Y voy a comenzar con algo que lo confirma, tengo razón!
No nos engañemos, a todos sin excepción nos gusta tener razón y partiendo de esa premisa tratamos que los demás entiendan las cosas tal como las entendemos nosotros, pasa a nivel individual y es bastante peligroso cuando se convierte en algo colectivo.
La ambición desmedida de tener razón es la enfermedad más crónica de la humanidad, la causa que más ha enfrentado a las personas, las naciones y las religiones organizadas del planeta.
El querer imponer nuestras razones y opiniones a los demás suele resultar bastante caro. Tal vez logremos desautorizar las ideas de alguien, pero al final acabamos con una razón más y un amigo menos. ¿Vale la pena? ¡Probablemente no!
Es normal tener opiniones propias, lo es también el tener gustos y preferencias… pero que esas ideas y predilecciones se conviertan prácticamente en nuestros secuestradores es un absurdo y puede resultar contraproducente. El libre pensamiento es una conquista humana que poco a poco gana más adeptos (y adversarios), pero la libertad de opinión se convierte en una desventaja cuando las posiciones mentales impiden abrirse a nuevas perspectivas o puntos de vista que no coincidan con los nuestros.
Cuando lo que creemos es lo que nos domina, llegamos a pensar que todo el mundo piensa, o debería pensar lo mismo. Pero hay opiniones para todos los gustos, la diversidad es precisamente lo que construye el mundo.
El problema real no es pensar que tenemos razón, sino la identificación y el reconocimiento que damos. Pelear contra una creencia o un hábito no tiene sentido, es una lucha perdida. Sin embargo, dejar de identificarse con esa forma de pensar, cuestionarla, examinarla, soltarla, incluso sacrificarla, es el principio de la libertad o de cómo librarnos de esta particular dictadura.
No reaccionar con hostilidad y arrogancia a las ideas y opiniones de los demás es una de las maneras más sencillas de superar la necesidad de tener razón. Prácticamente nos aislamos si nos basamos únicamente en nuestras creencias y si entendemos que estas no son nuestra identidad, sino una posesión mental, que además siempre se puede cambiar por otra. Una vez más, todos tenemos opiniones y criterios, pero eso no significa que sean lo que somos. Cuando lo comprendemos, la distancia entre las personas es exactamente… cero, nada, niente.
La cosa es fácil (si se quiere) : Basta con tener presente que aceptar las ideas u opiniones de los demás no significa adoptarlas o validarlas (no significa estar de acuerdo). Es más bien aceptar que no entendemos a todo el mundo, ni que todo el mundo nos entenderá.
A mi me funciona cada vez más la asertividad. Trato (insisto: t r a t o!) de no reaccionar al pensamiento o comportamiento de los demás de forma efusiva, pero sí con autorrespeto y autoestima. Es decir, no adopto una actitud defensiva o agresiva (ambas son el mismo error), sino reafirmando y expresando mi posición personal sin tratar de imponerla al otro. El problema muchas veces es que el tener criterio y opinión propia suelen verse como símbolo de arrogancia en una sociedad en la que el pensamiento colectivo, efímero por demás, suele indicar los pasos a seguir y las formas de actuar o reaccionar ante los hechos, y en esto, creo que también tengo razón.