Pensaba que eran novios hasta que un día descubrió la verdad de un modo insólito. La vida se ocupó de reunirlos una y otra vez y, luego del más triste de los finales, nació un vínculo de amistad con la persona menos pensada
Se conocieron en diciembre de 1984. Ella tenía 22 y él 29 años. Alejandra estaba triste: el verano comenzaba, con éste la temporada de Navidad y festejos múltiples, en la cual ser “la solterona” era el más dramático de los escenarios; la veinteañera acababa de terminar una relación, “La Relación”, con su primer “noviecito”. Su angustia se acentuaba aún más: era sábado y en esos días sentía con mayor decepción la creencia de que “todos menos ella tenían con quien salir”. Su jefa, la ginecóloga María, la adoraba así que ni bien terminó la jornada laboral le regaló unas entradas y “la mandó” para que fuera con Graciela, su compañera en el consultorio, al cine; sería una buena manera de levantarle el ánimo a su querida asistente.
La doctora, en un acto maternal, subió a sus secretarias en el Peugeot 404 turquesa y les hizo de chofer desde Olivos, donde quedaba el consultorio médico, hasta Capital. Más precisamente, María las dejó en el Metro: el entrañable cine ubicado en plena Av. 9 de julio, a pocas cuadras del Obelisco, recordado por su marquesina multicolor, su magnificencia estructural, con tres salas y escaleras mecánicas que lo llevaban a uno directo hacia su película. Al haber reabierto sus puertas hacía un mes, “el Metro era el Disney de los cines en aquellas época”, donde hoy en su lugar funciona “Tango porteño”, uno de los espectáculos turísticos más importantes de la ciudad.
El plan de la patrona funcionó: Alejandra logró despejarse y disfrutar de su fin de semana sin amor. Pero jamás imaginó que no sería una salida más. Luego de ver El último tango en París -el Metro fue lugar obligado de estrenos, y precisamente acudieron a la reposición del film que reestrenó en Buenos Aires después de haber estado censurado por la época de la dictadura- las amigas dejaron la icónica sala de Cerrito 570 y continuaron la salida en Main Street, una cadena de hamburgueserías al estilo de The Embers, que era la sensación del momento. Mientras ordenaban a la moza sus hamburguesas, “un grupo de muchachos nos fichaba desde la mesa de enfrente. Y digo ‘muchachos’ porque se notaba que eran más grandes que yo, y, entre ellos… estaba Oscar”, cuenta Alejandra con nostalgia. “No dejó de mirarme un sólo minuto”, dice separando bien las sílabas de cada palabra, como queriendo dejar bien en claro lo trascendental de ese instante único. “Me puse tan nerviosa que no pude comer nada”, y refuerza el impacto, “nada”. Enseguida sonríe recordando esa sensación irrepetible de mariposas en la panza, y agrega, “ese día hacían la promoción de la Tab -la primera gaseosa light- y fue lo único que pude tomar; me puse muy nerviosa con la mirada de él”, se emociona Alejandra, y aclara, “me encantó”.
La cena terminó y las amigas salieron caminando pero, aunque sin pedirlo, ya eran mucho más que dos. “Cuando nos fuimos nos siguieron”, no sólo unas cuadras sino que el cortejo se extendió por la noche porteña, “entramos en una disquería de las grandes de Lavalle; él me hablaba y yo estaba muda. Para mí estaba muy mal visto eso”, se refiere a lo que significaba en los años ‘80 seguirle la charla a un desconocido que te “chamuyaba” por la calle, “entonces le sacaba conversación a mi amiga sobre mí”.
El caballero tenía serias intenciones así que no conforme con el cruce en el local de música, perduró en su búsqueda. “Cuando me subí al 59 para volver a casa con Graciela, Oscar se subió al colectivo, y le dejó un papelito con el teléfono a mi amiga”, detalla ella con una mirada sonriente. Y su compinche, sin dudarlo tuvo una magnífica idea: “le pasó el teléfono del consultorio donde trabajábamos”.
Entonces, en una era a años luz de celulares y mucho menos de redes sociales o aplicaciones para seducir amantes virtuales, todo estaba jugado al azar: sin ningún caller ID mediante, había que sentarse a esperar paciente a que suene el ‘ring’ más deseado. “No te puedo explicar los nervios y las ganas que tenía de que me llamara”. De hecho, Alejandra llegó a hacer la gran Tangalanga: “Había llamado al teléfono que él me había dado, pero como cada vez que me atendían, me decían ‘sexta’; pensaba que era la comisaría así que cortaba”, se ríe ella, explicando que más tarde supo que Oscar trabajaba en la aduana, y sexta era la división a la que pertenecía. Finalmente el cielo escuchó sus plegarias y… “¡A los dos días él llamó!”
Ahí tuvieron su primera salida. Alejandra, acostumbrada a frecuentar con chicos de su edad, de repente quedó obnubilada. “Él tenía un lindo auto -un Peugeot 504 que en el ‘84 era el sueño del pibe-, nuevo, cero kilómetro. Estaba impecable vestido, todo perfumado”, dice, hasta que deja de hablar de las formas superficiales y se confiesa, “me enamoré hasta las manos”. Y empezaron a “andar juntos”.
Tenían muchos encuentros románticos, “el primer beso se lo di en la quinta salida, todo fue mucho más largo que lo habitual y la verdad es que yo estaba enamoradísima”. Así pasaron los meses: Alejandra estaba en las nubes y Oscar… “lo de él no era fácil. Él me decía que trabajaba muchas noches en el puerto y yo le creía”. Pero Oscar estaba en otra. Literalmente. Quien ella pensaba que era su pareja formal, lo era, pero de otra mujer. “En un momento empecé a sospechar, en una escapada que hicimos juntos a Mar del Plata, alguien lo vio, entonces él me dijo que tuvo un problema porque había estado casado, y su departamento figuraba a nombre del ex suegro, y si se sabía que tenía otra relación iba a perder todo”. Así, la relación siguió por años, “pero de una forma ya más clandestina”. Dicen que el amor es ciego: Alejandra creía que salía con un separado “flojo de papeles”, y Oscar vivía su doble vida.
El vínculo continuó de la misma forma aunque con algunas dudas, “no sabía si era la novia, no era”, pero con el mismo sentimiento, “indudablemente yo estaba re enamorada”. Y por más que el tiempo siempre sea igual, a medida que los años avanzan, parecería que los días pasan más rápido. A los dos años de relación Alejandra no quería quedarse para vestir santos, “empiezo a coquetear, a salir con amigas, frecuentó Paladium -el boliche más emblemático de la noche porteña en la segunda mitad de la década del 70′ y los 80′, ubicado en la calle Reconquista 945, donde hoy se encuentra un hotel-, medio que me había cansado de esa esperar a vernos sólo cuando él podía”. Conoció a otros candidatos, se entusiasmó y tuvo varios romances efímeros porque “siempre volvía a él”, dice, y afirma, “siempre”. Y se confiesa, “Al tiempo de conocer a alguien siempre le terminaba siendo infiel con Oscar. No tuve una sola pareja a la que le haya sido fiel; a todas mis parejas les fui infiel con Oscar, excepto a mi actual marido pero por otras razones”, que luego serán reveladas.
Así fue pasando la vida, “yo soltera en mis mejores años, y siempre que lo llamaba él volvía, y cuando volvía era una explosión, en todos los sentidos porque ya de verlo mi corazón explotaba”, enfatiza ella agarrándose el pecho, “pero no me exigía nada”. Hasta que un día llegó el cuestionamiento propio de una mujer que aspira a formar su familia: “Un día le pregunté, ‘si yo llego a conocer a alguien para casarme, qué vas a hacer’, y me dijo, ‘te pido que me des un tiempo y que no lo hagas hasta que yo tome la decisión’”. Él seguía con el “verso” de su impedimento de formalizar por la ex problemática, “y yo le creía que estaba separado, eran otros tiempos y otra mi mentalidad”, explica mostrando compasión de sí misma.
En 1990, cuando se cumplieron seis años de esta relación intermitente, Alejandra conoció a quien fue su primer marido y padre de su hijo mayor y, como habían quedado, se lo hizo saber a Oscar. “Me dijo que lo esperara, que no hiciera nada, que tenía que solucionar un viaje, que a la vuelta me llamaba y que íbamos a hablar del tema para ver qué se hacía”, cuenta en un tono similar a cuando se recibe un diagnóstico de salud irreversible, y acentúa la aflicción, “nunca más me llamó”.
La realidad es que por amor -o tal vez por una tremenda ilusión de prosperar en cuanto a su vida personal-, Alejandra no sufrió la mudez de su amante. Sumando a eso recibió la noticia más feliz: a los tres meses de noviazgo con Mario, quedó embarazada. “Ahí descarté absolutamente cualquier otra cosa, y no lo volví a llamar nunca más”, se explaya hablando sobre Oscar, “y él tampoco”.
Una vez que nació Nicolás, Alejandra ejercía a la perfección su rol de madre y esposa, hasta que el destino volvió a llamar a su puerta. “Un día estaba con Nico en Unicenter, en un patio de juegos para nenes chiquitos, y siento el perfume de él…”, se le vuelven a iluminar los ojos recordando la escena en la cual Oscar reapareció en su historia, “… y creí que me moría cuando sentí el perfume…”, su excelente olfato tenía razón, “me doy vuelta y lo tengo al lado, con un par de nenes más chiquitos que el mío”. La sorpresa de ella fue doble: “Él no podía tener hijos porque había tenido cáncer de joven que, en aquella época, te dejaba estéril. Cuando lo vi con mellizos no entendía nada y me contó que había hecho un tratamiento para tener hijos”, su asombro, aunque más que nada la incomodidad de tener a los niños de ambos de por medio, impidió pedirle explicaciones sobre el pasado. De todos modos, Oscar le pasó su teléfono, “llamame vos cuando puedas”, y Alejandra se despidió para encontrarse con su familia.
Pero conservó el papelito con el mismo atesoramiento que había guardado el que le había dado Oscar en el colectivo 59, allá por el año ‘84. “Yo tenía un 147, entonces lo escondí en el cenicero del auto”, dice con picardía, aclarando que no fumaba. “No lo quería llamar, quería hacer las cosas bien, estaba casada y por más que me hubiese movido el piso no quería hacer nada malo”, reconoce que la carcomía la curiosidad de por qué nunca la había vuelto a llamar.
El detonante para ponerle fin a sus dudas fue, sin querer, su hijito que inocentemente le anunció, “Mami, ¡fuimos a lavar tu auto con papá!”. Entonces, como pasa con todo lo que pensamos que se nos podría esfumar de por vida, el miedo a no volver a tener otra oportunidad, la motivó, “me agarró una desesperación porque dije, ‘perdí el único contacto que tenía con él’, que era ese teléfono, que yo no tocaba, pero que sabía que estaba ahí”. Pero la suerte estaba del lado de la pasión: “Fui corriendo al auto, ¡y estaba!”, relata como quien se hubiera ganado la lotería, y agrega, “y ese mismo día, me animé a llamarlo”.
Alejandra marcó rápido y enseguida Oscar desde el “ladrillo” móvil -”él era un adelantado en todo eso y ya tenía esos celulares grandotes”- le dijo que estaba esperando su llamado. Quedaron en encontrarse, la idea era aclarar algunas cuestiones y poder hacer un cierre.
Así fue que diez años después de conocerse por primera vez, ahí estaban los dos, en una nueva cita que prometía ser el broche final. El shopping de zona norte volvió a ser el punto para la contienda, “yo quería que sea un lugar público, lleno de gente, por mi marido más que nada, no se iba a enterar pero, si me veía estaba en un lugar neutral”. Y Alejandra sacó del arcón de los recuerdos la pregunta, “¿Por qué nunca más me llamaste?” La respuesta fue contundente: Oscar la había llamado. Sucedió que en la casa no contestó nadie, “y era cierto porque mis viejos -con quienes vivía- se habían mudado”, y que cuando intentó ubicarla en el consultorio de la ginecóloga, le dijeron que Alejandra había dejado de trabajar porque se había casado, “todo esto anterior a que me case y me embarace. Enseguida me cayó la ficha de una compañera Fernanda, que siempre fue muy envidiosa y jugaba en mi contra, y me decía ‘mejor que ese hombre no te llame’”, entonces él no insistió más.
“Ese día me quería morir porque me cambió la historia de mi vida. A lo mejor hubiese elegido lo mismo que elegí pero era mi decisión”, se lamenta ella, aunque en un acto de lucidez apunta, “después entendí que había tenido seis años para decidirse y aún así no lo había hecho”. La clave es lo que descubrió en ese instante, “me di cuenta que lo que seguía sintiendo por él era muy fuerte”. Sumado a que su matrimonio con Mario “iba para atrás”, entonces Alejandra y Oscar volvieron a las viejas andanzas.
A partir de ahí empezaron a ser amantes formales, “antes me había considerado la novia de él porque nunca supe bien cuál era su situación; siempre quise creer que era soltero o separado”, se sincera ella. Pero a partir de ahora las cartas estaban puestas sobre la mesa: “yo sabía su historia y él sabía la mía”. A los dos les pasaba de tener problemas en sus matrimonios, entonces la ecuación cerraba perfecta, “nos acompañábamos muchísimo sin nunca bardear la familia del otro; era simplemente nuestra historia independientemente de mi marido y de su mujer; nos ayudábamos”.
Al año de jugar a las escondidas su capacidad se agotó. “Llegó un momento en que no pude más y me terminé separando de mi marido porque mi matrimonio ya no daba para más”, relata Alejandra, reconociendo que no esperaba lo mismo del otro lado, “sabía que Oscar no se iba a separar, lo tenía muy en claro. Le había costado muchísimo sacrificio tener a sus hijos como para dejar una familia de lado”. Ahora que era una mujer “libre”, paradójicamente, dejó de ver a su amante, “sentí que no estábamos en igualdad de condiciones, sabía que iba a querer y exigir más, y eso no iba a ser posible”. Ya no era igual, “antes cuando salía con él sabía que volvía a mi casa con mi marido, y él a la suya”, ya separada, sintió, no iba a ser lo mismo, “no era sano para ninguno de los dos”. Entonces, una vez más, Alejandra decidió cortar con este amor clandestino.
Después con los años, ella conoció a Carlos -papá de Mateo, su segundo hijo– a quien sí le cuenta la historia con Oscar, “estuve muy enamorada de Carlos por suerte”. Con su nueva familia se mudó a Maschwitz y, allí, volvió la comezón de la nostalgia. “Me quedo muy sola en Maschwitz porque no podía trabajar, no tenía quién me cuidara a los chicos. No me siento bien, empiezo a engordar y cada vez lo recordaba más”, dice sin nombrarlo, aunque es obvio, porque por más de que hacía años no se veían, Oscar seguía teniendo gestos desde su invisibilidad. “De repente, para mis cumpleaños me llegaba un perfume, un reloj o algún otro regalo importante en su nombre para hacerme saber que sin estar, él estaba”.
Cuando la soledad se volvió insoportable, Alejandra sabía bien qué era lo único que tenía que hacer para salir de ese estado. “Lo llamé por teléfono”, una cosa llevó a la otra y, como un adicto en profunda abstinencia, cayó en la tentación, “y empezamos a vernos de vuelta”.
Amor, pasión, todo lo perfecto de un reencuentro ellos lo tenían. Los cinco años que habían pasado sin verse parecían no haber cambiado nada. Además, el segundo matrimonio de ella andaba mal -el de Oscar también pero jamás había sido condición para cambiar las reglas-, crisis del 2001 de por medio, “perdimos la casa, fue todo un caos y yo me refugiaba en él porque era el que me daba paz; el que no me pedía nada a cambio”.
La relación entre los amantes se intensificó aún más: parecería que cuanto más comprometidos estaban con otras personas, más brotaba el amor entre ellos. “Oscar, que no era de demostrar sentimientos, me escribió una carta de amor que me mató”, en el buen sentido lo interpreta. “Mis hijos estaban más grandes entonces tenía más disponibilidad horaria y nos veíamos todos los días”, enumera Alejandra lo que parece ser una pareja perfecta, si no fuera porque ambos, en medio del jolgorio, estaban engañando a sus cónyuges.
En 2009, todavía cada uno casado, tienen una salida especial para celebrar que hacía 25 años se conocían. “Vamos a cenar con Oscar. Me hace traer por la moza un reloj hermoso. Tuvimos una cena preciosa. Pasé una noche soñada”, revive Alejandra como si estuviera en ese mismo restaurante de la Costanera, “ahí fue cuando dije, ‘basta, no puedo seguir casada’, quería mucho a mi marido pero no podía seguir haciéndole eso”, y en breve se separa de Carlos.
En esta tercera etapa “libre”, Alejandra blanqueó la situación con su hijo mayor, “a partir de ahí Oscar era mi pareja”, y aunque a Nicolás le costó bastante aceptarlo, “lo llegó a conocer, no es que venía a mi casa pero si me pasaba a buscar o si lo llegaba a ver tenían buen trato”.
Gracias a sus empleos como bancaria, Alejandra siempre fue una mujer económicamente independiente, “siempre me banqué sola; tuve ex maridos que no me pasaron un mango: el primero por bronca, el segundo porque nunca tenía”, lo toma con gracia, “Pero Oscar estaba en los detalles: me cargaba crédito en el celular para que pudiera llamarlo, en los botines de los chicos para que pudieran entrar al equipo de rugby”, detalla con la necesidad de clarificar que la relación entre ellos nunca tuvo que ver con el dinero. “Él estaba en una posición económica excelente pero jamás me mantuvo; nunca pasó por ese lado lo nuestro”.
Así continuaron desde el 2010 en adelante, “nunca se cuidó de que no lo vieran, salíamos por todos lados aunque pasábamos pocas veces toda la noche juntos. Él decía que no se iba a separar porque tenía temas familiares que se lo impedían”, justifica ella, que también se había acostumbrado a ese tipo de vínculo. A veces soñaban con “en algún momento de la vida” vivir juntos; él le decía que se vaya para Caballito, su zona, y ella que ni loca salía de Olivos. Cuando apareció el chat se la pasaban horas escribiéndose.
De repente a Oscar se le presentaron algunos problemas de salud y ella estuvo siempre presente, “médico que iba yo estaba; le sacaba los turnos o lo acompañaba; todo lo que necesitaba yo estaba ahí”. Cuando Alejandra estaba por cumplir medio siglo de vida resurgen sus inquietudes de la juventud, y empieza a maquinar, “¿Qué voy a hacer? ¿Voy a seguir toda mi vida igual? ¿Nunca voy a poder vivir con él?”, se preguntaba ella, que si bien tenía claro que no le exigiría que se muden juntos porque “sería algo terrible para él, su corazón no lo iba a soportar ni yo quería ser la culpable de eso”, la carcomía la angustia de no poder habitar su felicidad a pleno.
El 22 de febrero de 2014 fueron a ver a Martín Bossi al teatro, y algo no andaba bien. “Lo sentí tan apagado, tan mal, y dije, ‘me parece que estoy demás en la vida de él en este momento’”. Así, Alejandra se fue alejando hasta que a los pocos días por celular, habló. “Le dije que me sentía demás, que no quería estar más en esa situación, que también necesitaba tener una relación sana, con alguien que estuviese en mi misma condición”. Inesperadamente, Oscar se enojó muchísimo, “y terminamos para la mierda”, dice alargando la eme de la última palabra, y vuelve a hacer lo mismo con las eme que siguen, “pero mal, mal se enojó”.
En los peores términos, le dieron fin a la tercera temporada de su novela. “Creo que era la forma que teníamos de terminar porque sino siempre volvíamos. Era como que había que enojarse mucho”. Lloró, pero le parecía que era lo mejor para todos.
El 10 de mayo Oscar cumplía 61 años y, como sucede cuando se acaba una relación importante, Alejandra no sabía si correspondía saludarlo o no. Pero más que guiarse por la razón, escuchó, como casi siempre lo hizo, a su corazón, y escribió:
“A pesar de no vernos, siempre te voy a seguir queriendo”.
“No sé si fue para que él volviera conmigo; o si lo hice solamente para que sepa que no me había olvidado”, murmura en un gesto de honestidad bruta. Pero nadie respondió.
Al día siguiente Alejandra recibió una respuesta, no la que esperaba:
— “¿Quién sos?”
Ante el silencio de ella, del otro lado volvieron a escribir:
— “Soy el hijo, mi papá está internado, ¿quién sos?”
Alejandra describe la escena y se quiebra. “Se me vino el mundo abajo porque cómo le explicaba quién era, le dije, ‘no, nada, olvidate’”, recuerda con su voz más triste. Pero Leo, el hijo de Oscar, no se quedó con eso y llamó a “Javier”, como la tenía agendada él en su móvil.
Alejandra fue valiente y le fue contando al hijo de Oscar toda la verdad, desde el principio, “no lo tomo a mal”, dijo Leo, “pero quiero saber, necesito saber”, cuestionó, y lo primero que pidió es conocer si tenía más hermanos. Oscar había tenido un infarto y estuvo muerto unos segundos hasta que lo resucitaron en la puerta del Instituto Argentino del Diagnóstico, donde quedó internado. Ella los ayudó con temas burocráticos gracias a sus conocimientos con los bancos, y le pidió un único favor, “que me siga manteniendo al tanto de cómo seguía su padre”.
Leo aceptó y día por medio le iba pasando el parte médico de Oscar. “El 24 de mayo estaba cocinando y no sé por qué sentí algo muy fuerte en el cuerpo y, aunque ese día ya le había hablado al hijo, le volví a preguntar si estaba todo bien”, relata como quien tiene el peor de los pálpitos. Y al rato recibió la única noticia que jamás hubiera querido tener: “falleció”. Ahora sí Alejandra estalla en lágrimas y como puede continúa, “te juro que ahí sí se me vino el mundo abajo”, casi no llega a escucharse la última palabra, y retoma, “literalmente sentí como que me caía en un pozo”.
Luego de llorar océanos y de que su amiga Adriana la vaya a “rescatar del dolor con tecitos ricos”, se puso su ropa más linda y fue al cementerio. “Leo me permitió que vaya al responso en Chacarita. Mi hijo mayor me acompañó”, habían quedado con su cómplice que si alguien preguntaba, dirían que Nicolás era un compañero del trabajo de Leo, y Alejandra la madre que lo acompañó. “Te juro que estuve toda la noche pensando qué me iba a poner para despedirlo, como si me viese”, resalta emocionada. “Fue tremendo… A veces pienso que era la única forma de cortar esta relación”, y se corrige, “sé que era la única forma porque siempre fue mi salvavidas, y yo también el suyo”.
Hoy Alejandra y Leo comparten una especie de amistad, y cada vez que pueden se juntan a recordar al amor de sus vidas: ella como hombre; él como padre.
por INFOBAE
Síguenos en nuestro Telegram, Twitter, Facebook, Instagram y recibe de inmediato los hechos noticiosos al día y a la hora