Varios secretos han quedado al descubierto en medio de las operaciones que las autoridades adelantan desde hace más de un año para dar con Darío Úsuga, alias Otoniel, y los integrantes del grupo criminal que dirige, conocido como los Úsuga o los Urabeños.
Uno de los secretos mejor guardados por el capo, sus lugartenientes y sus hombres de confianza tiene que ver con la amplia y compleja red de prostitución a su servicio. Al mejor estilo de los mafiosos y los grandes carteles de la droga en décadas pasadas, los jefes de esa bacrim invierten millones de pesos en mujeres conocidas como prepagos, a las cuales llevan desde varias ciudades hasta los más recónditos lugares en la espesura de la selva en donde se esconden de la persecución estatal.
A comienzos del año pasado, SEMANA ya había revelado cómo los principales capos de esa bacrim como Otoniel, Gavilán, el Indio o Inglaterra, entre otros, instauraron una aberrante práctica en una amplia zona de Urabá que consistía en abusar de niñas entre los 11 y 14 años de edad. Amenazando a sus humildes familias y a las menores, y en otros casos por medio de dinero y regalos, las forzaban a sostener relaciones sexuales con ellos, en decenas de casos documentados. En muchos allanamientos, incluso, aparecieron fotografías de las niñas en ropa interior camuflada o baby doll. A mediados del año pasado, las autoridades capturaron en Chigorodó a alias Paola, de 40 años, una de las proxenetas de los Úsuga, encargada de ubicar en Urabá a las potenciales víctimas. La mujer, también, le ofreció a Otoniel a su propia hermana de 11 de años de edad, a cambio de 2 millones de pesos.
El catálogo de las bacrim
Esos vejámenes también iban de la mano de otras prácticas sexuales de los Úsuga. Aunque por seguridad los capos de la banda prefieren mujeres de la zona donde actúan, en los últimos meses las operaciones en su contra han permitido documentar que también acuden a las llamadas prepagos.
Integrantes de la bacrim contactan estas mujeres, principalmente, en ciudades como Medellín, Barranquilla y Cartagena. Como una especie de casting, ellas debían tomarse fotografías enseñando sus atributos. Esas imágenes iban a una especie de catálogo, al que tuvo acceso SEMANA, con algunos datos básicos como edad y ciudad de nacimiento (ver galería de fotos). Luego los álbumes llegaban a manos de los cabecillas, comenzando por Otoniel y Gavilán, primero y segundo al mando de la banda.
Una vez los capos seleccionaban a las mujeres, se iniciaba una compleja operación logística para llevarlas hasta el lugar de la selva en donde se encontraban. Es claro que la gran mayoría sabía perfectamente para dónde iba y con quién se iba a encontrar.
Para ocasiones especiales, como el cumpleaños de alguno de los jefes, o celebrar el éxito de un gran cargamento de droga, los Úsuga alquilaban vuelos chárter. Estos partían desde Medellín o aeropuertos clandestinos con 10 y hasta 20 mujeres.
Al llegar a San José de Apartadó, las esperaban camionetas que las transportaban hasta fincas acondicionadas con lujos en donde tenían lugar bacanales que podían durar dos o tres días. Desde hace poco, como consecuencia de la intensa persecución contra la banda criminal, optaron por cambiar esa modalidad ya que resultaba bastante ‘boleta’, como se conoce en el argot del bajo mundo al exceso de indiscreción.
Por instrucciones de los capos, en los últimos meses las prepagos viajan en clase económica y en vuelos de aerolíneas comunes. Deben tratar de no llamar la atención y al llegar al destino a muchas de ellas las disfrazan de campesinas. De allí viajan en mototaxis o motocicletas de la organización hasta el lugar en donde se encontrarán con los narcos.
La mayoría de estas prepagos ronda los 20 años de edad y la ambición las lleva a someterse a situaciones indignantes. Si a Otoniel o a alguno de los otros capos no les gusta al verla, sencillamente, como si se tratara de una mercancía, la ceden a uno o varios de los escoltas para que sostengan relaciones sexuales con ellos.
Las tarifas oscilan entre 4 y 6 millones de pesos por encuentro. Sin embargo, como ocurría con las prepagos en la época de los carteles de Medellín o Cali, algunas de ellas acuden a esas prácticas con la esperanza de entrar a formar parte del harén de los jefes o lugartenientes. Aquellas que lo consiguen no solo logran recibir entre 20 y 30 millones por visitarlos en la selva, sino que los capos les financian operaciones estéticas y les regalan apartamentos o vehículos. Entran a formar parte de una vida de mafia y dinero fácil.
Cuando regresan de la selva la gran mayoría de ellas continúan en sus ciudades de origen dedicadas a esa misma actividad. Muchas, incluso, tienen parejas estables, cosa que desconocen los capos a los que visitan. Lo que sin duda no deja de sorprender es hasta dónde estas mujeres están dispuestas a llegar por un fajo de billetes. En no pocas conversaciones interceptadas por las autoridades ellas comentan a amigas y familiares el repudio y asco que les produce tener que estar con esos mafiosos en la selva.
Lo cierto del caso es que estas prácticas de los Úsuga confirman el perfil mafioso de esa banda criminal. Y demuestran que a pesar de la larga y trágica historia de la relación entre mujeres y mafia, algunas jóvenes siguen dispuestas a arriesgar la vida por involucrarse con semejantes personajes. Una actividad que tantas veces las ha conducido a la cárcel, en el mejor de los casos. O a una muerte espantosa, en el peor.