Crucé la calle y a pocos metros de la esquina, me agarraron. La de contextura gruesa y cabello castaño claro me abrazó violentamente por el cuello y me dijo: “Quédate tranquila, camina y no grites”.
Mientras, la otra, la flaquita, me quitaba la cartera. Quedé paralizada como un crucifijo. Cuando volteé, vi como se alejaban corriendo con mi teléfono, cédula de identidad, tarjetas de débito y crédito, efectivo, agenda personal, libreta de la universidad y correciones del último trabajo que debía entregar esta semana
Por Arysbell Arismendi
“¿Estás segura que fue un robo? ¿Fue con violencia?”, me preguntó el funcionario. Era un hombre joven, no más de 26 años, vestido de camisa mangalarga de rayas. Su pregunta me dejó sorprendida, estupefacta, desconcertada. ¿Cómo iba a dudar de lo que le estaba contando?
Eran las tres de la tarde y ambos estábamos en la sede de delitos especiales del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc), ubicada en la avenida Urdaneta de Caracas, capital de Venezuela. Ya habían transcurrido cinco horas de haber ingresado a las estadísticas delincuenciales del país suramericano, mi país. Me robaron en la ciudad más peligrosa del mundo. Sólo eso. No me apuñalaron ni me mataron. “Hay que darle gracias a Dios que no te pasó más nada”, me dirían luego.
Se preguntarán: por qué fue a parar a la sede de delitos especiales si el robo no está dentro de esa categoría, más bien es un delito común y muy corriente.
No lo recuerdo, pero la hora debía indicar 10 horas con 15 minutos. A la luz del día, en la mañanita. Fecha: 21 de enero de 2016. Regresaba del Ministerio del Poder Popular para la Salud, ubicado en el centro de Caracas, donde tenía dos días consecutivos intentando recibir información oficial sobre el Siamed, un sistema de acceso a medicamentos que el Gobierno Nacional creó en abril de 2015 para combatir el “bachaqueo” de fármacos y facilitar a la población la obtención de sus medicinas.
Según la última cifra difundida por la Federación Farmacéutica Venezolana, el desabastecimiento de medicamentos ya alcanza 80%.
No encontré datos oficiales, ni siquiera una oficina con un afiche que hiciera alusión al programa del que se había vanagloriado el exministro Henry Ventura, tampoco la sala situacional que se había prometido y dos funcionarias respondieron con una pregunta: “¿y eso funciona?”. Mientras esto ocurría, y en la medida que daba vueltas por el edificio buscando respuestas, una colega periodista me envía un mensaje solicitando el contacto telefónico de varios economistas para entrevistar sobre el tema de la gasolina. Ya entenderán en las próximas líneas por qué hago referencia a este breve episodio.
Lo del combustible venezolano volvió a la palestra pública luego que el presidente de la República, Nicolás Maduro, declarara durante la presentación de su memoria y cuenta 2015 -que se realizó el pasado 5 de enero en una Asamblea Nacional ahora de mayoría opositora- que ya era hora de aumentar la gasolina, la más barata del mundo. Igual pronunciamiento realizó en la memoria y cuenta de 2014, el 21 de enero de 2015, y no lo cumplió.
Vi el mensaje, pero decidí responder luego.
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El Ministerio de Salud está ubicado en una de las dos grandes torres gemelas que conforman el Centro Simón Bolívar.Las llamadas “Torres del Silencio” albergan oficinas ministeriales, instituciones públicas, organismos del Estado. Es decir, de silencio hay muy poco. En la planta baja: comercios, restaurantes, zapaterías. Al fondo, la sede principal del concurrido Consejo Nacional Electoral, tan nombrado recientemente por los últimos acontecimientos políticos. Y en el centro, un gran espacio a cielo abierto donde casi siempre, el sol es inclemente.
En esa inmensa plazoleta me paré a contestar el mensaje de mi colega, y también amiga. Lo hice de manera automática, sin pensarlo. Pero, entonces, me convertí en el blanco de dos ladronas, de dos mujeres.
Guardé el teléfono en mi cartera y procedí a tomar la acera que colinda con la avenida Baralt. Mi destino: la estación Capitolio del Metro de Caracas. Personas iban y venían, como en cualquier otro centro de una capital tan agitada como la nuestra. Ya después de “asegurar” mi celular, deje atrás mi papel de periodista y mi mente volvió al de cualquier mujer joven enamorada. Quizás no de la forma que quisiera, pero enamorada. Y por allí me fui, caminaba sin tener la precaución de vigilar mi entorno y protegerme yo misma.
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Crucé la calle y a pocos metros de la esquina, me agarraron. La de contextura gruesa y cabello castaño claro me abrazó violentamente por el cuello y me dijo: “Quédate tranquila, camina y no grites”. Mientras, la otra, la flaquita, me quitaba la cartera. Quedé paralizada como un crucifijo. Cuando volteé, vi como se alejaban corriendo con mi teléfono, cédula de identidad, tarjetas de débito y crédito, efectivo, agenda personal, libreta de la universidad y correciones del último trabajo que debía entregar esta semana.
Quedé pasmada, sin saber qué hacer y buscando algún policía. Pero ningún funcionario se divisaba. “¿Te quitaron todo verdad?”, me dijo un señor que estaba justamente parado frente al episodio, pero no hizo nada.
Lo primero que pensé fue seguir hasta la estación y pedirle al operador que me dejara pasar gratis porque había sido víctima de un robo. En la entrada, conseguí a un funcionario. Le conté, llamó a otros compañeros para que iniciaran la búsqueda y me regaló 100 bolívares para que regresara a casa. “Desnúdenlas, busquen por todos lados”, les dijo. Luego, anotó el número telefónico de mi madre. “Si las encuentro, te aviso”.
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Pasó una hora hasta que llegué a casa. Cuando llamé para reportar el robo de las tarjetas de crédito, ya era tarde. Las habían “raspado” y dejado en cero. El dinero que había guardado para costear un seguro médico y el próximo semestre de la maestría, ya no estaba.
Mi hermano dijo: “debes poner la denuncia y reportar lo sucedido. Podrían hacer cualquier cosa con tus documentos”.
A veces, o casi siempre, el “deber ser” cuesta mucho.
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Cuando llegué a la sede del Cicpc en la avenida Urdaneta, el joven de atención al cliente, también policía, dijo: “Como el robo fue en el municipio Libertador, tienes que ir a la sede de El Paraíso”. En Caracas cualquier denuncia de robo tiene que realizarse en la sede correspondiente al municipio donde se registró el hecho. Municipio Libertador, Cicpc de El Paraíso. Municipio Chacao, Cicpc de Chacao.
“Pero mira, para que la cosa se haga más fácil y no tengas que estar cuatro o tres horas poniendo la denuncia, mejor repórtalo como un extravío”. Volví a quedar estupefacta. En Venezuela, la inseguridad es uno de los principales problemas del país (el primero hasta que llegó la escasez de alimentos), y los datos oficiales que se ofrecen a través de la vocería del ministro de Relaciones Interiores, Justicia y Paz, Gustavo González López, cada vez son más ambiguos. “Pero ah, si utilizaron las tarjetas debes ir a delitos financieros”. Era el edificio de al lado donde el joven de 26 años me había realizado aquella pregunta tan desconcertante.
Luego de echarle todo el cuento, me remitió a la oficina de delitos financieros ubicada en el piso 8. Subí por las escaleras, porque no había ascensor. Conseguí contrastes: en una construcción donde abundan hombres de negro, con chalecos antibalas y pechos de supremacía, hay niños estudiando música en un pequeño núcleo del Sistema Nacional de Orquestas, situado dentro del mismo edificio. “Señorita, lo que usted sufrió fue un robo, vaya a El Paraíso, por aquí no es”, me dijo un funcionario un poco más adulto.
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Volví a la misma zona donde horas antes me habían robado. Caminé desde la avenida Urdaneta, atravesé la emblemática Plaza Bolívar -con sus palomas revoloteando por doquier- y bordeé una obra del primer gobierno de Antonio Guzmán Blanco, el arquitectónico Palacio Federal Legislativo. Llegué a la avenida Baralt y tomé una de esas “camioneticas” tan subversivas del centro de la Capital.
“No puedo registrar la denuncia porque necesito el serial del teléfono y los estados de cuenta de la tarjeta de crédito”, me dijo nuevamente un policía muy joven, no más de 23 años. Mientras llenaba la planilla de notificación donde queda establecido que de ahora en adelante eres indocumentado, volteaba la mirada y observaba como mujeres y hombres permanecían acostados en colchonetas, con bolsas de comida y botellas de agua. Estaban presos. En Venezuela las comisarías rebasan 300% de hacinamiento según la última cifra del Observatorio Venezolano de Prisiones.
Volví a casa y ya extenuada me quedé dormida.
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A la mañana siguiente. “No le puedo dar sus estados de cuenta”, dijo el operador del banco. ¿Por qué?, pregunté. “Todavía no aparecen registradas las transacciones de ayer, debe esperar 48 horas”, y añadió: “Para que el banco pueda dejarla exenta de ese pago, debe traer la denuncia”. “Y para yo poder hacer la denuncia, necesito los estados de cuenta”, le dije.
A una semana del robo, todavía no soy parte de las estadísticas oficiales de la delincuencia venezolana. Tampoco tengo mis tarjetas a la mano porque no hay plástico y comprar un teléfono celular puede llegar a costar hasta cinco veces mi sueldo, por la medida pequeña. El año pasado el país cerró con una inflación de 141,5%, según el Banco Central de Venezuela, y 250% de acuerdo a consultoras financieras locales.
Último dato: en 2015, 50% de los funcionarios públicos detenidos en Venezuela por corrupción eran policías miembros, en su mayoría, del Cicpc. Y fueron capturados gracias a la denuncia de sus víctimas.
El Pitazo