El Tiempo cuenta que faltaban pocas horas para que amaneciera en Cartago, Valle del Cauca. Inés* -de 20 años para entonces- estaba en su habitación llorando a su bebé que nació muerto el 3 de enero. Se iba a llamar igual que su padre: José. Él bebía en su casa con tres amigos, pero en la nevera ya no encontraron más licor.
José salió, ese 8 de enero, a las 3 de la mañana en busca de más trago para ahogar su pena. Dos horas después, tras varios golpes afanosos a la puerta de su casa, Inés abrió esperando a su esposo. Quien golpeaba era uno de los amigos.
-Lo siento, Inés, le dijo el hombre.
-Lo siento de qué, preguntó ella.
Los rostros de los vecinos palidecían. Inés corría en busca de respuestas. Una allegada la frenó y le soltó la noticia.
-Inés, su marido fue quien cayó en esa masacre, le dijeron.
– ¿Por qué mataron a mi esposo?, se preguntó.
Inés lloraba ahora por su bebé y su esposo, los dos muertos en un lapso de cinco días. Desde la ventana, uno de sus otros dos pequeños hijos gritó:
-¡Así como mataron a mi papá, yo también los mataré algún día!
Ese grito, ese dolor y la voz que recorría por su cabeza: “a quien hierro mata a hierro muere”, cambió la vida de Inés desde ese año, 1987.
‘Enterrar mi vida’
A Inés no le quedó tiempo para dieta ni mucho menos para el luto. Agarró a sus dos niños, las pocas pertenencias que tenía y montó en un carro el ataúd donde estaba el cuerpo de José.
Salió desplazada por la violencia y se internó en un pueblo del Pacífico colombiano. Encontró un cementerio para echarle tierra a su marido y allí lo dejó. Empezó a buscarle respuestas a una pregunta que, 33 años después, sigue indagando: ¿por qué mataron a mi esposo?
Primero fue en búsqueda de los restos de su bebé muerto. Se le abrían las heridas cuando pasaba por maternidad y veía a las demás madres con sus recién nacidos en brazos. Ella, con las manos vacías, no hallaba explicaciones a su tragedia.
José se dedicaba a la mecánica, no tenía conflictos con nadie y, simplemente, bebía por el dolor de la pérdida de su bebé. Inés dice que no había razones para asesinar a un hombre que no era malo. Otros dos amigos de él fallecieron en la masacre.
Las semanas siguientes fueron lacerantes para su corazón. Sus hijos lloraban de física hambre y preguntaban por su padre. Le tocó enterrar esa parte de su vida, sin olvidarla, para tomar las fuerzas necesarias, no sucumbir ante tanto dolor e intentar frenar el sufrimiento de sus niños con sicólogos para que abandonaran los pensamientos de venganza.
Comenzó a trabajar vendiendo cocos. Cada cuanto sacaba tiempo para buscar respuestas. Conoció a otras víctimas de la violencia del Pacífico y así fue armando, poco a poco, una red de personas con quienes lloraba los ríos de sangre que, en esos años y los que vinieron, corrían como avalanchas por las comunidades afro.
El joven que anda con la motosierra nos dice: yo lo hago porque a mi papá lo mataron, porque a mi mamá la violaron, porque, porque… Pero ninguna justificación es válida
La violencia en la casa
Inés hizo su vida. Volvió a enamorarse y tuvo otros hijos. Su tenacidad la convirtió en lideresa, en los pueblos era a quien buscaban para hallar salidas a las dificultades que iban apareciendo.
Mientras de puertas hacia afuera era una mujer grande, fuerte, solidaria y hasta heroica, en su hogar sufría los golpes y maltratos de Antonio*, su nuevo esposo.
“Esta vez fue todo más duro. Él me golpeaba, experimenté todo tipo de violencia. Me daba muy duro. Yo naturalicé la violencia. Cuando se emborrachaba, me daba unas muendas impresionantes. La gente del barrio decía que yo me lo buscaba”, cuenta.
Y es que, dice Inés, ella misma pensaba – en ese momento- que sí merecía ser golpeada por la idealización de la cultura machista que desde niña había visto o aprendido. Las personas configuraron su cerebro para que la mujer solo estuviese en la casa, sumisa y atendiendo a su marido, y ella, Inés, se salía de ese paradigma.
Sin embargo, ese empoderamiento se derrumbaba una vez entraba a su casa.
Pese al maltrato intrafamiliar que la iba carcomiendo, Inés resistió las veces que a su comunidad llegaban los paramilitares a causar terror. Primero empezaban pintando cuanta casa había con las siglas de Auc.
Posteriormente, los armados arreciaban con la crueldad. “Hay que matar a todos estos hijueputas”, recuerda Inés que un comandante paramilitar ordenó el 23 de marzo del 2000.
Ese día no había refugio que valiera. La única opción era irse de allí para evitar morir. Muchas casas quedaron en cenizas.
Tras unos días desplazados, terminaban por volver a las casas pese a la zozobra que generaban más acciones armadas. Era cotidiano que quedara acurrucada o debajo de una cama evitando que una bala del fuego cruzado la impactara.
Un año después, luego de esquivar tantas balas, terminó recibiendo el peor de los malos tratos. No fue un paramilitar sino el mismo Antonio.
Su esposo, en una de esas reprimendas que supuestamente merecía, la atacó con saña el 26 de diciembre del 2001. Antonio se lanzó sobre su cara y le desfiguró su rostro a mordiscos.
A Inés, en más de una decena de ocasiones, le ha tocado visitar al cirujano para la reconstrucción de su nariz, duró años sin verse en un espejo y su confianza se fue al piso.
Abrir las alas
A Inés se le pasaron los años cubriendo su rostro por las marcas de la violencia intrafamiliar, tratando de perdonar a su esposo Antonio, quien pese al daño hecho seguía siendo el mismo maltratador.
En 2010, en un hospital donde trabajaba como auxiliar de enfermería, otra lideresa llamada Adriana llegó buscándola.
-Usted tan berraca que es, cómo es posible que viva golpeada por ese hombre,le dijo la mujer aquella vez a Inés.
Eso lo sabía Inés, pero tan naturalizada estaba la violencia que necesitaba que alguien más la despertara, le dijera que eso no era normal e hiciera valer sus derechos.
Adriana fue una de las guías de Inés para empezar el cambio en su casa, de puertas adentro.
“Primero me enseñó mis derechos. Me reconocí. Empecé a transformar a mi pareja. Mi marido cambió. No es fácil, pero hombres y mujeres pueden cumplir acuerdos y tener una sana convivencia”, cuenta Inés, quien logró una relación de respeto con Antonio, hasta que él murió de un infarto en 2013.
Y una vez superado el martirio que vivía en casa, Inés pudo sanar y se convirtió en una de las coordinadoras de la Red Mariposas de Alas Nuevas Construyendo Futuro, con la cual buscan que más mujeres víctimas de toda clase de violencia puedan encontrar paz.
Cada día, Inés, Adriana, María y otras 19 lideresas recorren ríos, barrios, playas y cualquier espacio donde puedan encontrar personas que se quieran transformar a través del comadreo, una experiencia de diálogo en la cual se abren a los demás con afecto.
Hay un racismo que expulsa, que explota, que vacía el territorio. Quieren estas tierras a las malas, nos muestran como seres humanos que no estamos aptos para estar aquí
“El afecto es un sentimiento universal que hace que reconozcas a un ser humano pese a tener diferencias. Permite la posibilidad de tener un diálogo. Las comadres escuchan sin juzgamiento, señalamiento ni revictimización, simplemente se queda en la comprensión y en conocer por qué estás viviendo eso”, cuenta Adriana.
Y en ese comadreo, en el cual Inés presta su hombro y su tiempo para escuchar los problemas de otras mujeres, también se trata que otras que sufrieron violencia intrafamiliar lleguen a acuerdos con sus parejas para no seguir siendo víctimas de un círculo que pareciera no terminar.
No es un espacio de chismes, es un momento para construir confianza y en el cual las personas, sin decirles qué se debe hacer, son escuchadas para que digan qué quieren que hagan por ellas, fortalecer a quien recibe la agresión y aconsejarlas en la interrupción de ese ciclo de violencia a través del diálogo.
Testimonios aberrantes
En esos recorridos por el Pacífico, donde la población afro está desprotegida por los embates de la violencia y de la pobreza, Inés, Adriana y María han tenido que tragarse muchos dolores.
Todas esas dificultades Adriana las resume -en parte- en que Colombia no reconoce que existe el racismo. «El modelo de desarrollo que quieren para las comunidades lo traen y no va con la gente de aquí. No va. La percepción se queda en que la persona es perezosa y sin interés. Todo eso se conjuga con la riqueza de las tierras y que hay gente que la quiere, pero la quiere a las malas. No hay posibilidades de negociar. Hay un racismo que expulsa, que explota, que vacía el territorio. Quieren estas tierras a las malas, nos muestran como seres humanos que no estamos aptos para estar aquí», señala.
Los grupos armados están en cada esquina, las poblaciones conviven con equis o ye delincuente, donde pasando la calle está el bando enemigo. Quedan en el medio, pendiendo de un hilo. A sabiendas de esta realidad, estas mujeres van al territorio, incluso, algunos de los integrantes de esos actores armados las llaman para que les sirvan como su confesionario.
Ser lideresa en Colombia es estar en riesgo de muerte
“Nos toca tragarnos las aberraciones que hacen. El joven que anda con la motosierra nos dice: yo lo hago porque a mi papá lo mataron, porque a mi mamá la violaron, porque, porque… Pero ninguna justificación es válida, ningún asesinato tiene justificación”, dice María.
Ella también dice que no se pueden negar a escucharlos, pero ese diálogo sirve para hacer sentir amados a otros jóvenes cuando van a otros territorios. Luego, las tres, van a algún río a llorar y a tomar cantinas de arrechón (bebida típica del Pacífico colombiano), para renovarse y desahogarse.
Y así, en esas jornada, Inés, Adriana y María recuerdan las veces que han tenido que salir huyendo de sus casas por amenazas: “sapa hijueputa, se va a morir”.
También cómo, en 2014, Inés perdió a uno de sus hijos en un supuesto accidente de tránsito del cuál no hay testigos. Solo un acta en la que no se aclara qué fue lo que pasó. O su nostalgia cuando relata que, finalmente, descubrió que a su esposo lo mataron las Convivir, sin razón alguna.
“Ser lideresa en Colombia es estar en riesgo de muerte. Más cuando nos toca sentarnos con el agresor, con los grupos armados, para saber por qué son así”, cuenta María.
Son muchas las veces que les preguntan por qué arriesgan su vida, las lideresas dicen que lo hacen porque quieren un mundo mejor, no para ellas, sino para sus hijos y nietos.
De Venezuela a Buenaventura
Y en esa búsqueda de ayudar a quienes lo necesiten, Inés en una caminata por Buenaventura, Valle, halló a Yury en una esquina vendiendo dulces.
Yury, de 17 años, estaba con su bebé recién nacida ofreciendo caramelos a conductores. Llegó al país en enero del 2019 desde su natal Venezuela. Entró de manera ilegal a Colombia, por ser menor de edad, por una trocha de Saravena, Arauca, con su esposo, también de su misma edad.
Los acompañaba también su hermano, su cuñada y los dos hijos de ellos. Cuando entró a Colombia, Yury ya tenía 6 meses de embarazo, la necesidad de no tener qué darle a su bebé en camino la hizo abandonar Venezuela.
Y se atrevió a realizar un recorrido al menos impensado para muchos venezolanos que deciden migrar. Cruzar Colombia de un lado a otro para llegar al puerto de Buenaventura, un destino poco frecuente para estos extranjeros.
En el recorrido duraron exactamente 10 días, la mayoría caminando, cayendo en las noches fulminados por el cansancio. Dormían cuando ya no podían seguir dando pasos, aguantando -como la mayoría de estos migrantes- hambre, sed, frío, calor; todo tipo de necesidades y dolores.
A Buenaventura llegaron, finalmente, gracias a un camionero que los recogió en el camino, ahorrándoles días a pie. Y desde entonces viven en una casa de palos abandonada que les dieron a cuidar, pero por la cual deben pagar al mes unos cuantos pesos para poder estar allí.
La hija de Yury nació en Colombia, al poco tiempo quedó de nuevo en embarazo, y con esos dos bebés en sus brazos es que Inés la encontró.
Tras la familia de Yury han empezado a llegar más y más venezolanos al puerto, muchas mujeres se ven en las esquinas vendiendo dulces. Cualquier peso es ganancia y un día exitoso es no acostarse sin comer.
Inés se convirtió en un ángel para Yury. Desde que se encontraron en Buenaventura, la mujer se convirtió en un apoyo para no desfallecer en la crianza de sus hijos y confiar en las personas.
En los talleres de la Red, Yury abrió sus alas para contar cómo su padrastro abusó sexualmente de ella durante unos 10 años, desde que era una niña. Con Inés, Adriana y María aprendió a sanar.
Y así como ella pudo dar ese paso, poner límites con su pareja e intentar seguir adelante, Yury invita a sus compatriotas para que se entreguen al comadreo, donde muchas terminan reflexionando sobre la violencia intrafamiliar que sufren en sus hogares.
“Sabemos que muchas mujeres venezolanas llegan muy heridas. Nos toca sentarnos con ellas, que hablen para escucharlas. Ellas mismas se van evaluando, nosotros solo escuchamos, nunca criticamos. En hojas escriben lo que recuerdan de cada etapa de su vida. Lo bueno y lo malo. Al finalizar, lo ideal es que lean todo, para que noten cuáles son los momentos que no se han superado”, cuenta María.
Inés, por su parte, dice que su misión es reconstruir las alas rotas de las mujeres, levantarlas y dejar ese mensaje a las comunidades para eliminar el machismo.
“Solo a través del apoyo, del comadreo, es que uno se da cuenta que no está sola, que hay otras mujeres que están sufriendo, que estamos dolidas, pero podemos llorar juntas”, cuenta Inés.
Autor: CRISTIAN ÁVILA JIMÉNEZ. Enviado especial de EL TIEMPO. Pacífico colombiano
*Los nombre cambiados en defensa de la confidencialidad
Fuente: EL TIEMPO.COM – Colombia