Carolina Jaimes Branger: Cuando las sociedades se vuelven locas

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Corría el año de 1967. Un joven de 25 años, Ron Jones, era profesor de Historia Universal en la Cubberley High School de California. Un día, uno de sus estudiantes le preguntó que cómo había sido posible que la sociedad alemana aceptara el Holocausto. Basado en las premisas que usaron los nazis, inició un experimento llamado “la Tercera Ola”. Dichas premisas fueron: fuerza a través de la disciplina, fuerza a través de la comunidad, fuerza a través de la acción y fuerza a través del orgullo. Los jóvenes estaban no sólo fascinados con “pertenecer”, sino que se convirtieron en delatores y apoyaron una “causa” que estaba por encima de todo y de todos: un grupo de adolescentes normales y corrientes se había convertido, en menos de una semana, en un grupo totalitario.

En 1971, el psicólogo de la Universidad de Yale, Stanley Milgram, estudiaba la obediencia a la autoridad, específicamente los juicios de Nuremberg, donde la mayoría de los acusados alegaron como defensa “haber seguido órdenes superiores”.

Describe la página de la BBC: “Milgram quiso averiguar hasta qué punto un ser humano «bueno» es capaz de dañar a otro por seguir órdenes. Su experimento fue muy controvertido porque engañó a los participantes, diciéndoles que se trataba de un estudio sobre memoria y aprendizaje.

Dividió a los 40 voluntarios en dos grupos aleatorios: a unos les dijo que serían profesores y a los otros que serían estudiantes. Luego se llevó a los «estudiantes» a otra habitación y les pidió a los «profesores» que pusieran a prueba la memoria de sus presuntos alumnos.

Les dijo que si se equivocaban debían castigarlos con una descarga eléctrica. La máquina que utilizaban para esto emitía descargas que iban desde los 50 hasta los 450 voltios. La potencia máxima tenía escrita abajo una advertencia que decía: «Peligro: choque severo».

Resultó que la máquina no emitía voltaje y los gritos eran grabaciones. Pero lo cierto es que el controvertido experimento de Milgram comprobó que la mayoría de las personas estaban dispuestas a dañar físicamente a otro antes que enfrentarse a la persona que les había dado la orden”.

Diez años más tarde, el sicólogo Philip Zimbardo condujo otro experimento basado en el de Milgram, para demostrar cuán delgada era la línea que separaba el bien del mal. El experimento fue financiado por el gobierno de los Estados Unidos, para conocer el origen de la violencia en su sistema penitenciario.

Zimbardo escogió 24 participantes: todos jóvenes blancos de clase media. Los dividió en dos grupos, donde 12 actuarían como guardias y 12, como prisioneros. Unos sótanos en la Universidad de Stanford habían sido acondicionados como una prisión real. A menos de una semana el experimento tuvo que suspenderse, pues si bien la violencia física no estaba permitida, la violencia psicológica se fue de las manos. En su libro, “El efecto Lucifer”, Zimbardo describe paso a paso el experimento y cómo personas “normales” se convirtieron en sádicos de un día para otro.

Lo sucedido en Washington el día 6 de enero, a la luz de estos tres experimentos, no debería sorprendernos. Por eso es que quienes tienen puestos de liderazgo deben ser tan responsables. El ser humano es voluble, inseguro y, como Zimbardo demostró, su relación con la moralidad no es siempre la misma. Me alegra que Trump salga de la presidencia. Espero que, en el futuro, los estadounidenses piensen mejor antes de darle sus votos a un demente.