuencias en aras de la confianza pública.
Para muchos indignados, la dimensión, digamos dineraria, del caso es lo de menos: ocuparse en saber con precisión cuántos bifes pudieron engullirse, cuántos whiskys y botellas de vino beberse, cuántos huevos benedict para el desayuno en la cama pudieron ordenarse, cuántos zapatos y bolsos comprarse, puede parecer una morbosa frivolidad ante la magnitud apocalíptica de lo que pasa en Venezuela: según Acnur y otras agencias, entre 15 y 20 millones de venezolanos, de un total de casi 32 millones de habitantes, requieren ayuda humanitaria de emergencia.
Sin embargo, la miserable trapisonda de Cúcuta, cumplida bajo capa de acción humanitaria, en momentos en que Venezuela se halla literalmente en trance de disolución, deja ver cuán insidiosa e infatigable es la disposición de muchísimos compatriotas —“hijos del petroestado”, me gusta llamarlos— a no dejar pasarla ocasión de corromperse.
Se nos dirá que se trata de un accidente, de una contingente anomalía. Que hay que aprovechar la experiencia y disponer desde ya, pensando en el futuro y la reconstrucción y el “proyecto-país” que merecen nuestros nietos, las verificaciones y los contrapesos institucionales que etcétera, etcétera.
Que no hay nada en el volksgeist venezolano —si es que existe tal cosa— que nos condene a ser a una improvidente horda depredadora. Que la corrupción y sus consecuencias más letales se explican suficientemente por terrenales leyes que rigen los incentivos económicos y que cualquier otra cosa es mero comentario, hueco misticismo moral. Tal vez sea cierto, pudiera ser.
Es ya un tópico de conversación venezolana —al menos la que se quiere inteligente y enterada— detenerse en lo bien que lo han hecho los noruegos desde que, igual que nosotros desde tan temprano como 1922, se convirtieron en un petroestado, a mediados de los años setenta del siglo pasado.
Los noruegos crearon desde entonces un, para nosotros, mitológico fondo soberano cuyo manejo está sujeto al público escrutinio y universal sanción de los demás hiperbóreos ciudadanos de Noruega. Nada de extravagancias ni cíclicas alarmas financieras. Mínima o inexistente corrupción.
“Lo mismo deberíamos hacer en Venezuela cuando volvamos a empezar, al día siguiente de la partida de Maduro”, se suele concluir en las jornadas, congresos y simposios sobre la reconstrucción de Venezuela que en, Miami, Madrid o Brisbane, organiza el exilio.
Los venezolanos nacidos, como yo, durante la segunda mitad del siglo pasado, hemos visto, repetidamente y con cada boom de precios, crear fondos destinados para los mismos loables fines que los noruegos acordaron de una vez y para siempre para el suyo.
El último fondo creado con la noble mira de enfrentar con éxito las subibajas del ciclo de precios fue invención de Chávez, justo al comienzo del boom de precios más largo en la historia de la civilización petrolera. Es el mismo sistemáticamente saqueado por el socialismo del siglo XXI.
Con la suerte que nos viene acompañando, para cuando podamos crear otro fondo contra la improvidencia y las subibajas del crudo, con seguridad ya habrán sido abolidos en todo el planeta los motores de combustión interna y las plantas termoeléctricas.
@ibsenmartinez