Crónica Negra | La muerte se presentó con chapa y carnet

Hey, tú, catire, párate ahí, te me pegas contra la pared, levanta las manos”

Wilmer Poleo Zerpa/ÚN

Una nube de polvo espeso se regó por toda la salita cuando aquel hombre fornido abrazó a don Puncio y le dio unas palmadas en la espalda para manifestarle su pesar. Y es que aquel traje gris plomo don Puncio solo lo usaba en los velorios y en aquel barrio, nadie sabe la razón, tenía bastante tiempo que no se moría nadie. Y no es que no se le hubieran muerto amigos, pues de la camada de muchachos que correteaba por las calles de La Pastora por allá por los años treinta en realidad eran muy poco los que quedaban, pero don Puncio solo asistía si el acto velatorio iba a ser en Caracas, pues decía que su artritis ya no le permitía muchas libertades. Incluso, a manera de chanza, solía jactarse de que era una de las únicas personas que no tenía un solo enemigo, y cuando le preguntaban cuál era el secreto, respondía que no había tal secreto, sino que todos habían muerto.

Los que iban llegando buscaban a la madre y a la abuela del infortunado, pero también le daban el pésame a don Puncio, algunos porque sabían que era el único que les había visto la cara a los policías que le habían dado muerte al chico que estaba dentro de la urna sellada, o bien porque eran muchos los que creían que era pariente de los Oropeza.

La muerte con chapa. Aquella tarde, cuando llegaron los funcionarios don Puncio estaba sentado en el porche de su casa, tal y como solía hacerlo todos los días porque le fascinaba bañarse con la brisa de la tarde. Los vio y los detalló uno a uno, pero no porque sospechara nada anormal, sino porque cuando joven había trabajado como periodista y le había quedado la maña.

Se percató de que a uno de los policías no se le veía el rostro, por más que aguzara la vista. Era como si el uniforme andará caminando sin cuerpo dentro. Don Puncio se hizo la señal de la cruz y rezó algo en voz baja. Desde entonces no los perdió de vista.

Infortunio. Kleiber estaba viendo televisión, mientras sus parientes estaban reunidos. Aquella tarde los había visitado una tía con su sobrina. Comenzaron a hacer la cena y como faltaban cebollas y tomates mandaron a Kleiber, quien andaba en shores, pues por la noche tenía previsto ir a jugar basquetbol a la cancha.

Salió a la calle y saludó a una vecina que le sonrió y le dijo adiós con la mano. Llegó hasta la bodega y aparte de comprar las cebollas y los tomates se tomó una malta. Un motorizado pasó por la calle y le tocó la corneta a una muchachita de unos quince años que caminaba por el lugar y que usaba unos pantalones cortos pegaditos y una blusa muy corta.

El muchacho vio cuando venían bajando los agentes policiales. En sus veinte años era la segunda vez que los veía en el barrio, pues en Sabana del Blanco (La Pastora) casi no ocurren hechos delictivos y es considerado uno de los sectores más sanos de la parroquia.

Se les quedó mirando porque Kleiber Alejandro siempre quiso ser policía. De hecho, este año había presentado unas pruebas porque quería ingresar al Sebin. Ya le había dicho a su abuela Regina, con quien vivía desde niño, que si eso se le daba, iba a dejar sus estudios universitarios en la Unefa y su trabajo en el laboratorio.

Uno de los policías sacó su arma y le gritó: “Hey, tú, catire, párate ahí, te me pegas contra la pared, levanta las manos”. Kleiber no entendió, pero igual hizo lo que le ordenaban. Le dieron dos golpes y lo halaron por el pelo. Un disparo quebró la quietud de la noche. El muchacho cayó malherido al piso. La abuela se asomó en el segundo piso de la casa y comenzó a gritar desesperada. El muchacho le gritó que estaba bien, que no le había pasado nada. La mujer bajó corriendo e intentó salir. En ese instante, miró al funcionario sin rostro todavía con la pistola humeante en las manos. No la dejaron salir a la calle y uno de los agentes, un hombre grueso y moreno de apellido García, le arrebató las llaves y los dejaron encerrados. La mujer volvió a subir y ya su nieto no estaba tirado en la acera. Numerosos disparos sonaron con rabia. “Qué vaina, nos equivocamos”, se escuchó decir a uno de los funcionarios.

La zona se llenó de policías porque los funcionarios pidieron refuerzos dizque porque les estaban disparando, pero así como llegaron se marcharon, quizás porque se dieron cuenta de que había un procedimiento irregular.

Los vecinos salieron a protestar y los policías golpearon, empujaron y amenazaron a varios de ellos. Se pusieron fúricos cuando se enteraron de que habían matado a Kleiber y aseguraban a todo pulmón que el muchacho era deportista, estudiante, trabajador y sano.

Impunidad. Los agentes aseveraron que investigarían el hecho hasta sus últimas consecuencias, comenzaron a recoger todos los casquillos de bala y se los llevaron. Más nunca regresaron.

La tía Felipa me dijo en una oportunidad que cuando la policía científica nunca más vuelve a un sitio donde ha ocurrido un hecho delictivo, es un signo inequívoco de que el caso fue archivado y que nadie está investigando ni investigará, porque una investigación requiere búsqueda de posibles testigos, planimetría, interrogatorios, prueba de ATD, prueba de luminol, reconstrucción del crimen, etcétera.

En el velorio, don Puncio recordó que ese día había ocurrido un rollo temprano con un muchacho de allí que es malandrito y que también es catire, porque había golpeado a una muchacha que al parecer es familiar de un policía y que los funcionarios de la Judicial llegaron al sitio a buscar a ese catire, quien se desapareció de la urbanización desde el día en que ocurrieron los hechos.

Justicia. Kleiber Alejandro Ramírez Ramírez contaba con tan solo 20 años de edad y tenía un hermano de 18. Sus padres se habían separado y ellos se fueron a vivir desde que estaban chiquiticos con su abuela paterna, Regina, quien se encargó de su crianza. Cuando llegó al hospital, no presentaba un solo disparo, sino tres, indicó la familia.

“Le hago un llamado a la Fiscal General para que ordene investigar el caso de mi nieto. Era un muchacho sano, con metas y aspiraciones, deportista, educado, trabajaba en un laboratorio en La Hoyada, estudiaba en la Unefa, quería ser policía. No es justo que me lo hayan matado”, dijo Regina toda bañada en lágrimas.