Fue un ataque que pudo haber sido una excepción. En cambio, su brutalidad se hizo rutina. La masacre de la escuela secundaria de Columbine, en el estado de Colorado, que hace dos décadas, el 20 de abril de 1999, dejó 15 muertos y 24 heridos, fue apenas el ejemplo para muchas otras. Y las armas, raíz de esta sinrazón, siguen llegando a las manos de los estadounidenses sin mayores restricciones.
Columbine no fue el primer atentado en una escuela estadounidense, pero fue el más letal desde 1966. Y el que provocó una verdadera maratón de locura en los medios de comunicación que se lanzaron a dar información que confundía y shockeaba a los receptores sin que se pudiera comprobar que fuera verdad. Hablaban de ritos satánicos, de una supuesta organización secreta denominada «la mafia de la gabardina» y de que todo fue provocado por la música de Marilyn Manson. Del acceso de la población a las armas, se habló poco y nada.
Ese 20 de abril de 1999, todo indicaba que iba a ser un día más de rutina en la escuela Columbine, del condado de Jefferson, en Colorado. A las 11:10 de la mañana casi 500 chicos y profesores estaban en el comedor. Hay otras 300 personas entre la biblioteca, el gimnasio y el sector de mantenimiento. Y un grupo de chicos aprovechan el momento para esconderse y fumar un cigarrillo. En el comedor, hay unos bolsos repartidos por la galería en los que nadie repara.
Nueve minutos después, Richard y Rachel, dos chicos de quinto año, están charlando distraídos en una de las puertas laterales del edificio. Escuchan un ruido y cuando levantan la vista ven un tubo de metal que cayó muy cerca de ellos. Era una bomba casera que no estalló. Un instante después aparecen dos extraños adolescentes vestidos con abrigos largos hasta el suelo. Ocultan un rifle y una escopeta recortada. Están apenas a 20 metros de Richard y Rachel, que los reconocen. Son compañeros: Eric Harris, de 17 años, y Dylan Klebold, de 18. Sin darles tiempo a reaccionar los jóvenes disparan. Rachel cae muerta con cuatro disparos en el cuerpo. Richard recibió ocho, se estuvo desangrando por casi tres horas, pero sobrevivió. En ese momento por la puerta salen otros tres estudiantes y Eric y Dylan disparan contra ellos. Uno muere en el momento, los otros dos quedan heridos y logran escapar.
Adentro de la escuela se escuchan los disparos y se produce una peligrosa corrida. A las 11:23 la policía recibe la primera llamada de una alumna pidiendo auxilio. Esa grabación en tono desesperado en la que se oye un disparo de fondo se convertirá en uno de los testimonios más desgarradores de la matanza. En unos pocos minutos, casi mil policías rodean el instituto.
Un grupo de chicos y profesores se refugian en la biblioteca. Eric y Dylan avanzan disparando por el pasillo central hasta que entran a la biblioteca. Después se supo que allí había 56 personas. Los testigos dijeron que el piso del lugar y varios anaqueles estaban regados de sangre.
Quince minutos más tarde, los atacantes entran en el comedor y lo primero que hacen es disparar a los bolsos que ellos mismos habían dejado allí unas horas antes. Estaban repletos de bombas caseras que no funcionaron. Se producen unas pequeñas explosiones que prenden los aspersores anti-incendios. Cae el agua y el comedor comienza a inundarse; Eric y Dylan siguen disparando a mansalva. Unos 30 alumnos consiguen escapar por la salida de emergencia. Son los primeros que dan algunas informaciones sobre los atacantes y lo que estaba sucediendo.
Dos minutos después del mediodía, los agentes del SWAT, la unidad especial de la policía, deciden entrar al edificio. Se dividen en dos grupos, uno va por la puerta principal, el otro por una de emergencia. En ese momento se produce una de las acciones más difundida por los medios. El alumno herido Patrick Ireland, con un ataque de pánico, se tira desde la ventana del segundo piso de la biblioteca. Tuvo la suerte de que abajo ya había un grupo de policías y bomberos que alcanzaron a atajarlo y amortiguar la caída.
Los agentes avanzan por los largos pasillos del edificio y van encontrando cadáveres, heridos desangrándose y chicos escondidos en los recovecos de las escaleras y los baños. Se escuchan gritos, los disparos detonan cada vez más distantes y esporádicos hasta que cesan. Los policías continúan revisando cada sala y sacando chicos que salen en fila y con las manos en alto, aterrados y entre lágrimas. A las 14:50, finalmente, los agentes del SWAT encuentran a los responsables del horror en el sótano. Están muertos. Eric y Dylan se suicidaron.
Comienza el recuento de las víctimas. Son 15 muertos y 24 heridos graves. Es un milagro. Podrían haber sido cientos si las bombas que los asaltantes habían escondido en los bolsos que dejaron la noche anterior en el comedor hubieran estallado. Las cadenas de televisión transmiten en vivo todas las escenas a una Nación horrorizada. El vicepresidente, Al Gore, habla al país y expresa el dolor que todos sienten. También comienzan las preguntas: ¿Cuál es la responsabilidad de los padres? ¿Nadie se dio cuenta de que estos chicos estaban perturbados? ¿Cómo es posible que dos adolescentes hayan tenido acceso a ese arsenal?
La investigación reveló que Eric y Dylan venían planeando la acción desde hacía tiempo. Unos cinco meses antes fueron a una de las tantas ferias de armas que recorren permanentemente el país y en las que se compran la mayoría de los pertrechos que están en manos de los civiles en Estados Unidos. No lograron que les vendieran los fusiles que querían comprar y, entonces, le pidieron a Firt Durán, un compañero de la pizzería en la que trabajaban los fines de semana haciendo delivery. Se los consiguió comprándolos en una armería del pueblo. Otro hombre les enseñó a fabricar bombas de tubo.
El presidente de entonces, Bill Clinton, aprovechó el momento de horror por la masacre para reabrir el debate sobre el derecho a portar armas que está «consagrado» en la segunda enmienda de la Constitución estadounidense. Los profesores iniciaron una campaña para que se tomen mayores controles en las escuelas. Hillary Clinton, la primera dama, tomó la causa como personal y se pasó los siguientes dos años luchando para que el Congreso aprobara una ley más restrictiva sobre las armas. Pero nada resultó. Apenas algunos parches a las leyes vigentes, detectores de metales en las entradas de las escuelas y el documental «Bowling for Columbine» de Michael Moore.
En los siguientes cinco años, otros 100 alumnos murieron en el país víctimas de tiroteos dentro de las escuelas. El gobierno invirtió casi 3.000 millones de dólares en reforzar la seguridad de los institutos de educación sin que diera mayores resultados. La discusión pública se olvidó de las armas y se centró en los motivos. Siguen siendo un misterio más allá de que se trataba de dos chicos problemáticos, que estaban fascinados con las armas y eran –como muchos en esa zona del Medio Oeste norteamericano- racistas. Juntos habían robado una camioneta, pero el episodio resultó muy confuso y sólo recibieron una multa y algunas noches en la comisaría. Una familia vecina de donde vivía Eric lo había denunciado por amenazar a su hijo, aunque fue tomado por la policía como «una pelea entre chicos». Veían muchos videos de la contracultura Gótica o Dark y fantaseaban con guerras y matanzas en los juegos de rol, como muchos otros chicos de su edad en ese momento. Los informes psicológicos dijeron que Klebold, padecía penas de amor y sufría depresión; Harris, se creía superior a sus pares y buscaba que se reconociese la inferioridad de todos los demás. Tal vez, alguna otra explicación se podría haber encontrado en los llamados «Videos del sótano», grabados por Eric y Dylan antes de suicidarse. Pero la policía nunca los hizo públicos por miedo a que fueran imitados.
El análisis posterior indica que planificaron la matanza durante más de un año. En un cuaderno, Eric y Dylan escribieron que querían causar un acto de violencia que superara al atentado organizado en 1995 por Timoty McVeigh en Oklahoma City. Ese, que sigue siendo el ataque terrorista más letal perpetrado por un individuo en Estados Unidos, dejó 168 muertos y 800 heridos. Pero, a diferencia de McVeigh que tenía una motivación política, Harris y Klebold sólo buscaban terminar sus vidas en una hecatombe.
Desde 1994, ni un solo proyecto de ley de restricción de armas avanzó en el Congreso. En febrero, finalmente, la Cámara de Representantes aprobó un proyecto para ampliar las verificaciones de antecedentes federales a todos los compradores de armas y la mayoría de las transferencias, cerrando una brecha que permite a los vendedores de armas sin licencia no realizar verificaciones de antecedentes. Es poco probable que el Senado lo convierta en ley, y si lo hiciera el presidente Donald Trump ya anunció que lo vetaría. El lobby de la Asociación Nacional del Rifle es uno de los más poderosos del mundo e invierte grandes sumas de dinero para mantener en vigencia el derecho a portar armas. No hay una cifra exacta de cuántas armas de fuego hay en manos de civiles, pero se estima que son unas nueve por cada diez ciudadanos. El Servicio de Investigación del Congreso calculó, en un estudio de 2012, que había alrededor de 310 millones de armas en una población de 321 millones. Y cada año mueren unas 40.000 personas en tiroteos.
«No es tanto la cantidad total de votantes que apoyan la visión extrema de los derechos de las armas y son pro-armas, es más que ese grupo se moviliza políticamente de manera increíble», explica Philip Cook, autor de «The Gun Debate». «Son personas que mandan mensajes permanentemente a su representante en el Congreso, hacen contribuciones a la causa y se movilizan cada vez que algún presidente intenta imponer un control más estricto». Y Amnistía Internacional advierte que «en Estados Unidos no protegen a las personas y comunidades con mayor riesgo de violencia con armas de fuego, en violación de la ley internacional de derechos humanos. El derecho a vivir libre de violencia, discriminación y temor ha sido superado por un sentido de derecho a poseer una variedad prácticamente ilimitada de armas de fuego».
Las matanzas en escuelas y eventos públicos parecieran ya haber entrado en la «psiquis americana». Se toma como algo habitual, inevitable. Cuando un periodista le preguntó a la alumna de 17 años Paige Perry si había imaginado que alguna vez pudiera estar dentro del horror de una matanza de 10 compañeros en su escuela de Santa Fe, Texas, en mayo de 2018, respondió: «Sí, estuve esperando bastante tiempo a que sucediera. Sucede en todos lados y aquí también hay chicos que dicen todo el tiempo que van a entrar a la escuela y matarnos a todos. Hasta que lo hicieron».
La reacción más contundente y que logró mover un poco las conciencias de los políticos de Washington, sucedió después del tiroteo de febrero de 2018 en la escuela secundaria Marjory Stoneman Douglas, de Parkland, estado de Florida. Allí murieron 17 personas. Los alumnos organizaron varias marchas y llegaron con un acto contundente frente a la Casa Blanca. Lograron salir en los principales programas de las cadenas de televisión y en las tapas de las revistas con su retórica «anti-gun». En las elecciones legislativas de mediados de año, los candidatos demócratas que los apoyaron ganaron en sus distritos y retomaron el control de la Cámara de Representantes. Pero nada es suficiente. La presión de la industria de las armas sigue siendo tan poderosa como cuando el entonces presidente Dwigth Eisenhower denunció en 1961 al «complejo militar industrial» que estaba dominando a la Nación. Y cuando la Primera Ministro de Nueva Zelanda actuó de inmediato y con gran decisión para prohibir los rifles de asalto tras la matanza en dos mezquitas de Christchurch, el mes pasado, muchos en Estados Unidos expresaron su vergüenza. «Ellos, con nuestra misma cultura, lo pudieron hacer en apenas unas horas y nosotros llevamos años intentándolo sin que nadie nos escuche», dijo amargamente Tom Mauser, uno de los padres que perdió a su hijo 20 años atrás en Columbine.