¡Impelable! La señora Paula y el hambre

Alguna vez la señora Paula creyó que la revolución era para el pueblo, pero desde hacía rato había dejado de creerlo. Eso lo dijo ella, nadie se lo sacó de la boca, nadie se lo preguntó, nadie la obligó a decirlo. Nació de ella.

Hace unos días murió la señora Paula. Durante años trabajó en la casa de mis padres en Puerto Cabello. Ayudaba a mi mamá con la labor del hogar, y digo ayudaba, porque mi mamá es una apasionada de la limpieza, y era ella en realidad la que revertía totalmente el orden de la casa con sus cepillos, tobos y detergentes, para luego volverlo a poner todo en su sitio de una manera milimétrica. La señora Paula no hacía más que ayudarla. Era su aprendiz, siempre fue su aprendiz. También cocinaba muy sabroso, eso sí.

La recuerdo menuda, con una gran tumusa y unas piernas bien torneadas, duras y siempre relucientes. Lo de admirar sus piernas son, obviamente, cosas de adolescente.

Tenía una manera muy rápida de hablar, atropellada, con vocecita. A veces no se le entendía lo que decía, pero en ocasiones, traía cuentos de la calle, y esos sí que yo los entendía a la perfección. Cuentos como el de la mujer serpiente que andaba por los lados del centro en la madrugada, o de los niños que eran secuestrados para sacarle toda su sangre con el fin de vendérsela a no sé qué millonarios ancianos y maléficos. Un día llegó contando que en el hospital había nacido un bebé con dos cabezas. Aquel ser, en vez de llorar, había abierto los ojos y, de inmediato, había dicho, con oscura voz de demonio, que pronto el mundo se acabaría. Acto seguido, la criatura murió.

Alguna vez estuve con mis padres por su barrio, no recuerdo por qué motivo. Vivía en Santa Cruz, en un terraplén lleno de ranchitos. Era pobre, no miserable, una mujer buena que vivía con la decencia que le era posible, una mujer que nunca faltaba a su trabajo, y que siempre, de alguna manera, llevaba alegría a la casa.

Marsha, la hija de la señora Paula, también trabajó en nuestra casa. Empezó a hacerlo cuando su madre decidió que ya había trabajado bastante. Estaba  mayor y se retiraría a descansar, le dijo a mis padres. Imagino que viviría de la pensión, que cocinaría algunas tortas, que la hija la ayudaría. Marsha, al contrario que su madre, tenía una voz gruesa y hablaba en voz alta, y si bien la señora Paula era dueña de un humor discreto, Marsha resultaba por igual una persona agradable, pero a su manera altisonante, jacarandosa.

Mi hermano, que vive en Puerto Cabello, me contó que la señora Paula pasó por la casa. Se apareció después de muchos años, un día de la semana, quizás un lunes, a eso de las diez once de la mañana. Llevaba con ella una bolsa plástica con unos pocos, muy pocos, alimentos.

Mi hermano y mi mamá la recibieron. Ella les contó que había ido a cobrar la pensión del seguro, y que luego se había ido caminando, desde el centro hasta nuestra casa, en la urbanización Rancho Grande.

Había ido haciendo paradas, visitando a una que otra familia para la que había prestado algún servicio, para la que había planchado o limpiado. Lo había hecho con el fin de conseguir algo de comida. La pensión del seguro no le alcanzaba para nada, no tenía otros ingresos y Marsha también la estaba pasando mal.

La gente la ayudó con una que otra cosita, no mucho, porque tampoco aquellas personas tenían mucho para ofrecer. Así están las cosas en Puerto Cabello, no hay comida.

La señora Paula les contó a mi hermano y a mi mamá que tenía tres días sin comer. Estaba viejita, pero sobre todo flaca, cadavérica, y lloraba, agotada, desconsolada. Lloró mucho, con profunda tristeza.

Alguna vez la señora Paula creyó que la revolución era para el pueblo, pero desde hacía rato había dejado de creerlo. Eso lo dijo ella, nadie se lo sacó de la boca, nadie se lo preguntó, nadie la obligó a decirlo. Nació de ella.

Mi hermano le ofreció una arepa y queso. Siguieron hablando con mi mamá, recordando anécdotas graciosas de los años que trabajaba en casa. Así llegó la una de la tarde, y ella se quedó al almorzar. Mi mamá y mi hermano la invitaron. Luego mi hermano la ayudó con lo que podía de comida. Un poco de arroz, algo de harina, pues él tampoco consigue nada en Puerto Cabello. En Puerto Cabello, sí, hay hambre.

Se despidieron poco después, la señora Paula estaba agradecida, pero, sin duda, lucía vencida, resignada. Todos, en aquel momento, estaban vencidos, resignados. Mi mamá, mi hermano, la señora Paula.

Un par de semanas más tarde, Marsha pasó por la casa. Mi hermano me dice que también está famélica, canosa. Venía sin las alegrías de siempre, venía para decir que su mamá, la señora Paula, había muerto el día anterior. De un infarto parece, quién sabe.

 

Por @Fedosy para El Estímulo