Las huellas de 52 años de guerra

La firma del Acuerdo de Paz pondría fin a un enfrentamiento que ha cobrado la vida de más de 220.000 personas y ha desplazado a 7,4 millones de personas. Muchos de los afectados decidieron refugiarse en Venezuela para conseguir la paz que les arrebataron en sus hogares

María Emilia Jorge/Carmen Victoria Inojosa/El Nacional

Separarse dos veces

Félix, de 16 años de edad, y su madre Ana, de 51 años, vivían en un vecindario en el que los “paracos” reclutaban jóvenes y mandaban panfletos a los propietarios de casas y tierras para que las desalojaran. “Los muchachos se reunían a jugar fútbol en la calle y luego se sentaban en las esquinas a hablar. Hasta que empezaron a llegar encapuchados que querían llevárselos. A mí me mandaron un panfleto para que me fuera de mi casa. Nos dio miedo, porque en ese momento mi hijo mayor era adolescente”. Al hijo mayor de Ana intentaron matarlo, por lo que él se fue desplazado a Santa Marta. En 2007, la familia completa decidió salir de Colombia y cruzar la frontera hacia Venezuela.

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Aquí, mientras esperan que les aprueben la solicitud de refugio para tener los documentos que les permitan hacer una vida completamente normal, ocurrió la segunda separación. Félix es deportista y quiere representar a Venezuela en carreras de atletismo, por lo que está viviendo a dos horas de distancia de su mamá para poder estudiar y entrenar. Su hermano mayor se fue a Brasil donde le ofrecieron trabajo.

En Colombia ella era enfermera y trabajaba en un hospital y cuidando pacientes a domicilio. Aquí trabaja en una institución de niños especiales, pero no puede acceder a todos los beneficios laborales de la ley porque no tiene cédula.

“Dejamos todo, incluso la carrera. A veces es muy difícil. A veces quisiera regresar porque no es fácil estar tan sola. A uno le da mucho sentimiento tener que apartarse de su familia, irse lo más lejos que se pueda”, lamenta Ana.

El miedo sigue intacto en los dos. Ana viajó a Colombia en diciembre. Su padre estaba moribundo y ella alcanzó a verlo unos días antes de que falleciera. “Mi papá tenía una finca, 10 hectáreas de café. Pero en esa zona hay muchos paramilitares. A mí me dio terror quedarme a luchar por esas tierras, vengo de todos estos problemas y lo que hice fue enterrar a mi papá y a los tres días me vine”, dice la mujer.

Ella está de acuerdo con el proceso de paz, su hijo no tanto porque teme que no haya justicia. “Por una parte es bueno, pero tiene sus desventajas. Van a darles beneficios a personas que les hicieron daño a tantos inocentes. Si yo pudiera votaría por el No. Los guerrilleros deberían pagar por lo que hicieron, no beneficiarse”, dice el muchacho.

 

Salir antes que la guerra dañe

Erasmo Rujana es el único colombiano que queda en el restaurante Tardes Colombianas de Boleíta, en Caracas. Es el parquero, y recibe a todos los visitantes con el mismo buen humor cada día. No se le nota la añoranza por el país del se vio obligado a escapar. El hombre de 70 años de edad abandonó Colombia el mismo año en el que se instalaron las FARC en el territorio. Tiene en Venezuela los mismos años que lleva la guerra cobrando vidas, 52, y aún recuerda la dirección exacta de su antigua casa. Cali, calle Santa Elena con calle 39.

“Por esos años la guerrilla empezó a secuestrar gente en la calle. Si necesitaban un técnico, por ejemplo, simplemente lo secuestraban. Igual que lo hacían para reclutar gente. No sabías te metían a la guerrilla aunque no quisieras. Nosotros nos adelantamos a que eso nos pasara”, cuenta el hombre. El miedo de que su familia pudiera resultar dañada tomó la decisión por ellos.

Salió con su mamá, su papá y un hermano directo a Panamá, pero luego decidió venir a Venezuela. “Uno emigra a donde esté la cosa mejor, y aquí estaba mejor, no como este desastre que hay ahorita. He pensado en volver, pero estoy viejo. Empezar de cero a estas alturas es duro”.

Para Rujana “lo mejor que han hecho” las autoridades es trabajar por el acuerdo de paz. Si pudiera, votaría por el Sí sin dudarlo. “Colombia va a mejorar mucho, va a tener mucho turismo, hasta a uno mismo le daba miedo ir. Va a ser bueno para Colombia y también para Venezuela”.

A pesar de las dudas que levanta el cese del conflicto, Rujana confía en que se cumpla. “Los que hayan asesinado ya no pueden seguir matando a más gente”.

 

“Nací en conflicto armado”

La edad de Yolith Campo son los mismos años de guerra en Colombia. “No he conocido qué es la paz. Yo nací en conflicto”, dice la mujer que tiene el estatus de refugiada en Venezuela desde el 2000. A Campo le tocó vivir la contienda de varios grupos armados: “En mi familia hubo dos muertos por parte de paramilitares y un secuestrado por la guerrilla”.

Su pedazo en el historial de guerra en Colombia lo vivió en el departamento de Córdoba hace 20 años. “Al principio vino la guerrilla. Ellos cobraban vacuna a quienes tenían dinerito. A mi hermano se lo llevaron secuestrado durante tres meses. El rescate fue cerca de dos millones de pesos”. Luego las Autodefensas Unidas de Colombia tomaron el control: “Llamaban colaboradores de la guerrilla a quienes pagaban vacuna. Pero si a uno le llegan a la finca hombres armados y te piden gallinas, vacas, ¡uno no se puede negar!”.

Campo tuvo que huir con su familia a Barranquilla. Pero las amenazas continuaron. Su esposo era profesor y sindicalista y grupos paramilitares querían que él desistiera de su activismo, asegura. “Asesinaron a varios de sus compañeros. Mi marido tenía visa y logró irse en 1999 a Estados Unidos. Yo me quedé en Barranquilla. Pero me mandaban gente preguntado por mi esposo. Entonces me vine a Venezuela”.

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El acuerdo de paz representa una diminuta luz para Campo. “No es que sea la solución. Pero quizás se asome un mejor porvenir. Los desplazados tenemos esperanzas de volver. Si algún día lo que me hizo huir desaparece, quiero regresar”.

Campo será miembro de mesa en el centro de votación dispuesto para el plebiscito en el Hotel Venetur en Maturín. Desde allí le dirá Sí al acuerdo de paz: “Sobre todo por la reparación de las víctimas y la restitución de las tierras. Por primera vez veo un acuerdo serio. La comunidad internacional es garante”.

 

El combate en Putumayo

Era 2014. A sus 20 años de edad se enfilaba en la Fuerza Armada de Colombia. Tenía 6 años viviendo en Caracas y se regresó a Colombia para estudiar en la universidad. Pero los batallones llegaron primero. Tres meses fueron suficientes para recibir entrenamiento para la vida militar y un año y medio de servicio militar en Puerto Leguízamo, ubicado en el departamento de Putumayo, al sur de Colombia, zona de alta presencia de guerrilleros, bastaron para grabarle en la memoria la huella de una guerra de 52 años que se sigue librando.

El camuflaje militar y empuñar un fusil no son garantía de vida. “Debía estar alerta. En especial porque los guerrilleros quieren es el arma de dotación que nos asignan. Se escuchaban casos de alguien que se dormía en la guardia y amanecía degollado”, dice el joven que prefiere que su nombre no sea revelado. En el frente de combate le tocó ser el mensajero: “Un compañero me dijo ‘Dile a mi mamá que me mataron’. Esa vez me tocó entregarle a su madre la bandera y el cajón fúnebre que demuestra que es un héroe de la patria. La señora me pedía que en vez del tricolor le devolviera a su hijo”. El capítulo de Putumayo cerró para él en junio pasado con cinco de sus compañeros muertos, dos con trastornos mentales y otro con lesiones y mutilación por granadas.

Tiene sus dudas sobre el plebiscito que se realizará hoy y en el que no participará porque no está inscrito en el registro. “Hay que preguntarle a una madre que perdió a su hijo en combate si está dispuesta a perdonarle los años de cárcel a esas personas con el acuerdo de paz. Aunque también sé que podría ser beneficioso para las personas a quienes le quitaron sus tierras y se convirtieron en desplazados”. Hace tres meses regresó a Caracas y ahora estudia de ingeniería en redes.

 

Cuando la guerrilla fue al colegio

Jorge Eliecet Ricaurte fue compañero de clases de uno de los miembros de las FARC que luego lo acosó. “Cuando él terminó el liceo y no tuvo oportunidad de una carrera se fue por las armas. Quería adoctrinarme, reclutarme, me decía que ahí había oportunidades, y como yo no quise ceder, entonces empezó a hostigarme, me convertí en un enemigo para él”, recuerda Ricaurte, quien llegó a Venezuela en 1998 cuando tenía 21 años de edad.

En esa época en la que la guerrilla quería apropiarse de las zonas rurales para cultivar cocaína, Ricaurte alzaba la voz, no le parecía justo que los separaran de sus fuentes de empleo. Y un atributo más llenó todas las casillas para convertirlo en “objetivo militar”: su ex amigo de la infancia asesinó a una jueza miembro de una familia muy poderosa a la cual Ricaurte era muy apegado.

Los familiares de Ricaurte se desplazaron dentro de Colombia, pero él decidió poner más distancia de por medio y venir a Venezuela. En 2005, tras una visita de incógnito a su país, tramitó a través del Consulado de Colombia en Venezuela su condición de víctima que le permitirá en algún momento ser indemnizado por el Estado. “El punto neurálgico del proceso de paz es justamente la reparación. ¿Quién puede reparar el daño psicológico, económico y moral? Yo perdí primos y tíos. Siento que mi futuro fue truncado. Tenía una beca universitaria, pero como tuve que salir de esa manera yo no pude estudiar. Aquí he hecho cursos, pero no una carrera formal. Se me pasó la vida trabajando, sin poder tener una cédula, sin poder entrar a una universidad”.

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Sin embargo, cree que es positivo que se dé el proceso de paz y hoy va a votar por el Sí. El hombre que ahora tiene 40 años de edad, hace un análisis político del panorama: “Han surgido discusiones de que Colombia se va a volver como Venezuela porque los guerrilleros van a llegara la presidencia. Pero eso no es lo que está en juego. La pregunta es sencilla, si quiero que se acabe la guerra o no. Yo confío en la inteligencia del pueblo colombiano, y a pesar de que dé un voto de confianza al proceso de paz el pueblo colombiano no le va a dar paso a los discursos de la guerrilla y a sus políticas”. También cree que este acuerdo es la única forma que tienen los dirigentes de las FARC para pasar a la historia y no morir en la selva sin trascendencia.

 

 

Dos décadas huyendo para sobrevivir

“Soy desplazado, víctima y sobreviviente”, así se presenta Alejandro Sibaja para hablar sobre el acuerdo de paz que votarán hoy los colombianos. En tres oportunidades tuvo que huir de su casa por amenazas, temor y presiones. El primer desplazamiento ocurrió en 1988. Un grupo insurgente comenzó a reclutar jóvenes, él tenía 23 años de edad y se negó. De Pueblo Nuevo se fue a María La Baja en el departamento de Bolívar, por un tiempo. Los años pasaron hasta que en 1994 tuvo que volver a salir de Pueblo Nuevo, porque paramilitares asesinaron a su padre. El crimen lo hizo mudarse a Belén de Barijá, entre Antioquia y Chocó, hasta que un enfrentamiento entre las FARC y al Ejército lo obligó a irse nuevamente.

El nuevo destino fue Cartagena y allí comenzó a trabajar como defensor de Derechos Humanos, en particular de los desplazados. Pero la paz no llegó. Los paramilitares mataron a su hermano, que era candidato al Consejo de Cartagena en las elecciones regionales. Dos años después, los responsables de la muerte de su hermano lo amenazaron cuando regresaba de una audiencia pública con desplazados.

“Me decían que me saliera de la zona y me callara la boca. No querían que las personas a quienes se les violaron los derechos humanos se organizaran”, asevera.

Luego del incidente logró venirse a Venezuela y tras unos años volvió a su país. En 2012 le mataron a otro hermano Yorquin en Ureña. “Querían que él entrara a trabajar con los paramilitares. Lo presionaron. Ahora está enterrado en San Cristóbal”. Sibaja espera que el desenlace del conflicto sea beneficioso. “Diré Sí al acuerdo. Ojalá el gobierno pueda cumplirle a las FARC y al pueblo”, concluye.