HABÍA NORMAS. Así como cualquier conductor aprende que debe dejar pasar al coche que viene por su derecha, las personas de a pie aprendíamos quién debía pasar primero. Quizá se respetaba un poco menos —no es lo mismo un choque de coches que un choque de cuerpos—, pero se respetaba. Imperaban ciertos criterios básicos. El más asqueroso era de clase: un camarero, por ejemplo, dejaba pasar al parroquiano. Otro, indiscutible, era de edad: los mayores primero. Y otro se llevaba como una cocarda: los hombres cedían el paso a las mujeres.
Las normas son cómodas: códigos, convenciones que facilitan el intercambio. Si un hombre quería mostrar su consideración —respeto, amabilidad, aprecio incluso— usaba esos gestos: se retrasaba un paso y dejaba pasar a la mujer o le abría la puerta o la ayudaba a ponerse el abrigo. Era un recurso fácil, casi automático, pero servía para varios propósitos. Para empezar expresaba esa deferencia, aprecio incluso. Pero además el señor, en esa sencilla pero emotiva ceremonia, se inscribía en el campo de los hombres educados, los “caballeros”. Los llamaban caballeros y es una prueba irrefutable: el caballero era —obviamente— el que andaba a caballo, el rico, por oposición a los pobres peatones. Actuar según las normas te acercaba a ellos, te convertía —provisoriamente— en uno de ellos.
Y convertía también a la mujer en “una dama”: un ser distinto, con derechos y deberes propios. Un ser inferior, frágil, que había que cuidar, que no podía hacer cosas raras como estudiar o votar o tener cuenta en banco, un ser de regalarle flores y criar a los niños y callarse la boca. O, dicho de otro modo: hoy aquellos gestos pueden ser leídos como pura nostalgia heteropatriarcal, pelotudez machista. Ser amable te puede hacer, de pronto, muy odioso.
Así que no sabemos. Las normas son cómodas porque te evitan pensar qué hacer en cada circunstancia: alcanza con seguirlas para tener la seguridad de que estás haciendo lo que corresponde, que no habrá reproches, que no habrá conflicto. Hasta que dejan de funcionar y te dejan al aire.
El proceso suele repetirse: aparece una situación nueva, frente a la cual no se sabe qué hacer, y esa incertidumbre confunde y complica hasta que se establecen las normas a seguir. Es lo que se llama un protocolo; hace 10 años no existía el WhatsApp; ahora sabemos que, en general, antes de llamar a alguien por ese medio corresponde preguntarle por escrito —y cumplirlo evita problemas. Alguna vez se estableció que era de buen tono que los hombres dejaran pasar a las mujeres y, durante siglos, la norma evitó el lío de decidir qué hacer. Pero ya no. Estamos de vuelta en la situación nueva, en plena incertidumbre. ¿La dejo, no la dejo?
Me da pena porque —confieso—, más allá de normas y facilidades y caballeros falsos, me gustaba ese ritual viejito de dejar pasar a una mujer o ayudarla a ponerse el abrigo; me gusta todavía, me da gusto hacerlo. Pero ahora me da miedo: no sé cómo puede ser interpretado, ni sé si yo mismo estoy de acuerdo con lo que significa. Lo he pensado durante meses, años, y creí que había llegado a una conclusión: seguir haciendo ante una mujer lo mismo que haría ante un amigo. Dejarlo entrar primero, ayudarlo a llevar una carga, gestos de me importas. Pero ahora tengo un argumento en contra: con un amigo lo hago porque claramente quiero, el gesto es reversible y voluntario; con una mujer estaría reproduciendo —recreando— un orden fijo, unidireccional. Y otra vez me lío. Entonces digo bué, no dejo pasar a nadie, entro primero como si nunca lo hubiera pensado —y no me gusta.
Y no llego a ninguna conclusión y a veces, incluso, añoro el confort de las normas. Entonces me preocupo en serio. Solo hay una cosa peor que cumplir normas: extrañarlas. La confusión es el signo —afortunado a veces, intolerable otras— de estos tiempos. Y, aunque algunos traten de evitarlo, ser de tu tiempo no se elige