Karina: “En la historia de mi hijo yo solo soy la transcriptora”

La cantante asegura que la felicidad de Xander es lo primordial. Pero confiesa que ha sido imposible no tener sentimientos encontrados desde que la antigua Hannah, a los 18 meses de nacida, comenzó a decir “I’m a boy”

El amor de madre nace antes que los hijos. Es un sentimiento que comienza a existir antes de que el bebé tenga rostro, manos y piernas. Antes, incluso, de que un ecosonograma le confirme el sexo.

“Es una niña”. Esa fue la noticia que hace 11 años emocionó a Karina cuando en su vientre crecía Hannah. Los lazos, los vestidos, las zarcillos, todo se preparó para recibir a la segunda hija de la cantante, quien en realidad no estaba embarazada de una bebé sino de una lección de vida.

Cuando Hannah nació la esperaban su madre, su padre, su hermana, las ilusiones, las navidades, las pijamadas, pero también los miedos, los prejuicios y los riesgos que vienen luego de que el cordón umbilical ya no existe.

Empezó a hablar a los 18 meses. Decía palabras muy sencillas como “mom” y “dad”… Pero hubo una frase que llamó la atención de todos. “A esa edad ya repetía ‘I’m a boy’ (soy un niño). Le gustaba jugar con los carritos, la pelota, la pistola. Le molestaba mucho el cabello. Yo se lo amarraba, pero siempre me preguntaba cuándo se lo iba a cortar, así que le prometí que lo haría más adelante”.

A los tres años de edad, la cantante llevó a su hija a un control con el pediatra y le consultó lo que estaba ocurriendo. “Me dijo que me quedara tranquila, que era muy temprano para sacar conclusiones. Yo creía que era una marimacha y ya, uno nunca está pensando en escenarios más complejos, menos yo que vengo de una familia muy tradicional”.

No era un capricho, Karina lo supo carnaval tras carnaval, Halloween tras Halloween, cuando Hannah no quería ponerse el disfraz de niña, pues le bastaba con el que cargaba todos los días, ese con el que no se reconocía en el espejo. “Ponerle el traje de Blancanieves me costó una tarde de llanto y amargura. Le incomodaba tanto usarlo que lo haló hasta romperlo”.

Desde ese entonces, Karina empezó un periodo de negociación. “Ella comenzó a disfrazarse de animales, que no era ni de niño ni de niña. Pero un día quiso el traje de Buzz Lightyear. Yo seguía diciéndole que las niñas éramos mejores, que podíamos hacer lo que los niños también, pero ella mostraba determinación”.

A los 6 años de edad se graduó de preescolar y para el acto usó un vestido, el último que se ha puesto en su corta vida. “Yo le había prometido que le iba a cortar el cabello y le hicimos uno de niña bonita, con pollinita. Pero ella no quería eso sino que se lo raparan a los lados… Lo hicimos, aunque con un aire femenino”.

Karina entró en una fase de negación. Cuando su hija cumplió 7 años, volvieron a plantearle sus inquietudes a la pediatra, quien le dijo de nuevo: “Quédate tranquila”.

El tiempo transcurrió y la incertidumbre también. Hannah tenía 10 años cuando su cuerpo empezó a desarrollarse: los senos reclamaban su espacio y los vellos también. Fue en ese momento que se activó su alarma: ¿Qué está pasando? ¡Este cuerpo no es mío!

“Un buen día me entrompó y me dijo: ‘Te acabo de enviar un mail. Dura 7 minutos. Quiero que lo veas ahorita’. Era un video explícito sobre el caso de una niña que estaba en transición para ser varón porque tenía disforia de género”.

Ese término se sumó al diccionario de Karina desde esa fecha. La disforia de género es la discordancia entre el sexo físico asignado al nacer y la identidad de género, el sexo psicológico. “Hannah me explicó que le costó encontrar este video, porque en Internet hay historias de gays o de lesbianas, pero ninguna la conectaba con lo que estaba sintiendo ella”.

Cuando terminó de ver el correo, ambas se encontraron. “¿Entendiste mamá?, me preguntó. Yo le contesté que necesitaba tiempo para prepararme, porque no estaba lista para eso. Me dijo: ‘Claro, tómate tu tiempo, pero no demasiado porque estoy creciendo”.

Karina encontró respuestas mientras, a principios de año, presentaba el musical Casi normal en Caracas. “Acá en Miami soy la mamá, la amante, la cachifa. En Venezuela soy la estrella, la diva. Allá me consulté con una psicoanalista maravillosa y fui haciendo mi investigación. Llevaba prejuicios y los sigo teniendo. No me puedo borrar 47 años de educación, de casa, de cultura, de religión. No puedo borrar eso en una sesión de 6 meses. En mis horas de hotel en Caracas pude digerir esta nueva etapa. A mi regreso a Estados Unidos, empezamos el tratamiento”.

Karina indica que como madre judía sentía culpa. “Me cuestionaba si había hecho algo mal. Luego entendí que ser transgénero no es malo ni bueno, es una realidad y listo”.

La hora llegó. El día en que inició el tratamiento con inhibidores de pubertad, Hannah le pidió a su madre que la sostuviera de la mano mientras le ponían la inyección. “En ese momento yo me estaba despidiendo de mi hija para darle la bienvenida a mi hijo Xander”.

Cambiaron los pronombres, ya no era ella sino él. El corazón de Hannah dejó de latir y empezó a bombear sangre el de Xander, quien compartió durante 11 años el mismo cuerpo con una desconocida.

En la historia de mi hijo yo solo soy la transcriptora, un instrumento. No estoy al volante. Tengo miedo del prejuicio extremo que se vive, que lo agarren a golpes, y el daño psicológico al que se pueda ver expuesto”.

La terapia es grupal. Aunque la vida de un transgénero es individual, es importante dejar claros algunos aspectos al entorno social inmediato. “Yo esta semana fui al colegio a explicarles detalles como que Xander, en un futuro, va a usar el baño de niños”.

La artista afirma que el ingrediente fundamental para comprender la vida transgénero como madre es la paciencia. “No todo el mundo tiene la tolerancia, ni la información, ni la educación para comprender. Yo no soy de muchos amigos. Los que tengo lo siguen siendo. Hay un segmento muy conservador de mi familia que no toca el tema y que no ha vuelto a llamar desde que todo esto se hizo público”.

Haber posteado su prueba de amor despertó lo mejor y lo peor de sus seguidores. “La gente metía a Dios y la Biblia en todos los comentarios negativos, vulgares, los más oscuros. No sé cómo conjugan esas dos cosas”.

La BBC de Londres la contactó, al igual que los principales programas de televisión, radio y revistas latinoamericanas. “Ofrecieron buena cantidad de dinero, nos temblaron las piernas, pero no aceptamos. Si yo hubiera querido hacer publicidad con esto hubiera hecho una gira de medios. Es una historia que se presta para el amarillismo y no era mi interés”.

Solo aceptó un segmento en el programa Aquí y ahora de Univisión y esta entrevista. “No quiero declarar más acerca del tema. Esto debería ser algo normal. Mi hijo es feliz y eso es lo que me importa. Ningún niño va a tomar el camino más difícil solo por rebeldía. Esto es una realidad que viven muchas familias. Yo quiero pensar que las generaciones que vienen tendrán menos prejuicios que nosotros”.

Una población invisible

La diputada Tamara Adrián ha vivido en primera persona el drama de ser transgénero en un país como Venezuela, “en el que no hay pastillas anticonceptivas y menos hormonas para iniciar la transición”.

No hay centros especializados ni el suministro de medicamentos necesarios para atender los requerimientos de quienes necesitan una vida en la que se alinee su mente y su cuerpo. “No existen estadísticas de los transgéneros venezolanos, pero la tendencia mundial es que 1 de cada 1.000 habitantes lo es. Acá somos una población invisible, no puedes hacer ningún trámite con tu verdadera identidad, tampoco se contabilizan los crímenes de odio que sufren los transgéneros solo por existir. No hay integración social”.

Adrián agrega que el poco apoyo que se pude recibir con respecto al tema lo brindan instituciones como Plafam.

 

Iván Zambrano/El Nacional